Sería algo atrevido afirmar que Blonde -que llega este miércoles a Netflix- es el biopic del año, y no porque sea peor película que la estomagante Elvis, sino porque el director Andrew Dominik (Wellington, Nueva Zelanda, 1967) se rebela contra el encorsetamiento propio del género y presenta una historia de degradación psicológica con el tono pesadillesco de Mulholland Drive (2001), el clásico de David Lynch sobre otra inocente rubia que aspira a convertirse en estrella de Hollywood.
De manera que quien pretenda encontrar en Blonde un aséptico y rutinario Greatest Hits de los acontecimientos vitales de la biografía de Marilyn Monroe saldrá francamente decepcionado. Es decir, esta no es una película para fans ni mitómanos, sino un inclemente y sádico tratado sobre el poder destructivo de la fama.
De hecho, Blonde ni siquiera pretende ser fiel a la realidad, aunque esto era fácil de suponer al partir Dominik de la novela homónima de Joyce Carol Oates, que siempre defendió que había escrito una ficción.
Así, el filme no menciona al primer marido de Marilyn y se toma muchas libertades al recrear su affaire con Charles Chaplin Jr, convirtiéndolo en un triángulo amoroso en el que el Edward G. Robinson Jr ocuparía el tercer vértice. Por el contrario, el filme imagina todo tipo de vejaciones para una mujer que durante toda su vida fue cosificada y víctima de incontables abusos.
La película arranca estableciendo los traumas que marcarían la vida de Norma Jean: un padre ausente pero siempre anhelado y una madre desequilibrada, abusiva y violenta. Un salto en el tiempo de una década nos ahorra los años de orfanato y volvemos ya cuando la joven eclosiona en la exuberante Marilyn Monroe, en un montaje de imágenes al ritmo de la elocuente Every Baby Need a Dad-Dad-Daddy, un tema que la propia actriz interpretaba en el filme La chicas del coro (Phil Karlson, 1948).
No será el único salto que dé un filme que acelera y frena de manera aparentemente aleatoria, sobrevolando rápidamente por episodios trascendentales de la biografía de la actriz y deteniéndose en lo que parece accesorio o innecesario.
En la película, eso sí, vemos como Marilyn sufre dos abortos (y quizas un tercero), como un productor la viola en sus inicios, como su primer marido Joe DiMaggio (Bobby Cannavale) la golpe tras un ataque de celos, como su segundo marido, Arthur Miller (Adrian Brody) la trata con condescendencia y frialdad…
Un carrusel de humillaciones que van trastornando la personalidad escindida entre la mujer insegura y el mito, la leyenda, y que sitúan la película en el centro del debate contemporáneo sobre la violencia machista.
Pero todo se detiene en una sórdida, oscura y desgarradora última hora del filme, en la que Dominik nos instala en la quebrada mente de la actriz, atiborrada a pastillas, planeando escenas absolutamente terroríficas, como la rodada con visión nocturna. Mención especial para la breve aparición del presidente Kennedy, uno de los momentos más turbadores del cine reciente, o ese público de rostros deformados que vitorean a la actriz a su paso por la alfombra roja.
Por otro lado, Dominik realiza un trabajo de orfebrería técnica brutal, mezclando formatos de imagen, el blanco y negro y el color, y siempre buscando una vuelta de tuerca a cada escena, ya sea con movimientos de cámara inesperados o a través del sonido, consiguiendo que una narrativa visual de lo más impactante, eterea y fluida.
La reconstrucción de escenas de películas o de rodajes son de una exactitud milimétrica y obsesiva y sorprenden constantemente. Al igual que el trabajo a tumba abierta de una monumental Ana de Armas, que borda la fragilidad de Marilyn en un tour de force inigualable. Pocos papeles femeninos en una superproducción de Hollywood han requerido tantos desnudos y tantas lágrimas. La actriz cubana sale triunfante del reto más peliagudo y aspira a todo en la temporada de premios.