Mary Beard y más de dos milenios culto al poder
Ofrecemos un fragmento de 'Doce césares', en el que la rompedora historiadora aborda un vibrante y exhaustivo recorrido por cómo la representación del poder en Occidente desde Roma hasta hoy
27 octubre, 2021 14:40Los emperadores ahora
Hoy en día nadie se dirige directamente a los bustos de los emperadores romanos cuando visita los Uffizi o cualquier otro museo. Y, aunque seguimos debatiendo cómo hay que representar las figuras del pasado —¿qué más da si se representa el Julio César de Shakespeare con togas, jubón y medias o con el uniforme de algún dictador moderno?—, vestir con atuendo romano una estatua retrato contemporánea resultaría más que ridículo. La vestimenta de la antigua Roma ya no se interpreta, como en el caso de Joshua Reynolds, como un indicador intemporal, sino más bien como un disfraz; ya no pertenece al mundo de la escultura conmemorativa, sino al de las fiestas de togas.
Las imágenes de los emperadores todavía nos rodean, en anuncios, periódicos y caricaturas, pero, podríamos decir, reducidas a abreviaturas banales cuyo alcance ha quedado restringido a unos pocos clichés comunes. Nerón y su «lira» es sin duda el más corriente y más fácilmente reconocible, pero hoy en día no es tanto una meditación sobre el poder, sino un símbolo listo para usar, desplegado para criticar a cualquier político que no esté centrado en los problemas reales del momento. Estos clichés no difieren tanto de las bobadas periodísticas que llenan largas columnas vacías con especulaciones sobre qué emperador romano se parece más a un determinado presidente de Estados Unidos o a un primer ministro del Reino Unido. Mi respuesta, cuando me consultan en este sentido, suele ser «Heliogábalo», aunque solo sea para incomodar al entrevistador con un emperador del que no ha oído hablar, y además para poder encaminarlo hacia la gran pintura de Alma-Tadema.
No obstante, todo eso es más complicado que el descenso final de una iconografía que en su día fue provocadora al reino del cliché visual. No pretendo decir que las imágenes de los emperadores romanos son hoy elementos más importantes en el arte occidental de lo que fueron hace dos o tres siglos. No es así. Pero si miramos con un poco más de atención, veremos que la pintura y la escultura contemporáneas están más involucradas con aquellos gobernantes antiguos de lo que imaginamos. Salvador Dalí puede que sea un caso extremo con sus repetidas imágenes del emperador Trajano, un compatriota español del que decía ser descendiente, además de fantasear diciendo que había una prefiguración de la doble hélice de la genética moderna en la columna de Trajano. Sin embargo, otros artistas han regresado repetidamente a las cabezas imperiales como si fuera el lugar originario de la retratística occidental, ya sea Julia Mamea, la madre de Alejandro Severo o el Augusto tuerto de aspecto espeluznante representado en chocolate —conservado con una mezcla de mármol y material acrílico— por el artista turco Genco Gülan.
El Vitelio Grimani sigue proyectando su sombra, aunque nunca de forma tan memorable como en el magnífico busto hinchado de bronce dorado de Medardo Rosso de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que reduce al emperador a una gran bola de grasa —o, como lo describe, más educadamente, el catálogo del museo: «los rasgos faciales son característicos de su técnica fluida de modelado»—. Por el contrario, la versión de Jim Dine unos cien años después ha convertido la estatua de mármol en lo que parece ser un verdadero ser humano de carne y hueso. Andy Warhol, por su parte, también tiene una contribución en este Vitelio. Hasta donde sé, él nunca utilizó su característico rostro en su obra, pero es harto probable que sintiera cierta atracción por él. Es decir, cuando estuve en Washington D. C. en 2011, preparando las conferencias que constituyen la base de este libro, entré por casualidad en una tienda de antigüedades de Georgetown y, para mi sorpresa, me topé con una exuberante versión en caoba del Vitelio Grimani, quizás algo vulgar, que parecía datar del siglo XVIII. Estaba examinando la pieza con una atención que podía parecer la de un potencial comprador, cuando un dependiente se me acercó para decirme que había pertenecido a Warhol. Suponiendo que fuera verdad —y no una táctica de ventas—, solo podemos preguntarnos si el artista era consciente de lo importante que fue el rostro del Vitelio Grimani en el siglo xvi en la cultura de la réplica visual, que, a fin de cuentas, era su propia marca distintiva.
Pero ¿qué podemos decir del uso de las imágenes de los emperadores y de sus historias imperiales en debates más importantes sobre autocracia y corrupción o frente a cuestiones más fundamentales sobre la naturaleza de la representación? Los artistas siguen interviniendo aquí de forma contundente. En un collage aparentemente lúdico, la escultora británica Alison Wilding yuxtapone el irónicamente apropiado nombre de «Rómulo Augusto» —el adolescente que fue el último emperador que gobernó en el Imperio romano de Occidente a finales del siglo V d. C., con el de Saturnia pavonia, la polilla emperador. Pero la clave es que realizó la figura geométrica a partir de impresiones recortadas de la polilla y de una moneda de Rómulo Augusto. Dicho de otro modo, si la representación del poder imperial romano se reconstruyó por primera vez en el Renacimiento a través de las monedas, aquí Wilding plasma su destrucción final de la misma manera. Cuarenta años antes, en Nerón pinta, Anselm Kiefer adoptó la destrucción de forma muy distinta, utilizan- do la idea de Nerón como emperador y artista, para reflexionar sobre la devastación nazi en la Europa del Este. En las décadas de 1970 y 1980, Kiefer a menudo se centró en la (in)capacidad de Alemania de enfrentarse a su pasado nazi. En esta pintura, una paleta sobrevuela un paisaje devastado, los pinceles escupen llamas como si fueran ellos los causantes de la destrucción. Plantea interrogantes no solo sobre la relación entre el arte y la autocracia —las últimas palabras de Nerón, a su muerte, fueron: «¡Qué gran artista muere conmigo!»—, y sobre el papel del artista como causa y testigo de la atrocidad —¿todos los artistas «tocan la lira mientras Roma arde»?—, sino también sobre nuestra obligación, por más incómoda que resulte, de comprender al artista/autócrata. Como ya dijo Kiefer, «Yo no me identifico con Nerón ni con Hitler, pero tengo que volver a representar lo que hicieron solo un poco para comprender la locura».
No obstante, los debates más intensos y de mayor audiencia sobre la autocracia romana y su relación con nuestra ética y política los encontramos precisamente en esta imagen cambiante a lo largo del último siglo. La historia principal de este libro termina en la época en que el cine se estaba convirtiendo en el soporte principal del arte y la argumentación. Cualquier secuela tendría que centrarse en el cine, que en un inicio estuvo marcado por las imágenes de la antigua Roma, sus excesos, sus conflictos morales, y sus controversias políticas y religiosas. Aquí es donde hoy encontramos la gran participación de estos antiguos dinastas, tiranos o gobernantes benevolentes cuyas huellas he ido siguiendo, no solo a través de las obras de arte más elitistas, sino a través de versiones más baratas de imágenes imperiales en placas fabricadas masivamente o en copias impresas de gran difusión.
Los descendientes directos de los vitrales de Poitiers que muestran al emperador Nerón presidiendo una persecución de cristianos son aquellas películas de mediados del siglo XX, como por ejemplo La túnica sagrada o Quo Vadis, que contraponen el poder temporal del autócrata romano al poder espiritual de la moralidad cristiana. La adaptación televisiva de los años setenta de Yo, Claudio, de Robert Graves, hacía hincapié en las ideas de corrupción doméstica —además de la decadencia— que ya habían explorado mucho antes Couture y Alma-Tadema en sus pinturas o Beardsley en sus impresiones. En el año 2000, Gladiator, la taquillera película de Ridley Scott, presentaba los dilemas políticos de la autocracia que a todas luces habían de ser muy conocidos por los diseñadores de los tapices de Enrique VIII, o incluso para quienquiera que fuera el autor de los toscos y sarcásticos versos que hay debajo de los grabados de Sadeler de los emperadores de Tiziano. En este caso también había una influencia artística directa, porque la recreación que hace Scott de las escenas del anfiteatro está inspirada en el gran lienzo de Gérôme del emperador presidiendo las luchas de gladiadores desde su palco privado. Estoy convencida de que a Gérôme le habría entusiasmado la idea de la imagen en movimiento.
Pero esta es otra historia, para otro libro.