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El catolicismo de José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976) siempre ha producido desconcierto, particularmente cuando se lee el capítulo octavo de Paradiso (1966), que se caracteriza por un encendido erotismo. Lezama Lima no comprendió que los apologistas oficiales del credo romano repudiaran y condenaran su libro, pues concibió su novela como “un auto sacramental”. Lezama Lima no es un católico ortodoxo, sino un católico impregnado de orfismo con una espiritualidad concertada con las enseñanzas del Evangelio, especialmente con la buena nueva de San Juan, donde se identifica el origen del ser con el Verbo, la Palabra. La Palabra no es una herramienta al servicio de la comunicación, sino una forma de trascendencia, que explica la aparición del cosmos y el misterio de la eternidad o, lo que es lo mismo, la resurrección: “Hay que creer –escribe Lezama Lima- con verdadera sustancia paulina, hay que empezar por la resurrección. El diablo sólo cree en la muerte, en la no creencia” (Carta a su hermana Eloísa, 1964). Dios siempre se expresa de una forma simbólica y elusiva. La interpretación, lejos de ser una invención académica o filológica, es el cauce mediante el que se comunican lo profano y lo sagrado, la contingencia y la permanencia. Si el catolicismo se reduce al dogma, a las prosaicas enseñanzas del catecismo, pierde su carácter ecuménico, polisémico y ubicuo.
La Biblia es una Revelación porque su mensaje no es claro e indubitable, sino oscuro y ambiguo. Lo divino siempre ha rehuido la claridad, no por capricho, sino porque el conocimiento de lo sagrado sólo es posible mediante un esfuerzo hermenéutico. Dios no es una evidencia inmediata. Dios es el que viene, el que espera, el que se dice enigmáticamente. Sólo una razón poética puede acercarnos al prodigio de la fe, que se rebela contra la evidencia. Dios se expresa con signos, no con hechos contrastados. Al igual que San Agustín, Lezama Lima cree que el acceso a lo superior se produce mediante la experiencia interior, pero al mismo tiempo sostiene que lo exterior compone una gramática cuyo significado último sólo puede ser comprendido desde la perspectiva del saber teológico. Ese planteamiento inspira los cuentos de Lezama Lima, seis piezas escasamente conocidas que pueden leerse –o, mejor aún, escucharse- como los movimientos de una sinfonía.
En España, los relatos aparecieron publicados con el título El juego de las decapitaciones (Barcelona, Montesinos, 1982), con un preclaro prólogo de José Ángel Valente, según el cual “el pulpo es el animal heráldico de Lezama Lima”. No es un símil alumbrado por el ingenio de Valente, sino una intuición del escritor cubano, que exaltó “la sabiduría total y cóncava del pulpo”. “Animal primordial, señor del fondo”, el pulpo extiende sus brazos para reunir lo disperso en un centro solar e imantado. El pulpo convierte lo fragmentario en un orbe rebosante de sentido. A semejanza del octópodo que ha inspirado tantas fantasías mitológicas, Lezama Lima atrapa al lector con la fuerza de un remolino, obligándole a hundirse en sus aguas. Como advierte Valente, no se entra, sino que “se cae” en su literatura por “inmersión total”. No es posible una lectura distanciada, pues se trata de una literatura que convoca la atención y exacerba la sensibilidad, exigiendo una entrega absoluta, sin reservas. Es una literatura carnal, que muestra simultáneamente su forma y su proceso de creación. No es extraño que Lezama Lima también establezca una relación filial con la araña, que “segrega su tela, igual que los poetas, para crearse su espacio”. Estas metáforas no son adventicias, sino matriciales, fundacionales. Para el escritor cubano, la metáfora es la llave del universo, el hilo que neutraliza las fuerzas centrífugas del ser. La literatura se dilata, pero siempre necesita una referencia. Sucede lo mismo con el cosmos. Si la propagación de la materia no es contrarrestada mediante un fuerza incondicionada (esto es, Dios), el desorden acaba imperando y la trama que sostiene el ser se rompe irremediablemente.
Lezama no busca la coherencia, sino lo maravilloso. Por eso, sus cuentos repudian la claridad cartesiana, que establece el primado del yo sobre la existencia. Lezama piensa que la existencia precede al yo y lo hace como Palabra. El yo se limita a transmutarla en poesía. Sus relatos pueden parecer caóticos, pero no es el caos de lo absurdo, sino de lo onírico, del sueño, fuente inagotable de metáforas insólitas, que transforman lo imposible en posibilidad fecunda. En “Fugados”, la anécdota es insignificante: dos adolescentes deciden no acudir a la escuela para realizar una excursión al mar. Al parecer, habían quedado con otro compañero para ir al cine, pero la lluvia, la brisa y las algas se conjuntan para capturarlos y llevarlos a la costa. Desde el principio, Lezama Lima subvierte las leyes de la lógica y el mundo físico, alterando el funcionamiento ordinario de los sentidos: “No era un aire desligado, no se nadaba en el aire. Nos olvidábamos del límite de su color, hasta parecer arena indivisible que la respiración trabajosamente dejaba pasar”. Lezama Lima no ha olvidado la lección del Modernismo, que atribuye a la sinestesia una comprensión más profunda de la realidad. Sabemos que no es posible nadar en el aire, que el aire no tiene color, que la arena es divisible, pero advertimos que hay más verdad en esas afirmaciones que en las leyes de la biología. La fusión de dos dominios sensoriales nos permite atisbar una trascendencia insospechada. Intuimos la existencia de lo absolutamente otro, de una alteridad que dilata los límites del ser, mostrando la tensión permanente entre la identidad y la diferencia. La sinestesia nos permite contemplar el ser como “una cantidad hechizada”.
Lezama Lima emplea su estilo neobarroco para hablar sobre el hombre, el espacio, el tiempo, la música, la percepción y otros temas, casi siempre escondidos en sus malabarismos verbales, que revitalizan el idioma y nos recuerdan la riqueza del castellano, a fin de cuentas la lengua de Góngora, Quevedo y Gracián, pródigos en metáforas y hazañas estilísticas. Luis Keeler y Armando Sotomayor, los protagonistas del relato, se cruzan con “hombres iguales […] durante muchos días y en muchos cuerpos distintos”. Si sólo atendemos a la razón, la diferencia es inviable. La razón sólo produce identidad, rutina, redundancia. La humanidad no es diversa por diferencias puramente formales, sino por diferencias esenciales que pasan desapercibidas. Sólo la razón poética advierte que cuerpos distintos pueden ser tristemente iguales. Sólo la razón poética, que ha guiado a creadores y pensadores tan deslumbrantes como Heidegger, Paul Celan y María Zambrano, puede apreciar en la lluvia “una tonalidad verde cansada” o descubrir que una idea puede salvar un obstáculo, saltando “al mar para borrarse a sí misma”. Los ojos de Armando captan en una pared “una esfumada cartografía sideral”. Una gota absorbida por la tierra pega un grito antes de desaparecer. Luis y Armando no intercambian palabras, sino miradas, y esas miradas son un lenguaje que “se imagina muy espesa la atmósfera lunar”.
La síntesis de platonismo y aristotelismo que proporcionó argumentos a la teología cristiana se halla presente en el peculiar y heterodoxo catolicismo de Lezama Lima. Un catolicismo que se impregna de surrealismo para completar la subversión de lo real mediante paradojas, antinomias y paralogismos. Cuando escribe que “una paloma muere al chocar con la columna de humo de un cigarro”, surge la tentación de pensar en el Espíritu Santo, que fracasa al luchar con Satanás, “el príncipe de este mundo” (Juan 12:31). La única forma de contrarrestar el mal es imprimir a la mirada un papel creador: “El paisaje estrenaba una apariencia distinta frente al estilo o la manera distinta de las miradas”. El hombre coopera con Dios en la creación del mundo, pues es un orfebre del idioma con un estilo, una voz. Y el estilo no es un artificio, sino una compleja visión de las cosas, que recrea lo creado, revelando su esencia. El cosmos no es un lugar mudo, sino un “espacio rítmico”, donde el silencio sólo es una nota más. Los niños fugados se transmutan en “archipiélagos húmedos”, gracias al estilo de Lezama Lima, que logra infundir a las manecillas de un reloj la fuerza necesaria para desplazar a un barco. O convertir los oídos en “una bahía algodonosa”.
El catolicismo de Lezama Lima no repudia el paganismo, pues entiende que lo sagrado es una revelación sucesiva, un milagro que se prolonga indefinidamente, engendrando sin tregua verdad, belleza y misterio. El océano tiembla con un “verde de luna aplustre”. Luis vislumbra “el verdor de juncos enlunados”. Se llamaba aplustre a un adorno situado en la popa de las naves romanas. Muchas veces se colocaba este adorno en el frontis, el friso y las entradas de los templos consagrados a Neptuno. Lezama Lima combina la mitología cristiana con la griega y romana, insinuando que todo está lleno de dioses, de maravillas, como la posibilidad de “enlunar” un junco, de fundir en una imagen dos objetos aparentemente incompatibles. ¿Por qué no apreciamos estos portentos? ¿Por qué todo nos parece plano, trivial y unidimensional? Por “la obligación con el nombre”, por la “esclavitud a la línea y el punto”. El principio de identidad y las reglas de las sintaxis nos impiden ver más allá de lo empírico. Seguimos atrapados en la cueva platónica, aturdidos por una sucesión de imágenes fraudulentas y deformes. Ese paisaje es la obra del demonio, que achata el mundo hasta transformarlo en un yermo. Lo sagrado, en cambio, desprende exuberancia y no conoce límites: “pájaros nevados”, una “grulla, ave blanda, […] absorbida por el asfalto”, “ola que definitivamente se marmolizó”, “dos manos viajeras que deciden desembarcar a la misma hora”, “una gaviota [escondida] en un punto geométrico”, respuestas como madreselvas, una docena de guerreros romanos flotando en el centro de una pecera, remolinos somnolientos.
El final del relato narra el “absolutismo” de un alga que decide diferenciarse de las nubes y los recuerdos. El alga se desangra, pues el precio de su autonomía es la caducidad inherente al principio de individuación. Luis Keeler nota que “la noche le empapaba las entrañas, creciendo como un árbol que sacude la tinta de sus ramas”. Algunos observarán que el cuento es un galimatías sin pies ni cabeza, casi un monstruo digno de figurar en un bestiario medieval, y no se equivocan, pues Lezama Lima, que siempre escribe desde una perspectiva religiosa, órfica-católica, no pretende urdir una historia, sino contener el flujo del ser con la Palabra, con el Logos. Y la Palabra crea, produce vida, pero no puede controlar su abundancia, que inevitablemente engendra aberraciones, quimeras, delirios, mitos y ensueños. La literatura no alcanza la cima de lo poético hasta que se alía con la teratología. Cristo es el centro que irradia vida, pero su Luz no puede espantar el poder de las tinieblas, al menos en este mundo, donde lo incondicionado sucumbe a las servidumbres de la materia. El catolicismo de Lezama Lima es, por utilizar una expresión de Valente, “esa sobrecausalidad” que sólo podemos percibir oblicuamente.
En una de las cartas a su hermana, Eloísa Lezama Lima de Álvarez, el escritor cubano afirma: “La realidad y la irrealidad están tan entrelazadas que apenas distingo lo sucedido, el suceso actual y las infinitas posibilidades del suceder”. “Fugados” es el perfecto umbral de una experiencia con seis estancias o moradas que muestran las infinitas posibilidades del ser, su incansable feracidad, reuniendo pasado, presente y futuro en un éxtasis lingüístico que resuena como una obertura. Órfico-católico, Lezama Lima nos inicia en una forma de conocimiento que desmonta la falsa piedad del que se ha dejado matar por la letra, atribuyéndole un sentido presuntamente inmutable. El católico sabe que la verdad nunca es un dato de experiencia, sino el producto de una larga exégesis. María Zambrano, con una visión semejante del lenguaje y lo divino, describió con precisión el objetivo último de la obra de Lezama Lima: “Árbol único que plantado en el campo donde lo único florece, […] trae con su presencia la presencia de los árboles únicos, de los animales únicos, de los seres únicos que se nos hayan ido dando a ver y aún la de algunos que sólo nos habían rozado con su clara sombra”. (“Hombre verdadero: José Lezama Lima”, Poesie, 2, 1977, pp. 26-28). Dicho de otro modo, la literatura de Lezama Lima –cuento, poesía, novela- debe entenderse como “una misión de claridad”, sin olvidar que la luz nunca se haría visible sin su contrario, la ardiente oscuridad.