Adolf Hitler se voló la cabeza de un disparo el 30 de abril de 1945 en una sala de su búnker de Berlín. El cuerpo inerte del führer, y el de su mujer, Eva Braun, envenenada, fue hallado por su secretario personal, Martin Bormann, y su ayuda de cámara, Heinz Linge. Este último, siguiendo las instrucciones recibidas y con la ayuda de Otto Günsche, edecán del líder nazi, y tres hombres de las SS, envolvieron los cadáveres con mantas, los llevaron al jardín de la Cancillería Imperial y, ante la vista de Bormann, Joseph Goebbles, jefe de Propaganda del Tercer Reich, y dos generales, rociaron los cuerpos con gasolina y les prendieron fuego. A las seis de la tarde, los restos carbonizados se inhumaron en una fosa.
Unos días más tarde, los soviéticos descubrieron lo que quedaba de Hitler —parte de la mandíbula y dos puentes dentales— y su esposa, lo metieron en una caja de cigarros y se lo llevaron a un técnico que había trabajado para el dentista personal del führer, quien confirmó a través de los archivos que las piezas metálicas pertenecían al gran villano. Sin embargo, desde Moscú empezó a airearse una versión muy diferente: "Hitler no está muerto, sino que está escondido en alguna parte". Esas fueron las palabras que Stalin le transmitió en un encuentro privado a Harry Hopkins, legado estadounidense, el 26 de mayo.
El líder de la URSS había ordenado al comisario del pueblo Serguéi Kruglov y a un equipo de la policía secreta investigar las circunstancias del fallecimiento de su némesis. Los trabajos, con el nombre en clave de Operación Mito, se completaron en diciembre de 1949: un dosier de 413 páginas que incluía declaraciones de testigos de lo que ocurrió en el búnker. Pero como los resultados no encajaban con la versión oficial, se mantuvo oculto bajo siete llaves; hasta la caída del comunismo, ese informe nunca vio la luz.
¿Qué fue lo que empujó a Stalin a sembrar estas dudas? "Era una persona muy conspiranoica, con una mente sospechosa por naturaleza que se inventó conspiraciones para arrestar y ejecutar a miles y miles de personas. Creo que quería crear incertidumbre en Occidente y tener una razón de peso para continuar con la ocupación de Alemania, por si acaso Hitler volvía, como había hecho Napoleón después de su exilio", responde el prestigioso historiador británico Richard J. Evans. Así despegó una de las mayores teorías de la conspiración de la historia, la de que Hitler logró escapar con vida del búnker y se marchó a Argentina.
Evans (Woodford, Londres, 1947), célebre profesor de la Universidad de Cambridge y autor de una trilogía de referencia sobre la Alemania nazi, acaba de publicar un ensayo estupendo y demoledor, Hitler y las teorías de la conspiración (Crítica), en el que analiza toda la imaginación paranoide en torno a la figura del dictador alemán y el Tercer Reich. Un libro, con especial resonancia en el presente de la posverdad, que evidencia lo sencillo que resulta manipular los hechos y la necesidad de un trabajo de investigación minucioso por parte de los expertos para enterrar todo tipo de manipulación.
En concreto, Evans disecciona y derriba cinco teorías todavía vigentes en la actualidad. Además de la del búnker, las otras son la falsificación antisemita de Los protocolos de los sabios de Sion, que denunciaba un complot de los judíos para socavar la civilización; la leyenda de la puñalada por la espalda de socialistas y comunistas al Ejército alemán que explicaría la derrota de la Gran Guerra; el mito de que el incendio del Reichstag en 1933 fue una treta de los nazis para hacerse con el poder y el misterioso vuelo de Rudolf Hess a Gran Bretaña en 1941 para negociar la paz con el beneplácito del führer.
En una videollamada con este periódico, el historiador confiesa que el resurgir de esas rocambolescas historias, alentadas por Internet y el fenómeno de las fake news, fue lo que le empujó a esta investigación. "Probablemente, desde principios del siglo XXI se han publicado más libros que argumentan que Hitler escapó del búnker en 1945 que en las más de cinco décadas anteriores", reflexiona Evans. También cita la serie de televisión de veinticuatro capítulos Persiguiendo a Hitler, que trata de buscar pruebas sobre la vida del caudillo nazi en Sudamérica tras la guerra. "No hace falta decir que no encuentra ninguna: todo es suposición, conjetura, insinuación e invención", zanja el también autor de La lucha por el poder. Europa 1815-1914.
Una diversión histórica
Uno de los temas que vertebran la obra es la carencia de escrúpulos de los conspiranoicos para falsificar pruebas o justificar la falta de documentación y de testimonios diciendo que han sido misteriosamente eliminados o incluso asesinados. Este fenómeno, una paradoja, se observa con nitidez en los capítulos dedicados al incendio del Parlamento alemán —en realidad fue obra de un único pirómano, el izquierdista neerlandés Marinus van der Lubbe— y a la repentina huida de Hess, segundo del Partido Nazi, a Escocia —también lo hizo motu proprio y por su única iniciativa, fantaseando con poder seducir al "sector pacifista" británico con una "oferta de paz" que concluyese la guerra en el frente occidental—.
"Una creencia común entre los teóricos de la conspiración es que una sola persona no puede provocar un gran evento, sino que debe causarlo una conspiración. Es decir, los que se benefician de ello. Ese el argumento del cui bono", explica Sir Richard J. Evans. El historiador, además, denuncia el hostigamiento de este grupo de pseudoinvestigadores hacia sus colegas de profesión: "Los conspiranoicos dicen que solo ellos saben la verdad y eso es un insulto para nosotros, que nos dedicamos a investigar y descubrir la verdad sobre el pasado, comprenderlo e interpretarlo. Es muy preocupante porque no podemos hacer políticas o construir un futuro a menos que sea sobre una base sólida de verdad y hechos establecidos".
—¿Encuentra algún nexo entre las teorías de la conspiración y la politización de la historia?
—No realmente. Creo que la historia siempre es, hasta cierto punto, política. Un postulado político, el que sea, puede guiar nuestra investigación, pero luego tenemos que asegurarnos que sea minuciosa y lidiar con cualquier descubrimiento que no respalde nuestra teoría, nunca eliminarlo. Curiosamente, por eso los libros de historia tienen notas: para que la gente pueda comprobar lo que dices y ver si estás equivocado. El problema es que algunas personas, como los conspiranoicos, no trabajan así, solo buscan pruebas que respalden sus puntos de vista o se las inventan directamente.
Richard J. Evans, que considera que estas teorías seguirán deambulando en el futuro, despide la charla con una magnífica clase de buena praxis histórica: "Un historiador tiene que leer los documentos de forma crítica, ir tan lejos como pueda en la búsqueda de documentos contemporáneos de los hechos, ser más desconfiado de las memorias y hacer pruebas con todo ello, enfrentándolos entre sí tratando de llegar a la verdad. ¿Son internamente consistentes? ¿Concuerdan con lo que sabemos de otros documentos? ¿Cuáles son los motivos de la fuente? Es un trabajo difícil, muy difícil, pero también divertido".