David Lodge. Foto: Joel Kaplan
H. G. Wells fue un hombre de una fecundidad pasmosa. Publicó más de cien libros y se acostó “con más de cien mujeres”. ¿Quién lo dice? David Lodge (Londres, 1935). Algunas de sus creaciones, entre ellas los entretenidísimos clásicos de ciencia ficción La máquina del tiempo y La guerra de los mundos, son tan conocidas como cualquier obra en lengua inglesa. Otras, como la novela que lleva el lamentable título de El gran Bulpington, han desaparecido de la vista. Wells murió en 1946, cuando le faltaban pocas semanas para cumplir 80 años. Llevaba escribiendo sin parar desde antes de la Primera Guerra Mundial. Fue tan brillante en tantas formas y géneros, desde el crudo realismo obrero de La historia del señor Polly hasta su Breve historia del mundo, que resulta difícil definir qué clase de escritor era. Como observa Lodge -un agudo crítico literario-, “en la historia de la literatura hay órbitas excéntricas”. Al igual que Stevenson o Kipling, Wells fue la mejor expresión del escritor a sueldo, a menudo versado como nadie en temas poco convencionales. Wells, el ambicioso hijo de una pareja de tenderos, fue un autodidacta con una curiosidad intelectual asombrosa, además de ser “el hombre que inventó el futuro” y una especie de profeta. Lodge le atribuye el mérito de haber anticipado, entre otras cosas, los tanques (a los que el autor dio el sugestivo nombre de “blindados terrestres”), la guerra aérea, la bomba atómica e incluso internet. Defensor del gobierno mundial, creía también en la igualdad de las mujeres y en una distribución más justa de la tierra en manos privadas. Se podría pensar que Wells estaba en todas partes, o quizá concluir, como Lodge en esta inteligente y cautivadora novela, que fue “un hombre con atributos”. Lodge cita una definición de diccionario utilizándola como epígrafe: “Atributos. Sustantivo plural. 1. Capacidades o cualidades personales: un hombre con numerosos atributos. 2. abreviatura para partes íntimas”.
Wells era un hombre de baja estatura (1,65 metros) y voz chillona, pero, según Lodge, “mejor dotado” que el David de Miguel Ángel. En Buen trabajo y El mundo es un pañuelo, las divertidas comedias sobre la vida académica (ambas finalistas al premio Booker) que lo han hecho famoso, el autor de Un hombre con atributos hizo de los intelectuales malos en la cama algo así como una especialidad. Su anterior incursión en la ficción biográfica titulada ¡El autor, el autor!, trataba de Henry James, quien, por lo visto, en la cama no hacía mucho más que dormir. H. G. Wells ofrece a Lodge un campo mucho más vasto. Igual que otros miembros de su utópica generación -como la exuberantemente erótica fauna de Bloomsbury-, Wells era partidario del amor libre y la relación abierta, sobre todo después de que sus dos matrimonios resultasen tibios en el terreno sexual. Consideraba el sexo un pasatiempo prosaico, “como el tenis o el bádminton”. Lodge, sin embargo, muestra una curiosa reserva con respecto a cómo jugaba exactamente el juego su protagonista. Nos habla de “coitos vigorosos y alborozados” y de “cópulas rústicas en las laderas de las colinas”, y nos informa someramente de los inconsistentes métodos anticonceptivos que empleaba (“Siempre utilizaba condones cuando la prudencia lo dictaba”, afirma Wells). Algunas frases sueltas hacen alusión a interesantes complicaciones (“Seguía atrapada en la curiosa relación triangular con Grad, su casto enamorado, y Verónica, su compañera de piso, ardiente y bisexual”). El mismo Wells llevaba un registro de sus aventuras amorosas, que permaneció discretamente inédito hasta 1984. Ahora bien, si la documentación queda incompleta, ¿para qué sirven los novelistas? La escritora Dorothy Richardson (otra de las amantes de Wells) se quejaba en una ocasión de que las mujeres de las novelas de este parecían derivadas de “un espécimen sacado de algún museo de biología de sus días de estudiante”. Al igual que Wells, Lodge elabora sus mujeres desde el exterior. Una de ellas tiene “una masa de denso cabello rizado y negro”, mientras que, tres páginas más adelante, otra posee un “mentón alargado y una masa de cabello”. Jane, la muy sufrida e indulgente segunda mujer del escritor, sigue siendo un enigma. Tolerante con los amoríos de su marido, dirigió su carrera, le mecanografió los manuscritos, organizó los jolgorios en sus sucesivas casas, y al final murió mansamente de cáncer. “En toda esta historia”, le dijo una vez un amigo a Wells, “parece que la persona interesante de verdad es tu mujer”. Puede que sea así, pero nuestro interés no queda satisfecho. Hasta que Rebecca West, novelista de talento y genial periodista, no entra en el relato, no tenemos la sensación de encontrarnos ante un personaje equiparable a Wells. Formada como actriz y activa en los círculos feministas, había tomado su seudónimo de una peligrosa heroína de Ibsen. Llamó por primera vez la atención de Wells cuando destrozó uno de sus libros, una novela mojigata titulada Matrimonio. Wells, afirmaba, no era ni mucho menos el profeta de la liberación sexual que pretendía ser sino “la solterona de los novelistas”, y la “obsesión por el sexo” de sus libros “era grumosa... como una bechamel fría”, revelando “una mente que llevaba demasiado tiempo absorta en los zepelines”. Cuando West hizo público que estaba embarazada de Wells, la mente absorta en los zepelines se estrelló contra el suelo. Cuando escribe sobre la tormentosa relación entre Wells y West, Lodge se atiene a los hechos biográficos conocidos, al igual que en el resto de la novela. “Casi todo lo que sucede en este relato”, asegura al lector, “está basado en fuentes fácticas”. Sin embargo, de vez en cuando la narración en tercera persona es interrumpida por animadas conversaciones entre el Wells que envejece y contempla retrospectivamente su vida desde su residencia de Londres hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, y una inquisitiva “segunda voz” que quizá sea Lodge, o tal vez un sustituto del lector escéptico. “¿No reconoces que tu donjuanismo tenía algo de compulsivo?”, pregunta el interlocutor. “Lo que pasaba era que disfrutaba con el sexo”, responde Wells a la defensiva. Estos experimentos narrativos hacen que uno se pregunte qué posición ocupa Lodge en el contraste, sacado a colación varias veces en Un hombre con atributos, entre la concepción de Henry James de la novela como una creación estética, y la idea más “instrumental” de la ficción que tiene Wells, que la ve como una manera de mejorar la sociedad. En su novela satírica Boon, Wells acribilla con crueldad la ficción de James comparándola con “una iglesia iluminada pero sin fieles”. La noble respuesta de James, sin embargo, ofrece un argumento más duradero a favor del sentido último de la novela. “Es el arte lo que da vida, da interés, da importancia... y no conozco ningún sustituto de la fuerza y la belleza de su proceso”. © New York Times Book ReviewEn esta inteligente y cautivadora novela, David Lodge atribuye a H. G. Wells el mérito de haber anticipado la bomba atómica e internet