Reunidos, completos, selectos, románticos, perdidos… Los cuentos del “pobre” Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) se han compendiado aderezados de muy distintos calificativos. También con los nombres en el título de sus protagonistas —Basil, Josephine, Pat Hobby…—; también con el título de uno de ellos seguido de la coletilla “y otros cuentos” o de “y otros escritos”; también con el título de uno de ellos y sin coletilla, pero reuniendo varios relatos detrás del principal… También, claro, con el título de Cuentos, a secas.
Esto suele suceder y sucederá con muchos autores y trae el engorro, cuando el lector es muy partidario del escritor de turno y se precipita en la compra de una nueva edición de sus cuentos bajo otro título, de acumular los mismos relatos en distintos volúmenes con variantes. Esto es sabido. Pero en el caso de Scott Fitzgerald, cuyo tirón nunca cede y siempre reverdece, es clamoroso.
Tengo una vieja edición (1975) de Luis de Caralt de Las historias de Pat Hobby, precisamente, con una introducción -procedente de la edición norteamericana de 1962- en la que se dice que la recopilación venía a “llenar el vacío o laguna” de lo que se había podido coleccionar hasta ese momento de los escritos dispersos de Fitzgerald.
Fitzgerald, en su corta y borrascosa vida, sólo llegó a publicar, siempre en Scribners, cuatro novelas y cuatro colecciones de cuentos. Estas últimas reunieron en total cuarenta y seis relatos. Pero el autor de Hermosos y malditos (1922) —otro lío es el de las traducciones de los títulos— y Suave es la noche (1934) publicó en revistas y periódicos, quizá tirando por lo alto, unos doscientos cuentos, generalmente de 20-30 páginas o más, por lo que a su muerte se multiplicaron las recopilaciones no sólo de los relatos dispersos, sino también de los inéditos que fueron apareciendo en cajas y archivos. O sea, que ya no hay mucho peligro de que queden vacíos y lagunas.
Con traducción de Blanca Gago, Nórdica publica El pagaré, perteneciente por derecho propio a la categoría de los inéditos. La editorial informa de que este cuento fue escrito en 1920 y descubierto y publicado por The New Yorker en 2017 con la misma excelente ilustración de Seth que vemos en portada. Se nos dice que Fitzgerald lo escribió para Harper's Bazaar y que nunca llegó a enviarlo. Otras fuentes precisan que la revista lo recibió y le sugirió al autor varias modificaciones. Sería entonces cuando Fitzgerald no lo devolvió corregido.
1920: Scott Fitzgerald publicó con éxito su primera gran novela, A este lado del paraíso, se casó entre dudas y broncas con Zelda Sayre, cumplió 24 años y, pese a la Ley Seca, no dejó de beber. No sabemos en qué momento exacto escribió El pagaré, pero sí sabemos que, por la muy buena acogida de su novela princetoniana, se le abrieron las puertas de las revistas y comenzó a escribir y a publicar cuentos con fruición: pagaban bien y necesitaba el dinero.
Un anónimo (y avergonzado) editor ha publicado con gran acogida nada menos que trescientos mil ejemplares —cantidad inverosímil, de broma— de La aristocracia del mundo espiritual, un libro de un tal doctor Harden, investigador de fenómenos paranormales. El tal doctor narra en su libro cómo se comunica con su joven sobrino, Cosgrove Harden, muerto en la guerra mundial. El editor viaja a Joliet (Ohio) con la muy avispada intención de asegurarse con un buen contrato la publicación del siguiente libro del doctor Harden, presunta mina de oro. Pero empiezan a suceder cosas y, sobre todo, a aparecer personas que ponen todo patas arriba.
Muchos cuentos de Scott Fitzgerald, entre otras razones por su extensión, no narran meras anécdotas con un fogonazo de ingenio, sino que son, también por su estructura, pequeñas novelas jibarizadas. Es el caso de El pagaré, y el joven Fitzgerald da muestras en él de disponer ya de la astuta y hábil estrategia que, mediante la dosificación de giros y sorpresas, alimenta y acrecienta la intriga para retener al lector.
Dejemos en esta ocasión los tópicos fundados de la Era del Jazz, el glamour, el champán, los ricos, los bellos y las flappers. El pagaré no va de eso, se adentra, en cierto modo, en la “provincia” y, más que las burbujas de rigor, exhibe —como ocurriría muchas veces al margen de los estereotipos fitzgeraldianos— un notable prosaísmo narrativo, eso sí, permanentemente sazonado con un toque de la casa: el humor zumbón y algo herido.
Como si se tratara de un joven rebelde aspirante a escritor, Scott Fitzgerald dedica aquí una parte de sus energías a poner en solfa las estratagemas y los salchuchos de la industria editorial y del mercado de los libros, a resaltar la codicia de los editores y su sumisión a las modas —en este caso, la moda de lo paranormal— con vistas a dar un pelotazo.
Hay un apunte irónico, que se diría anticipado a inquietudes actuales, sobre la línea que separa la imaginación de la realidad, la ficción de los hechos, y sobre los ardides de los escritores oportunistas que juegan con fuego. Pero lo que los personajes progresiva y sorpresivamente convocados por Fitzgerald construyen es un discurso sobre las miserias, las aprensiones, los anhelos y las vanidades a ras de suelo de la gente corriente, como si el autor quisiera servirse de una anécdota enmarcada en lo fantástico —el libro del doctor Harden— para ensayar finalmente un retrato realista.
Escribe Scott Fitzgerald al principio sobre el lanzamiento de La aristocracia del mundo espiritual: “Mientras tanto, el departamento de publicidad estuvo muy atareado de nueve a cinco, seis días a la semana, poniendo cursivas, subrayando, colocando mayúsculas y dobles mayúsculas; preparando eslóganes, titulares, artículos de opinión y entrevistas; seleccionando fotografías que mostraban al doctor Harden pensando, cavilando y contemplando; recopilando imágenes suyas con una raqueta, un palo de golf, una cuñada, un océano de fondo. Se prepararon reseñas literarias a granel y se apilaron montones de copias para regalar a los críticos de miles de diarios y semanarios”.
Lo dicho: el todavía novel Francis Scott Fitzgerald se explayaba satirizando a la industria libresca —o a parte de ella— que le iba a acoger. Faltaban cinco años para que publicara El gran Gatsby. Las técnicas del marketing, con fiasco o sin fiasco, no son de ahora.