'Escritores españoles en París', fascinados por la ciudad de la bohemia
El escritor y periodista José Esteban reúne en un libro numerosas anécdotas de creadores que, en algún momento de su vida, pasaron por la capital francesa
10 julio, 2022 02:02“Para comprender bien París hay que beberse una botella de champagne”. Es la frase de Julio Camba que sintetiza la perspectiva que tuvieron los creadores españoles a lo largo de sus visitas, fascinados por la coquetería, el lujo y el aura cultural y cosmopolita que la ciudad del Sena desprendía. Sobre esta motivación se asienta el nuevo libro de José Esteban (Sigüenza, 1935), estructurado en una selección de autores que, dispuestos cronológicamente según su fecha de nacimiento, desvelan los entresijos de la capital europea de la bohemia.
“No existe casi ningún escritor español que no haya dejado escritas sus impresiones de París”, asegura el autor en el prólogo que precede a las semblanzas, preñadas de extensos fragmentos incluidos en obras donde los autores hablaron de París durante algún momento de sus trayectorias.
Escritores españoles en París (Reino de Cordelia) nos sumerge en el universo de aquella ciudad idealizada en torno al bulevar de Montmartre, la bohemia de las tabernas en Montparnasse donde concurrían los artistas, los cabarets, los escaparates de moda y los mercados, “el vientre de París” según las palabras de Émile Zola. Anhelada por escritores, periodistas, políticos, pintores y hasta copleros como Luis de Tapia, fue también refugio para el exilio político durante los siglos XIX y XX, si bien los que acudieron se ocuparon de revelar el carácter de los franceses y la idiosincrasia de la ciudad.
El primero de los referenciados en este libro, Ignacio de Luzán, que visita París el 12 de abril de 1747 como secretario de la embajada, habla de “la delicadeza y el buen gusto”, mientras que para Mesonero Romanos “la visita a París es tan necesaria como para los musulmanes la peregrinación a la Meca”. El Curioso Parlante destacó, entre otras excelencias, las virtudes de la cocina francesa y Modesto Lafuente hablaba de un “egoísmo refinado”. Mariano José de Larra comparece en París por primera vez acompañando a su padre al exilio en 1813.
El hijo del anfitrión que les introduce en la ciudad es nada menos que Victor Hugo, con quien Larra estableció una enriquecedora amistad, aunque el seudónimo Fígaro lo toma de la archiconocida obra de Beaumarchais. Fue en la Atenas del mundo moderno, como se la conoció entonces, donde Benito Pérez Galdós desarrolló su mayor capacidad literaria: la observación. Con la compañía de un plano y un tomo con las obras de Honoré de Balzac, primer libro que compró, no había agotado su primera semana y “ya conocía la capital de Francia como conocía la de España”, asegura Esteban.
Una forma de vida
“París no es una ciudad, sino una manera de vivir y entender la vida”, diría Max Aub durante su estancia con motivo de la Exposición Internacional en 1937. Nombrado comisario adjunto de la delegación española con José Bergamín, fue quien encargó a Picasso el mural que terminó convirtiéndose en el Guernica por un precio de 150.000 francos. Aunque fue una frase pronunciada muchos años después, esa idea de ciudad como forma de vida es la que asumieron los escritores Alejandro Sawa y Enrique Gómez Carrillo.
Bohemios por excelencia en lengua castellana del “centro espiritual de Europa”, tal y como la definió Leopoldo Alas Clarín, el español y el guatemalteco fueron determinantes en la integración de los autores hispanoamericanos. Se convirtieron en los grandes anfitriones. Gómez Carrillo trabajaba en la casa editora Garnier, que preparaba la publicación de un Diccionario Enciclopédico de la lengua castellana. En aquella editorial encontraron oficio muchos escritores españoles gracias al guatemalteco, que recibió a Rubén Darío en su piso de Montmartre y lo llevó a la tertulia del café François I, donde conoció a Verlaine en un patético estado de ebriedad.
Tuvo que ser en “una ciudad construida con los materiales de la literatura”, como acertó a decir el poeta Lorenzo Varela, donde también se conocieron Pío Baroja y los hermanos Machado. En alguno de los días que pasearon por las librerías de viejo de los malecones del río Sena o visitaron La tasca de Echegaray, punto de encuentro para los artistas españoles donde acudía La Argentinita, Gómez Carrillo les presentó a Oscar Wilde.
Manuel Machado escribió en París Alma, su libro fundacional, y emprendió el gusto por el ajenjo, “la bebida de los simbolistas”, dice Esteban. Por su parte, su hermano Antonio tuvo que regresar apresuradamente cuando unos vómitos de sangre revelaron la tuberculosis de su esposa Leonor, viéndose obligado a pedir dinero a Rubén Darío para costear el viaje de vuelta a Soria.
Víctimas de París
La Ciudad Luminosa, según la denominación de Galdós, también presentaba claroscuros. Abandonada al mito de su elitismo, para el pintor Federico Madrazo no fue más que un pueblo frío e indiferente. “Los escritores franceses se consideran por encima de nosotros”, escribió Baroja, y es que a finales del siglo XIX los españoles no gozaban de la consideración de antaño. El Desastre de 1898, con la pérdida de Cuba y Filipinas, nos abocó al desprestigio. Quizás como muestra de rebeldía, Valle-Inclán solo se expresaba en español. Por cierto, que el autor de Luces de bohemia fue confundido con el general Gouraud, manco, barbudo y famoso por su heroicidad en la primera Guerra Mundial.
“¿Qué puede echarse de menos en esta hora magnífica desde este gran balcón del mundo?”, preguntó a Miguel de Unamuno el narrador Vicente Blasco Ibáñez, exultante a su llegada tras recorrer el planeta. “¡Gredos!”, se le ocurrió decir al vasco, que escribe poco durante su estancia en la ciudad del Louvre, y cuando lo hace “la pluma se hace violenta, soberbia”, según apuntaría Ramón Gómez de la Serna. Julio Camba, con su habitual retranca, resume el sentimiento de muchos como Unamuno en esta frase: “He conocido en París a muchos extranjeros que vivían muy mal […], pero que siempre estaban contentos porque vivían en París”.
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César Vallejo murió en la ciudad del Sena un día de lluvia, tal y como vaticinó en su poema: “Me moriré en París con aguacero”. Parecía estar respondiendo a la pregunta que formulara décadas antes Emilia Pardo Bazán, la condesa que anduvo por la ciudad “sola y libre, segura de ser respetada” como mujer: “¿Y qué sería del rumor del mundo el día que tú ¡oh París! enmudecieras?”.