Desde que leí, siendo estudiante, Flecha en el azul, primero de los cinco volúmenes de su autobiografía, en la edición de bolsillo de Alianza, quedé fascinado por el sentido del humor que el escritor húngaro Arthur Koestler (1905-1983) desplegaba para tratar los más serios asuntos. He conservado la atracción por Koestler a lo largo del tiempo a salvo de cualquier tentación de rechazo, cosa que no siempre han podido hacer muchos de sus lectores, ya que el escritor lo puso difícil con su frenética y zigzagueante trayectoria, prolífica en conversiones y aversiones consecutivas a variadas causas.
Pensador y activista, escritor y hombre de acción, Koestler fue pisando con entusiasmo casi todos los charcos que el siglo XX, del que fue tanto testigo como protagonista, le puso por delante. Periodista político y científico, corresponsal y enviado especial, novelista, filósofo, sociólogo y memorialista, el autor de El cero y el infinito (1940) tuvo una agotadora movilidad, un convulso nomadismo a través de las ideas, los intereses intelectuales, las convicciones políticas, los oficios, los países, las casas y las mujeres hasta que, gravemente enfermo, optó por suicidarse con su última esposa en un acto que, entre otras motivaciones, no dejaba de atender, dicho sea con todos los respetos, al personalismo narcisista que le caracterizó.
Incluido originariamente en un libro más extenso, Libros del K.O. publica ahora, con traducción y largo epílogo de Francisco Uzcanga Meinecke, El Ártico desde la ventana de un zepelín, gran reportaje elaborado y publicado en 1934 a partir de una formidable aventura vivida tres años antes. Resulta que Koestler fue elegido, a los 26 años, por el diario berlinés “Vossische Zeitung” para viajar en el dirigible Graf Zeppelin desde el lago Constanza hasta el círculo polar ártico. Debía contar a sus lectores la pionera y arriesgada peripecia de un grupo de científicos alemanes y rusos que iban a fotografiar, tomar datos meteorológicos, trazar y corregir mapas y realizar diversos experimentos desde el aire en el territorio de los grandes hielos.
La aeronave salió del aeropuerto de Friedrischafen (Alemania) el 24 de julio de 1931 para emprender, con dos cortas escalas en Berlín y Leningrado, un vuelo de más de once mil kilómetros (ida y vuelta). Su destino era la isla de Hooker y la Tierra de Francisco José, a una latitud de 82 grados. Las compañías de seguros no estaban dispuestas a cubrir un metro más de recorrido por miedo a la temible “muerte blanca”. Otros zepelines con idéntico objetivo se habían estrellado. Se contemplaba la eventualidad de un amerizaje o de un aterrizaje forzosos en el agua o en el hielo y se llevaba inquietante y limitada impedimenta para tan indeseable posibilidad.
El aparato, el Graf Zeppelin, medía 235 metros de longitud y 35 metros de altura (lo que equivale a un edificio de unos doce pisos). Podía alcanzar más de 100 kilómetros por hora. Viajaron a bordo 46 personas, entre tripulación y miembros de la expedición científica. No había mujeres. No se podía fumar.
Arthur Koestler compuso su libro con los textos que envió a su periódico desde el aire (cuando pudo) y con las notas de un diario que llevó durante la travesía. Además de comentarios sarcásticos sobre la financiación de la misión (“los negocios son los negocios”) y de sus chuscos intereses económicos y políticos, Koestler, como periodista, supo contar muy bien, como era previsible, cuantos datos, hechos y anécdotas relevantes, divertidas o inquietantes registró y vivió durante el viaje. Como escritor apuntó maneras en las descripciones del paisaje y de las inusitadas emociones estéticas experimentadas, así como en la incipiente creación de personajes a partir de sus compañeros de peripecia, que pasó por momentos de crisis y de conflicto. No hablaré de todo ello, pues constituye la sustancia de un libro jugoso y breve.
Arthur Koestler, por supuesto, utilizó ampliamente el humor en su desenvuelto relato. Pero hoy tiene particular gracia constatar cómo ese humor se desvanecía ocasionalmente por la solemnidad o el enfado. Y es que, justamente en 1931, Koestler comenzó a militar en el Partido Comunista y su adhesión al sovietismo estaba en su momento álgido. Faltaban siete años y varias experiencias para que Koestler pasara a ser, en su vida y en su obra, uno de los más fervorosos detractores del comunismo soviético.
Convencido de la pertinencia de “las férreas leyes de la lucha de clases”, Koestler se viene arriba, de vez en cuando, para exaltar, sobrevolando la Unión Soviética, las conquistas del régimen comunista con voz de propagandista o de locutor de noticiario oficial. Por el contrario, si algún miembro de la expedición –el médico, por ejemplo- recela de tales conquistas o las niega, Koestler se enciende de ira.
Hablando de la despojada inmensidad ártica y de los “místicos del Polo Norte”, escribe Koestler: “Si se obligara a pasar allí aunque solo fuera un año a todos los profetas del ego y a todos los poetas que han idealizado la soledad, desde Nietzsche hasta Rilke, muy pronto se erradicaría el individualismo”.
Es muy divertida la ocurrencia de Koestler de pasar una temporada en el Polo Norte como terapia contra el individualismo, ese individualismo que más tarde el escritor abrazaría con pasión. Y tiene mucha gracia –no digan que no- que Koestler, embriagado de colectividad y colectivismo, aproveche el trance polar para soltar un sopapo a Nietzsche y a Rilke, como si en ese momento pasaran por allí. Los textos de los grandes creyentes mueven, como poco, a la ternura cuando, sobre todo, el tiempo y la vida cambiaron sus firmes creencias hasta llevarlos a la trinchera contraria. Suele pasar.