Algunos escritores nos dejan imágenes que revelan lo que hay en su interior. No son simples instantáneas, sino gestos que expresan su concepción de la ética, la política o las relaciones humanas. Al escribir sobre George Orwell, pseudónimo de Eric Arthur Blair, se me vienen a la cabeza varias imágenes que retratan su forma de entender la historia, la moral o la literatura. La primera es una famosa fotografía con las milicias del POUM. Orwell se encuentra al fondo. Solo se lo identifica por su estatura, que sobresale notablemente, superando a sus compañeros por una cabeza. Su pelo alborotado le imprime ese aspecto de estudiante bohemio e indisciplinado al que Eton no ha logrado domesticar. Parece un advenedizo, un ejemplar exótico en un lugar muy alejado de su hábitat. Orwell pensaba que iba a luchar contra el fascismo de los militares sublevados, sin sospechar que el virus de la intolerancia también había infectado las filas republicanas. La persecución del POUM cambiará profundamente su visión de la política, convirtiéndole en una de las primeras voces que criticó el comunismo desde la filas de la izquierda, pues nunca renunció a sus convicciones socialistas. Orwell consideraba que la misión del intelectual era entrometerse en los escenarios más peliagudos, husmeando debajo de las alfombras. La impertinencia no es un efecto colateral, sino la esencia de su quehacer.
Orwell fue un testigo incómodo de la Guerra Civil. Desmontó las versiones maniqueas, señalando que el totalitarismo poseía dos máscaras: fascismo y comunismo. Se anticipó a Hannah Arendt gracias a su experiencia como combatiente en el frente de Aragón, donde un francotirador franquista le hirió en el cuello con un balazo que casi le cuesta la vida. Orwell siempre temió la muerte por causas naturales. Pensaba que la biología nos aboca a una agonía nauseabunda, pero comprobó que una herida de guerra no era mucho mejor. Sobrevivir al disparo de un soldado enemigo, no le libró de una muerte prematura. Enfermo de tuberculosis desde la época de Sin blanca en París y Londres (1933), cuando intentaba triunfar como escritor y sus escasos ingresos le obligaban frecuentar los comedores públicos y dormir en albergues, falleció en 1950 en un hospital londinense. Nacido en la India británica en 1903, Orwell pasó a la historia como un raro ejemplo de equilibrio entre política y literatura, dos ámbitos que suelen repelerse, pero que él logró conjugar con acierto. Autor de dos de las novelas más influyentes del siglo XX, Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949), su figura ha sido alabada y denigrada con fervor. Acusado –falsamente- de delator y reaccionario, sería absurdo negar sus flaquezas, como sus prejuicios homófobos, pero es innegable que su obra ha prestado un valioso servicio a la causa de la libertad, desenmascarando las artimañas del pensamiento totalitario.
La segunda imagen de Orwell que acude a mi mente es la que le muestra examinando una espada japonesa. El escritor británico nunca fue pacifista. De hecho, opinaba que el pacifismo favorecía a los tiranos. Cuando Hitler bombardeó las ciudades inglesas, se pronunció a favor de responder con la máxima dureza: “Si alguien deja caer una bomba sobre vuestra madre, dejad caer dos bombas sobre la suya”. Cuando le vemos con un cigarrillo en la boca desenvainando una espada japonesa, entendemos que no habla en broma. Orwell apreciaba mucho el coraje, la camaradería masculina y la belleza de las armas. Policía en Birmania durante cinco años, detestaba el autoritarismo, pero siempre fue un hombre de acción y jamás escondió su desprecio por los revolucionarios de salón. La tercera imagen que completa en mi memoria el perfil de Orwell exhibe su sonrisa frente a un micrófono de la BBC. Lejos de cultivar el aislamiento del escritor recluido en su torre de marfil, siempre prefirió mancharse con el barro de la historia. Voluntario antifascista en España, flagelo de los totalitarismos y agitador político con vocación pedagógica, Orwell concibió la escritura como un servicio público y no como una expresión de la subjetividad o una aventura estética.
Entre 1937 y 1949 escribió docenas de artículos que abordaban las distintas facetas del totalitarismo, un fenómeno complejo que no se circunscribe exclusivamente al terreno de la política, sino que también afecta al ámbito de la religión, la ética, la estética y la psicopatología. DeBolsillo acaba de publicar una selección de esos textos agrupados bajo el título Opresión y resistencia. En sus páginas, Orwell no se conforma con realizar análisis teóricos. Escritor con una aguda conciencia de su tarea como artífice de mundos sostenidos por la palabra, reflexiona sobre las motivaciones que le han impulsado al terreno de la creación literaria. En un arranque de sinceridad, admite que recurrió a la escritura para compensar sus fracasos en la vida cotidiana, pues se sentía inadaptado e infravalorado. Ese propósito, solo vagamente consciente en sus inicios, no le llevó a cultivar una literatura intimista o formalista. Nunca experimentó la urgencia de crear una obra de arte, sino de denunciar injusticias o llamar la atención sobre tragedias apenas conocidas. Jamás le interesó explorar los límites del lenguaje o conocerse mejor mediante la introspección. “La buena prosa es como el cristal de una ventana” y solo prospera mediante la “anulación constante de la personalidad”. Escribir nunca le resultó placentero: “Es un combate horroroso y agotador, como si fuese un brote prolongado de una dolorosa enfermedad”. Escribir no es una elección racional, sino el fruto de una fatalidad: “Nadie emprendería jamás semejante empeño si no le impulsara una suerte de demonio al cual no puede resistirse ni tampoco tratar de entender”.
Orwell evoca su participación en la Guerra Civil española desmitificando la retórica bélica y la épica comunista. La rutina del frente carece de ardor guerrero. Fundamentalmente, se lucha contra el hambre, el frío, el miedo, el sueño y los piojos, y cuando surge la oportunidad de matar al enemigo, a veces se producen inesperadas paradojas, como le sucedió a él, incapaz de disparar a un fascista que huía con los pantalones bajados. Orwell no condena la guerra. Admite que es el mal, pero en ocasiones es “el mal menor”. A veces hay que pelear para sobrevivir y “para hacerlo hay que ensuciarse”. Todos los bandos cometen atrocidades, pero no todos los contendientes son iguales. Siempre hay una causa más justa que otra. En el caso de la Guerra Civil española, había que tomar partido por los obreros y campesinos, explotados y maltratados, o por la burguesía, preocupada exclusivamente por sus privilegios: “El odio que la República española suscitó en los millonarios, duques, cardenales, playboys, conservadores y no sé cuántos otros bastaría para mostrar cómo son las cosas en realidad. En esencia, se trataba de una lucha de clases. De haber triunfado, la causa de la gente común habría salido fortalecida en todas partes. Pero se perdió, y los que viven de sus rentas en el mundo entero se frotaron las manos. Ese fue el asunto de fondo, y el resto es mero parloteo”.
Orwell se burla de los que acusan a los obreros de materialistas, señalando que las necesidades del estómago son mucho más urgentes que las del alma. Paradójicamente, las circunstancias políticas internacionales provocarán que los comunistas españoles acaben luchando indirectamente al lado de los golpistas, frenando las tendencias revolucionarias de los anarquistas. La consigna de Stalin es que las democracias occidentales deben saber que la Unión Soviética ha renunciado a exportar la revolución a otros países. Las purgas contra el POUM incluirán la manipulación periodística. Por primera vez, Orwell descubrirá que la prensa oculta hechos, los deforma o los inventa. Es una de las estrategias básicas del totalitarismo. No es suficiente alterar el presente. También hay que modificar el pasado, si resulta conveniente. El objetivo es que la mentira adquiera el prestigio de la verdad. Orwell confiesa que esa forma de proceder le “atemoriza mucho más que las bombas”. Un mundo donde un líder político pueda decidir que dos más dos son cinco sumiría a la humanidad en una oscuridad terrorífica.
En su evocación de la Guerra Civil española, Orwell, que no es un simple publicista sino un literato, no se limita a contrastar ideas. Su memoria rescata dos recuerdos que le parecen más reveladores que cualquier panfleto. El encuentro con un joven miliciano italiano –“fiero, conmovedor, inocente”- que le sonríe mientras le estrecha la mano le corroborará la existencia de una generación de hombres y mujeres de admirable dignidad. Sabe que el fascismo no descansará hasta exterminar a esos luchadores que encarnan la posibilidad de un mundo mejor. Ya en el frente aragonés, alguien robará un paquete de puritos a Orwell y acusarán a un joven barcelonés de los arrabales, con la piel muy oscura y de aspecto casi árabe. Lejos de protestar, el muchacho se dejará registrar. Descalzo, menudo y vestido con harapos, cuando su inocencia queda acreditada, no exige ninguna disculpa o satisfacción. A pesar de no ser culpable, no ha intentado defender su dignidad. “En el fatalismo de su actitud –escribe Orwell- podía verse la desesperada pobreza en que había sido criado”.
El desencanto experimentado en España no implicó un cambio de ideas. Orwell jamás dejó de identificarse con el socialismo democrático. Siempre soñó con las milicias rojas acuarteladas en el Ritz, pero quiso dejar muy claro que él no era uno de esos intelectuales de izquierdas que se burlaba del patriotismo o del arrebato experimentado en el campo de batalla, cuando el individuo descubre que forma parte de un cuerpo imperecedero y místico. “Un movimiento socialista inteligente utilizará el patriotismo en vez de limitarse a insultarlo”. Partidario de la independencia de la India, Orwell aboga por la nacionalización de los sectores estratégicos, pero considera necesario ser respetuoso con la tradición, preservando instituciones como la monarquía. Le preocupa el hedonismo de los ingleses, que desactiva la ambición y la capacidad de resistencia frente a la adversidad. Asegura que si el totalitarismo se extiende por todo el planeta, la literatura desaparecerá, pues no puede desarrollarse sin libertad. Afirma que el principal pecado de la izquierda ha consistido en pretender ser antifascista sin ser antitotalitaria. Esta falta quizás hay que atribuirla al misticismo revolucionario. No es posible regenerar la sociedad, utilizando la violencia como método de acceso al poder. Los izquierdistas no reparan en eso, tal vez porque el dogmatismo ideológico engendra “hombres huecos” (T. S. Eliot), incapaces de pensar por sí mismos. Cualquier cambio duradero debe basarse en la educación de las masas. Sin pedagogía, no habrá progreso. Lo cierto es que de momento el concepto de proletariado internacional es un mito. Un partido de fútbol moviliza más a los trabajadores que la conciencia de clase. Eso sin contar que la prosperidad de los obreros ingleses depende de la explotación de los trabajadores de la India, casi reducidos a la esclavitud. Orwell se adentra en el terreno de la psicopatología reconociendo que la actividad revolucionaria muchas veces es el resultado de un desajuste personal: “la gente saludable y normal no se siente más atraída por la violencia y la ilegalidad que por la guerra”.
Aunque Orwell se declara socialista democrático, muchas veces habla como un liberal: “Si algo significa la libertad, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. No parecen las palabras de un socialista, que suscribe una ideología con dogmas casi místicos, como que al final de la historia se impondrán la justicia y la igualdad, sino las de un librepensador, siempre dispuesto a ser intempestivo e impertinente. Orwell admite que su socialismo nace de la repugnancia que le produce la explotación de los trabajadores y no de la fe en la economía planificada. El socialismo alberga la creencia irracional de que el paraíso es posible en la Tierra, pero lo cierto es que la Unión Soviética no es el Edén, sino una dictadura donde el Partido ha ocupado el lugar de la burguesía, convirtiéndose en la nueva clase dominante. Ya en los años 30, con una historia relativamente breve, parece un Estado teocrático que ha sacrificado la verdad objetiva. Sus consignas son verdades inmutables ante la opinión pública, pero los líderes pueden alterarlas en cualquier momento. El totalitarismo exige una obediencia ciega, pero prescinde de la coherencia, algo inconcebible para un verdadero escritor. La literatura es incompatible con cualquier forma de ortodoxia. El escritor siempre es un hereje, una voz discordante. Por eso, los inquisidores de todas las épocas responden a sus palabras con el fuego. “Si desaparece la cultura liberal en la que hemos vivido desde el Renacimiento –escribe Orwell, expresándose otra vez como un liberal y no como un socialista-, el arte literario perecerá con ella”.
El socialismo es un credo optimista, pero ese talante no se observa en el autor de Rebelión en la granja y 1984. Su visión del panorama internacional es sombría. Piensa que la ONU es perfectamente inútil y nunca logrará ser un freno efectivo para la guerra. Se muestra partidario de la unidad de Europa bajo la égida de la socialdemocracia y cree que es imprescindible mantener el servicio militar obligatorio, preparando a la población para defenderse de agresiones de los gobiernos totalitarios. Orwell acusa a Gandhi de facilitar el dominio inglés con su apología de la no violencia. Su santidad, que incluía la abstención de comer carne y mantener relaciones sexuales, le parece inhumana. Entre Dios y el hombre, Gandhi elige a Dios. En cambio, Orwell se inclina por el hombre y elogia los placeres de la Tierra. El pacifismo encierra una trampa letal: “Si no estás dispuesto a quitarle la vida a alguien, con frecuencia debes estarlo a que se pierdan vidas de otra manera”. A pesar de sus críticas, Orwell reconoce la talla moral de Gandhi: “¡qué olor tan limpio consiguió dejar detrás de sí!”.
Los artículos de Opresión y resistencia no han perdido vigencia. El nacionalismo y el fanatismo religioso han regresado. En Europa y Estados Unidos, el populismo ultraconservador no deja de ganar adeptos. El antisemitismo se ha debilitado, pero no ha desaparecido el odio racial, ahora desplazado a los inmigrantes musulmanes. El comunismo se ha convertido en una fuerza residual, pero la crisis de 2008 le proporcionó oxígeno, rescatando ese aliento utópico que hipnotizó a varias generaciones. El Leviatán a veces se esconde en las profundidades, pero puede volver a la superficie cuando las masas, abrumadas por la inseguridad y el miedo, suspiran por el amparo de un Estado fuerte y paternal. Vivir bajo la sombra de un dragón puede ser una grata experiencia para el que ha conocido la precariedad y la incertidumbre. Orwell descendió a las simas donde se oculta el Leviatán y pasó una temporada en su vientre, escrutando sus entrañas. Nos contó lo que vio y nos advirtió que nunca había que bajar la guardia. Leer sus artículos es una buena forma de mantenerse despierto y alerta. La libertad es una larga vigilia que se prolonga más allá del amanecer, pues el poder totalitario nunca renuncia a su ambición de esclavizar al ser humano.