Hay historias que trascienden a su autor y a su época. Algunas de ellas se convierten, por su calidad, en lo que llamamos clásicos. Otros relatos se ubican en una categoría diferente, la de los libros influyentes. El 1984 de George Orwell responde a esta segunda clase, porque si no hay unanimidad en cuanto a su calidad, pocos textos han tenido una repercusión tan amplia desde el mismo momento en que se publicó, en 1949. La influencia de la historia inventada por Orwell es tal que incluso quienes no la han leído están familiarizados con sus personajes y con el ambiente en el cual se desarrolla la trama, aunque lo más singular es que su lenguaje ha pasado al habla común en todos los idiomas.
Dorian Lynskey (Norwich, Inglaterra, 1974) aborda en El Ministerio de la Verdad una biografía del libro de Orwell para tratar de comprender su éxito en constante expansión. Por eso, el ensayo escudriña primero el proceso de creación de Orwell y lo conecta con sus peripecias vitales y la evolución de sus convicciones ideológicas, como reacción al turbulento marco político en el que vivió y en el que se implicó con todas las consecuencias.
A este respecto, la principal aportación de Lynskey es señalar cómo 1984 recoge muchas experiencias y relaciones de Orwell, aunque en algunos casos no haya testimonio fehaciente de ello. Lo importante es que todo indica que la novela es un reflejo de la biografía del autor, o más exactamente, el precipitado de una visión del mundo y de unos acontecimientos de los cuales fue testigo directo, sobre los cuales efectúa una reflexión crítica y los inserta en la ficción que construye.
Y es que 1984 es un libro escrito para su época bajo el peso de los acontecimientos. Es el resultado de su rechazo frontal al fascismo, de su participación, breve pero muy intensa, en la Guerra Civil española, de su denuncia del estalinismo y de su participación en la Segunda Guerra Mundial. Todo ello se acumula en la novela. Orwell es un observador de la realidad que no elude su compromiso ideológico como socialista democrático y toma la pluma para denunciar la perversidad totalitaria e influir en la opinión.
Pero además, 1984 pertenece a un género muy concreto y de larga tradición, el utópico, que, como señala Lynskey, estaba experimentando desde finales del siglo XIX un auge notable y se estaba deslizando desde la prefiguración del futuro deseable hacia una sombría visión de lo que estaba por venir. De una u otra manera, Orwell se inserta en una genealogía dominada por la figura de H. G. Wells, que había marcado la senda de la ficción tecnológica. Sin embargo, la Gran Guerra, el auge del bolchevismo y los fascismos hicieron que, a la fascinación por los avances vertiginosos de la modernidad se sumara la amenaza del Estado total que disuelve a los individuos en la masa.
Lynskey escudriña el proceso creativo de Orwell y lo conecta con sus peripecias vitales y con su evolución
Así, la posibilidad real de un poder que controla la vida y la mente de los ciudadanos encontró cauce de denuncia y advertencia en la distopía. Antes de que Orwell escribiese la suya, aparecieron libros de gran impacto, como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, Nosotros, de Y. I. Zamiátin, o El cero y el infinito, de Arthur Koestler. Todos ellos compartían con Orwell el desasosiego ante los totalitarismos que estaban ya cumpliendo su programa en Alemania y en la Unión Soviética y, sobre todo, sentían el temor de que la abolición de la condición humana se generalizase.
La Segunda Guerra Mundial propició una fase superior del totalitarismo y, a su finalización, Orwell fue consciente de que la extensión de la distopía era más factible que nunca. Por ello en 1945 publicó su fábula satírica contra el estalinismo, Rebelión en la granja, y, cuatro años después, 1984.
En la segunda parte, Lynskey aborda la fama del libro, proceso explosivo en el cual su autor no pudo intervenir apenas por morir al año siguiente. Por eso, poco pudo hacer Orwell para reivindicarse socialista pero antiestalinista, o para reclamar que su intención no era profetizar el futuro sino avisar de una realidad amenazante. Desde su publicación, 1984 empieza un recorrido marcado por la instrumentalización en favor de la propaganda antisoviética, mientras arreciaban las críticas del socialismo occidental; no es necesario decir que tras el Telón de Acero la censura bloqueó su difusión.
Como señala acertadamente Linskey, las interpretaciones interesadas o parciales que sufrió Orwell fueron similares a las que padeció Hannah Arendt, ella en relación con su monumental estudio sobre Los orígenes del totalitarismo (1951) y luego con su polémico Eichmann en Jerusalén (1963). Ambos entendieron que el totalitarismo es un cruce eficaz y sin precedentes entre tecnología, ideología y burocracia, afianzado sobre un sustrato de miedo y violencia física y psicológica gestionado con la manipulación del lenguaje, de la historia y de la verdad.
Orwell acuñó términos que explican la negrura del totalitarismo y advirtió del perverso potencial de la tecnología para espiar los comportamientos y las conciencias
El correr de los años permitió que el libro empezara a liberarse de la batalla ideológica de la Guerra Fría y se considerase una metáfora de cualquier totalitarismo, los existentes y los posibles. Fue entonces cuando comenzó la imparable expansión del universo 1984 a la cultura popular. Se produjeron versiones de teatro, guiones de radio, cómics, películas, series televisivas y hasta música, como el álbum Diamond Dogs (1973) de David Bowie, quien estuvo durante años obsesionado con la novela.
Es así que la lista de obras inspiradas o que versionan la novela no ha cesado de crecer, incluida la trivialización del Gran Hermano convertido en espectáculo televisivo de entretenimiento que, bajo el pretexto de un experimento sociológico, edulcora el sombrío significado de la creación de Orwell.
Todo ello se resume en un adjetivo de uso común: orwelliano. Orwell acuñó términos que explican la negrura del totalitarismo -la neolengua, la policía del pensamiento, los Dos Minutos de Odio- y advirtió del perverso potencial de la tecnología para espiar los comportamientos y las conciencias, para censurar y mentir (hoy un hecho en el cibermundo). Ciertamente, no pretendió profetizar, sino denunciar. Sin embargo, la novela empieza cuando el protagonista inicia la escritura de un diario. Quizá Winston Smith aspiraba a legar su escrito para futuros lectores. Por eso es bueno hacerle caso y leer 1984, que es el objetivo del magnífico ensayo de Lynskey.