El periodismo suele considerarse un género menor, pero lo cierto es que un buen escritor puede convertir un artículo en una obra maestra. Es el caso de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), que ha firmado magníficas piezas sobre infinidad de temas, mostrando la misma lucidez al hablar de Azorín, Nelson Mandela, una momia inca o el cine de Buñuel. El fuego de la imaginación, primera entrega de su obra periodística completa, recoge artículos, notas y pequeños ensayos dedicados a la literatura, el teatro, el cine, el arte y la arquitectura.
El volumen está dividido en seis secciones, que agrupan los textos por temas y no por orden cronológico. La primera es quizá el fundamento de las restantes, pues especula sobre la creación literaria y la función del escritor. Vargas Llosa señala que el escritor es “el eterno aguafiestas”, ya que la literatura no es simple entretenimiento, sino “fuego, inconformismo, rebelión”. Un escritor acomodaticio y sumiso es una incongruencia, casi una perversión. “La razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica”.
Con los años, Vargas Llosa ha cambiado de perspectiva ideológica, transitando del marxismo al liberalismo, lo cual le ha costado muchas críticas, pero conserva la insatisfacción que siempre ha movido su pluma. Su inquietud no afecta solo al orden político y social, sino que adquiere su dimensión más profunda en el campo de la ontología. Al igual que Faulkner o Joyce, el Nobel peruano anhela trascender los límites del ser y, tras descartar la experiencia mística, no percibe otro camino que los prodigios de la imaginación.
La imaginación inventa mundos, pulveriza barreras, rebasa lo puramente fáctico. Los grandes novelistas son demiurgos que usurpan el poder creador de los dioses. A veces alumbran territorios imaginarios, como García Márquez o Juan Rulfo, artífices de Macondo y Comala. Otras, deforman los hechos para llegar hasta sus entrañas, como el propio Vargas Llosa en La ciudad y los perros o La tía Julia y el escribidor.
No es posible escribir sin ejercer violencia sobre el lenguaje y sobre uno mismo. Los grandes estilistas como Nabokov, Céline o Faulkner obligan al lenguaje a realizar contorsiones, pero, además, saquean su intimidad con la ferocidad de una horda de bárbaros. Vargas Llosa no cree en la teoría freudiana de la sublimación, pero sí percibe la mente como un caldero en ebullición donde las obsesiones piden la palabra.
Vargas Llosa se revela como un extraordinario crítico literario. No es menos sagaz como espectador cinematográfico o teatral
Escribir es una forma de exorcismo. La ficción protege a la realidad, creando un paisaje donde pululan libremente los demonios interiores. La anomalía del hecho literario no se extingue ahí. La literatura es el único dominio donde la verdad se enuncia mediante mentiras. Su ética no consiste en ser fiel a los acontecimientos, sino en crear eficazmente una ilusión. A un autor solo cabe exigirle maestría formal, competencia. Su orbe puede ser fantástico, pero ha de ser creíble en su contexto.
Sabemos que la levitación es imposible, pero en Cien años de soledad parece perfectamente normal. Curiosamente, la novela, que nos pide cierta credulidad, brota del escepticismo. Vargas Llosa recuerda que el Santo Oficio prohibió la novela en América Latina, alegando que podría pervertir el alma de los indios. Es un pobre argumento, pues la mayoría de los nativos eran analfabetos. Solo las mentes con la capacidad de comprender y disfrutar de un texto pueden llegar a extraviarse, como les sucede a Alonso Quijano y Emma Bovary, enfermos de ficción. La Inquisición advirtió que la novela es la expresión de una crisis. Manifiesta duda, incertidumbre, desgarro, anhelo de libertad. De ahí que la temiera y la prohibiera.
El dogmatismo no es un rasgo exclusivamente religioso. Vargas Llosa comenta el escándalo que provocó Todas putas, el libro de cuentos de Hernán Migoya, donde un violador pedía algo de respeto, sin exteriorizar arrepentimiento. La literatura es amoral. No pretende aleccionar y, si lo intenta, pierde su valor estético. Bataille y Sade plasmaron aberraciones que serían inaceptables en la vida real, pero que en la ficción desempeñan un papel catártico.
Apasionado defensor de la libertad, Vargas Llosa reivindica a figuras como Céline, William Burroughs y Drieu La Rochelle, pero eso no significa que los exima de responsabilidad moral. Bagatelas para una masacre de Céline, es una obra abominable y los panfletos nazis de Drieu La Rochelle no merecen otra consideración. Absolver sus obras literarias, no significa exonerar sus actos.
En sus artículos sobre Borges, Lezama Lima, Brecht, Tirant lo Blanch o García Márquez, Vargas Llosa se revela como un extraordinario crítico literario. No es menos sagaz como espectador cinematográfico o teatral. O como crítico de arte. No quisiera dejar de destacar otras dos de sus grandes cualidades: sus dotes de seductor y su sentido del humor. Es imposible aburrirse con su prosa. Lejos del academicismo, ágil y siempre vibrante, posee la misma capacidad de hipnotizar al lector que una buena película de Hitchcock o John Ford. “Caca de elefante”, una finísima crítica de las extravagancias del arte moderno, produce el mismo regocijo que un golpe de ingenio de Billy Wilder.
En el artículo dedicado a Azorín, Vargas Llosa apunta que el levantino “hizo prodigios” con cuatro o cinco cuartillas. No me parece una hipérbole afirmar lo mismo de sus artículos. El fuego de la imaginación es un riquísimo mosaico que aglutina luminosas reflexiones sobre las distintas manifestaciones de la literatura y el arte. No es solo una recopilación, sino una autobiografía espiritual. Narra la ambición de un escritor desde sus inicios hasta su madurez, con toda su peripecia de fervores y desengaños.
Vargas Llosa ya no es un “sartrecillo” valiente, sino un espíritu templado que desconfía de los absolutos y conserva su fe en el poder de la imaginación para aliviar las cuitas del ser humano.