En la esquina de Wilhelmstrasse con Mohrenstrasse, por donde camina Paloma Sánchez-Garnica señalando la ubicación aproximada del estudio abuhardillado de techos inclinados con ventanas en forma de mansardas en el que asentó a Yuri Santacruz, el protagonista de Últimos días en Berlín (finalista del pasado Premio Planeta), brillan los neones de un gigantesco restaurante de comida china. Peking Ente. "Pato Pekín", traduce Andrés, el guía.
Pero en Berlín, tan plana que es el hábitat favorito de los maratonianos, de avenidas anchas, inmensas, y bloques de fachadas modernas y monolíticas, la historia no está a la vista, sino que se respira, se evoca. Delante del Peking Ente hay un cartel que explica que en ese punto exacto, donde ahora sirven el plato estrella chino con cebolletas y cilantro, se terminó en enero de 1939 la nueva Cancillería del Tercer Reich, diseñada por Albert Speer y donde Adolf Hitler tuvo su despacho.
No quedan en la actualidad vestigios a la vista de ese monumental edificio concebido como símbolo del poder y la supuesta grandeza de la Alemania nazi —Wilhelmstrasse, de hecho, fue la arteria gubernamental de la ciudad—, ni tampoco del búnker donde se suicidó el führer, ahora un parking sin asfaltar. Y entre ambos espacios aparece otro memorial —hay unos 2.500 por toda la capital—, dedicado a George Elser, el carpintero al que trece minutos separaron de cambiar la historia.
La bomba que Elser programó para que estallase en el 8 de noviembre de 1939 en una cervecería de Múnich lo hizo en tiempo y forma, pero Hitler y el resto de líderes nazis, que conmemoraban el fallido putsh de 1923, ya no estaban allí. El obrero fue detenido cuando trataba de escapar a Suiza y, tras ser interrogado por la Gestapo, acabó internado en el campo de concentración de Sachsenhausen, en un bloque especial en forma de T con celdas individuales y todo tipo de mecanismos de tortura.
"Estoy pensando en la cantidad de gente que hizo este camino, dirigiéndose a un destino incierto y trágico, en condiciones penosas", dice Sánchez-Garnica, ya subida al autobús hacia el complejo que acogió el epicentro administrativo de la maquinaria de exterminio nazi. Uno de ellos fue el socialista español Largo Caballero, expresidente del Gobierno republicano, como recuerda una foto en uno de los murales expositivos. Él sobrevivió, pero no decenas de miles de judíos, prisioneros soviéticos u opositores políticos ejecutados con un tiro en la nuca, gaseados con Zyklon B en un minúsculo cuarto o de las formas más escalofriantes e inimaginables.
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Mentalidad soviética
El embrión de Últimos días en Berlín, que va ya por la novena edición y cerca de 400.000 ejemplares vendidos, estaba en dar respuesta a una pregunta que desconcertaba a la autora madrileña, más todavía a raíz del auge de los populismos en el mundo actual: cómo los nazis pudieron hechizar al pueblo alemán y alcanzar al poder.
"Creo que la literatura es un instrumento extraordinario al alcance para entender el mundo en el que vivimos, la realidad que nos envuelve, de dónde venimos, lo que somos. Y además es un instrumento para formar una mentalidad crítica y libre", reflexiona Sánchez-Garnica, que también ambientó y presentó en Berlín La sospecha de Sofía. "Los ensayos nos muestran los grandes acontecimientos históricos. Pero la literatura y la ficción nos enseñan la intrahistoria, que es lo que decía Unamuno. Esas historias pequeñas, con minúscula, que son las que conforman a una sociedad. Y tenemos muchas posibilidades de aprender del pasado a través de ellas".
Para construir su premiada novela se ha empapado de lecturas como Las benévolas de Jonathan Littell, que radiografía la mentalidad de un oficial de las SS. Pero sobre todo literatura del otro lado, del bando comunista: los clásico Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn y Vida y destino de Vasili Grossman; los libros de Nadezhda Mandelstam o Svetlana Aleksiévich; La octava vida (para Brilka), de Nino Haratischwili... Y fue ahí cuando al escarbar en la idiosincrasia del nacionalsocialismo viró hacia la de los totalitarismos que empujaron al mundo al mayor grado de destrucción de siempre.
Sánchez-Garnica, a través de las personas de carne y hueso, reconstruye cómo el nazismo y el estalinismo aterrorizaron a sus respectivas sociedades para controlarlas y conseguir que calase un discurso del odio y derrotar así a los enemigos internos y externos. "Más que la ambientación, lo más difícil ha sido entender la mentalidad soviética. La alemana nos la han metido más en la cabeza, como que estamos más concienciados, pero el mundo soviético ha sido muy opaco", valora. "Es muy sencillo doblegar a sociedad vulnerable y frágil hacia un sistema autoritario porque aparecen enseguida los salvapatrias".
Al llegar al gran monumento soviético de Tiergarten, muy cerquita de la puerta de Brandenbrugo, que conmemora el triunfo en la II Guerra Mundial —según las cifras oficiales hay ahí una fosa común con los restos de dos mil soldados rusos que cayeron durante la conquista de Berlín— y que curiosamente quedó del lado occidental tras la construcción del Muro, la autora define a ambas ideologías como "dos caras de una misma moneda".
Entre los historiadores siempre ha sido una cuestión peliaguda equiparar las crímenes de Hitler y Stalin. "No hay equiparación en la muerte, cada muerte es la muerte de un ser humano", opina Sánchez-Garnica. "Pero el problema de esto es cómo se ha juzgado históricamente. El nazismo está denostado, a nadie con dos dedos de frente se le ocurre decir hoy que es nazi. Stalin dijo que a los vencedores nunca se les pide cuentas y es cierto: causó igual que Hitler un tormento a millones de personas con sus decisiones y sembró una muerte a una escala que desafía la imaginación. Sin embargo, no se le ha juzgado y casi ni se le ha criticado. Entonces creo que esa es la diferencia: ha habido mucha condescendencia con Rusia y con el tema del comunismo".
Vive el Berlín de hoy, el resultado de una ciudad destruida, dividida y reunificada, acosada por un nuevo tirano que amenaza con cortes de gas y erosionar su cautivador ambiente. Pero en la memoria de sus calles y sus edificios, de la gente anónima, como incide Paloma Sánchez-Garnica, están las lecciones para que los errores del pasado sean simplemente eso, pasado, una lección.