El nuevo libro de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es mucho más que una biografía de su padre, Luis Villoro (Barcelona, 1922 – Ciudad de México, 2014), filósofo influyente y activista político que abrazó el nacionalismo mexicano y asesoró a los zapatistas tras su levantamiento en 1994. El autor de La figura del mundo (Random House) explora las conflictivas relaciones paterno-filiales y ofrece un completo análisis de la evolución del México reciente, que acogió a la familia cuando en España estalló la Guerra Civil y es mucho más que el marco de esta gran historia.
La literatura necesita figuras imperfectas, controvertidas, apasionantes, así que Villoro no tenía que ir más lejos para encontrar a su gran personaje. El autor de El testigo, Premio Herralde de novela en 2004, nos presenta a un un hombre sobrio y pletórico de conciencia social y política, aunque también introspectivo hasta el egoísmo, pues la creación y el saber lideraban su lista de prioridades. Fundador de la Facultad de Filosofía en Guadalajara (México), “prefería verse como un profesor y no como el creador de un sistema de pensamiento”, escribe su hijo en este libro hondo que transmite conocimiento sin remilgos ni poses exhibicionistas.
Las reflexiones, cercanas a la erudición, son compatibles con los recuerdos junto a su padre, muchos de ellos altamente conmovedores. De su empeño en descubrirnos el carácter del protagonista, se desprende su talento para evaluar la realidad que lo circunda. “No es un ajuste de cuentas ni una hagiografía”, advierte el autor. Es más bien un retrato amable, aunque sin concesiones, en el que Villoro no solo describe una realidad, sino que se cuestiona a sí mismo.
[Juan Villoro, en el Congreso de la Lengua de Cádiz: "Estamos condenados a entendernos"]
Pregunta. ¿Por qué este libro llega ahora, nueve años después de la muerte de su padre?
Respuesta. Yo estaba escribiendo un texto sobre él. Cuando murió, me pareció que era muy oportuno concluir el retrato de su vida y tratar de entender quién había sido, porque para mí también era una figura un tanto enigmática. Uno de los misterios de la muerte es que deja puertas abiertas. Tras el funeral, se me acercaron muchos familiares y conocidos a contarme historias sobre él.
Mi padre estuvo más vivo en los últimos años de su vida que en todo el tiempo anterior. Me pareció que no podía concluir el libro sin escuchar todas esas anécdotas, porque fue una persona muy refractaria a contar historias, por más que no dejara de interpretar la realidad como el filósofo que era. Transcurrieron varios años hasta que el inicio de la pandemia marcó el tiempo de la escritura. Era mi gran oportunidad.
P. ¿Cree que su padre goza del reconocimiento que merece?
R. Sí, goza de mucho respeto en el campo filosófico de habla hispana, incluso se han publicado dos libros póstumos. Desde el punto de vista editorial, está más activo que nunca. Para él no era importante, tanto que decidió que yo fuera su albacea y que llevara sus papeles, como quien confía algo que no tiene relevancia. Lo que no se conoce mucho es cómo fue su vida personal. Su vida pública, que constaba de ideas, academias y luchas sociales, tenía un soporte privado que él no revelaba. Él rechazaba tener anécdotas divertidas, y sin embargo las tuvo. Por eso este libro es el lado b del filósofo, la otra cara.
P. Y a usted, ¿le preocupa cómo será recordado?
R. La principal diferencia es que yo me dedico a la literatura y, por lo tanto, cuento historias que están determinadas por las emociones y los afectos. En el libro aparece una discusión que tuvimos sobre Albert Camus, que a mí me gustaba más, y Jean-Paul Sartre, a quien él prefería. Con cierto aire competitivo, me dijo que Camus escribía mejor, pero Sartre pensaba mejor. Para él, había una superioridad en esto, porque como filósofo consideraba que era más importante pensar bien que escribir bien. A mí me apasiona el contacto con el prójimo y las situaciones mundanas, precisamente el mundo que él rehuyó.
P. “La egolatría y la falta de interés por los demás suelen acompañar a intelectuales y artistas”, escribe a propósito. ¿Es condición necesaria? Porque también viene a decir que el entorno afectivo que lo acompaña suele sufrir con esto.
R. Sí. Hay muchos ejemplos de hijos de grandes artistas que se han sentido abandonados porque sus padres se han dedicado de manera obsesiva a una profesión que requiere un enorme esfuerzo. Yo también soy padre, y sé que es difícil ser impecable. He tratado de superar los escollos principales que tienen los artistas por su aislamiento, su narcisismo, la obsesión centrada en su propia obra... No sé si lo he logrado, pero soy consciente de ese riesgo.
Por otro lado, normalmente se piensa que ser hijo de una persona que tiene libros en casa y una formación cultural amplia es, necesariamente, una ventaja. Creo que en ninguna medida lo es, creo que en la infancia es mucho más importante el afecto que tener muchos conocimientos derivados de las sobremesas paternas.
P. En La figura del mundo, son muchas las digresiones sobre la memoria y cómo se altera. ¿Usted qué opina acerca de la autoficción, término que no termina de poner a todos de acuerdo? ¿Cómo se ha relacionado con este conflicto para escribir este libro?
R. García Márquez decía que las cosas no son como suceden, sino como se recuerdan. Se nos olvida que la imaginación también es parte de la memoria. Hay un proceso en el recuerdo que tiene que ver con la emoción, con “volver a pasar por el corazón” como dice la etimología de la palabra, y con ajustar cuentas con el pasado a través de la imaginación.
En ocasiones, la memoria es falseada y distorsionada; a fuerza de repetir una anécdota que sabemos falsa, empieza a convertirse en verdadera para nosotros mismos. Es un trabajo complejo el de recordar. El olvido tiene, entonces, una función terapéutica, pero también narrativa. Borramos las cosas que no son relevantes y nos quedamos con lo esencial: la historia que nos justifica.
Si un padre tiene cuatro hijos, cada uno tuvo uno diferente porque lo recuerda a su manera, con lo que lleva dentro. Este libro, La figura del mundo, surge como un acto de entender a mi padre, pero también lo es de autodescubrimiento: tratar de saber quién soy yo en relación con él, conocerlo por escrito. Ese es otro de los grandes misterios de la escritura: hay cosas que solo se te aclaran cuando las pones sobre la página. A diferencia de la mayoría de los textos de autoficción, no quise poner el acento en mí. Por eso creo que este libro no pertenece a la crónica selfie, tan en boga hoy en día.
"Tenemos literatura porque el mundo está mal hecho y necesitamos compensarlo con historias"
P. También refiere en el libro que se necesita distancia para hablar de ciertos asuntos. Pero esta teoría es exactamente contraria a lo que proyectan nuestros tiempos, donde no cabe la reflexión porque la inmediatez es innegociable. El periodismo, de hecho, se ve principalmente afectado. ¿Qué le parece?
R. Los plazos de asimilación se han acortado, sí. Estamos en la era TikTok: tres o cuatro imágenes en una pantalla que duran unos cuantos segundos se convierten en la tendencia del día, que a su vez es relevada por otra tendencia. Creo que nosotros no podemos claudicar o renunciar a la larga duración. La realidad no se transforma desde la inmediatez.
Al respecto, me interesa mucho comentar lo que piensan los pueblos originarios de México, que tienen un uso totalmente diferente del tiempo. Mi padre encontró en el México profundo la razón para adoptar una nueva patria. El país que a él le gustó no fue el país de la superficie, que es violento, corrupto en injusto, sino otro país posible que está en estado larvario y conserva enseñanzas que tienen sorprendente actualidad. Los zapatistas, que se levantaron en armas en 1994 para convertirse en un movimiento pacífico y social, dicen: “Vamos despacio, porque el camino es largo”. También: “Somos impacientes, pero nuestra impaciencia dura mucho”.
Exactamente, esto es lo contrario del consumo de usar y tirar, de la impaciencia en nuestra vida contemporánea. Hay otros países de Asia como Japón o Corea del Sur donde coexiste la ultramodernidad del instante con resistencias que tienen que ver con un uso del tiempo ancestral. Como decía el gran filósofo popular de México, José Alfredo Jiménez, “no hay que llegar primero, sino que hay que saber llegar”.
P. ¿Y cuándo llegará a México la estabilidad democrática?
R. No tengo ni la menor idea (risas). Este libro es, además de un retrato privado e íntimo sobre mi padre, un retrato de la época que le tocó vivir y de sus luchas sociales. En la misma medida, es la relación de un fracaso porque él participó en la fundación de partidos políticos, estuvo en el movimiento estudiantil del 68, se acercó a muy diversas causas y terminó siendo asesor de los zapatistas. Salvo el zapatismo, que ha renovado la convivencia en un lugar restringido de Chiapas, todas las demás búsquedas desembocaron en vía muerta. ¿Significa esto que debemos deponer la esperanza y el deseo de transformar la realidad? Yo creo que no.
La esperanza es una obligación ética para cambiar un mundo que sabemos que es imperfecto. Tenemos literatura porque el mundo está mal hecho y necesitamos compensarlo con historias. No hace falta, por tanto, tener un motivo ajeno para ejercer la esperanza ni tiene que llegar del cielo como una inspiración. Lo verdaderamente grave es que la realidad no es lo único que está en crisis, sino las expectativas respecto a ella.
"La esperanza es una obligación ética para cambiar un mundo que sabemos que es imperfecto"
Cuando yo estaba en la universidad, en los años 70, las utopías estaban en oferta. México era un país desigual, poco democrático e inculto, pero teníamos la convicción de que cuando hubiera democracia real, ganarían los mejores partidos, que el progreso estaba a la vuelta de la esquina y tarde o temprano la violencia remitiría. Era una época de desasosiego y, al mismo tiempo, esperanzada. Ya no tenemos esta misma expectativa de cambio. La generación de mis hijos está en un descontento sin utopías. Las ilusiones están en bancarrota.
Pero aunque no haya motivos para la esperanza, no podemos deponer la necesidad de ejercerla. Tarde o temprano, encontraremos motivos más reales para confirmarla. A mí me parece que la lucha de los pueblos originarios está en un buen momento. También la de los ecologistas, que en México están pagando con su vida la defensa por la biodiversidad. El año pasado, fueron asesinados quince periodistas, lo cual es gravísimo, pero también más de cuarenta ecologistas, muchos de ellos indígenas. Buscar la verdad es peligroso, pero más peligroso es defender el medioambiente en una economía extractivista o desarrollista.
P. Heberto Castillo, líder del Partido Mexicano de los Trabajadores, es lo más parecido a un político ideal, según sus consideraciones. ¿Se necesita a alguien con ese perfil?
R. Heberto Castillo fue un gran maestro universitario, hombre riguroso, culto y enormemente honesto. Era un ingeniero consumado que podía haberse convertido en millonario, pero su idea solidaria de la política lo llevó a renunciar a su candidatura en favor de una izquierda unida, de modo que asoció la política con el altruismo. Y ahora es muy raro que alguien tenga una conducta ética y ajena a la voluntad del poder.
En realidad, hemos tenido líderes muy notables. Andrés Manuel López Obrador fue, en su primera etapa, un gran luchador social, un impugnador de la injusticia muy notable. Ahora, lo que le pediríamos es que fuera un estadista. No faltan figuras, pero no podemos pensar que debe ser una persona la que solucione esto, porque América Latina ha padecido y sigue padeciendo en exceso la figura de los caudillos.
P. A propósito del poder, cuenta en el libro que Octavio Paz se aproxima a él hacia el final de su vida. ¿Los escritores deberían desmarcarse del oficialismo?
R. La literatura y el pensamiento deben ser críticos, el intelectual debe ser ajeno al poder y todo arte tiene un componente rebelde. Pero hoy en día, la figura del intelectual público ya no es tan relevante como antes. El periodismo, que ha sido el foro esencial para la discusión pública de ideas y tendencias políticas, hoy es menos importante que las redes sociales. Estamos ante gobernantes que dicen mentiras y eso no importa. Precisamente por eso, la verdad y el pensamiento son más importantes que nunca. Hay que buscar, entonces, nuevas maneras de incidir en la realidad.
No creo que el escritor deba forzosamente tener un compromiso, pero aquel que desee cambiar esta realidad debe hacer un trabajo de activista que escape al campo de la escritura. No basta con hacer un artículo, que ahora tiene una importancia relativa, sino ir al mundo de los hechos, que es donde se cambia esa realidad.
"Buscar la verdad es peligroso, pero más peligroso es defender el medioambiente"
P. Dice que Pedro Páramo es la obra mayor de nuestra narrativa, pero ¿cómo valoraría la influencia del boom en la literatura hispanoamericana?
R. Fue un fenómeno político, pues tuvo mucho que ver con la reunión de escritores en Cuba, y también editorial, con Barcelona como sede, porque editores muy importantes y una gran agente como Carmen Balcells ampararon a esta generación. Sin embargo, para mí lo más importante del boom es que permitió que se le diera más atención a escritores más relevantes que pertenecían a la generación anterior. Rulfo, Onetti, Borges o Bioy Casares eran escritores de primerísima fila y no tuvieron una repercusión tan grande como la que tuvieron después, gracias al boom y a sus autores que los reivindicaron.
P. Estuve presente en un acto del Congreso de la Lengua, celebrado en Cádiz, donde usted discutió con Martín Caparrós sobre la posibilidad de sustituir el término “español”. Supongo que este debate tiene más repercusión en América Latina que en España...
R. Naturalmente, porque España ha decidido con más fuerza el destino del idioma, en gran medida porque ha puesto mucha atención y muchos presupuestos en su desarrollo. Es notable lo que España ha hecho con el Instituto Cervantes o con la Real Academia, pero las academias de Latinoamérica carecen de presupuestos y nuestras universidades públicas muchas veces zozobran. Estamos en una situación que nosotros mismos nos hemos creado e impide que la lengua hablada desde el continente americano tenga el mismo peso institucional del que tiene en España.
No creo que sea imprescindible cambiar el nombre de la lengua española. Dicho esto, solo el 8% de los hispanohablantes son españoles, por lo que vale la pena discutir acerca de la importancia que, después de 500 años, ha tenido el otro lado del mar en el idioma. De todos modos, como mexicano me parece más preocupante la destrucción de las lenguas originarias. Cuando terminó la colonia en México, cerca del 70% de los habitantes hablaba al menos una lengua indígena, mientras que hoy solo lo habla un exiguo 6,6%. La destrucción de ese patrimonio ha sido obra del México independiente, somos nosotros los que hemos tenido una actitud de colonialismo interior.
“México ha tenido una actitud de colonialismo interior con su propio idioma”
P. Si le parece, vamos a terminar con su padre, que un día les dijo: “Hemos recibido un dinero que no hemos hecho nada para merecer y que debemos regalar”. A pesar de todas sus aristas, fue un hombre íntegro.
R. Lo que yo cuento de mi padre en este libro podría dar lugar a rechazo. Esto que dices, que a mí también me parece altruista y digno, a alguien le puede parecer una suprema irresponsabilidad, pues se trata de dilapidar un patrimonio que era el esfuerzo de muchas generaciones. Pero el dinero le quemaba en las manos, consumía su alma, así que lo regaló a causas de izquierdas que fracasaron todas. Un romanticismo encomiable, pero sin resultados concretos. Yo prefiero pensar que aquello fue un símbolo de integridad. Lo que me parece más interesante es que los actos pueden ser interpretados de distintas maneras.
P. ¿Por qué no hizo un libro sobre su madre, que en principio representa valores éticos más virtuosos?
R. Probablemente acabe escribiendo un libro exclusivamente sobre ella, pero hacia la mitad de la escritura de este, dedicado a mi padre, advertí que también ella estaba implícita. La mirada que yo había recibido de ella tenía que ver con la forma en que ella había visto a mi padre. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz se refiere a la mujer mexicana como un “inmóvil sol secreto”. Es una hermosa definición sobre la figura femenina en nuestra sociedad: “inmóvil”, porque suele estar fija en algún lugar de la casa, preferentemente en la cocina; “sol”, porque irradia calor y luz; y “secreto”, porque no siempre se le presta atención y sin embargo está ahí.
Yo creo que si la sociedad mexicana no se ha desmoronado en medio de la violencia, el crimen organizado y la corrupción política, es por el trabajo resistente de las mujeres, que han alimentado a la gente cuando los hombres se van a buscar trabajo a Estados Unidos o se incorporan al narcotráfico o son víctimas de asesinato. Ellas buscan a esas víctimas, y a los desaparecidos en fosas comunes, y son las que mantienen el tejido social con actos cotidianos. Aunque no se sepa sus nombres, son la fuerza de resistencia que hace que todo suceda. La figura de mi madre en este libro tiene algo de esto, por eso le dediqué el libro.