"Dicen que escribo para dar respuesta a los interrogantes de la existencia. Después de tantas insistentes preguntas como me he hecho, creo que mi discurso tendrá la respuesta a todas ellas", aseguraba hace unas semanas Francisco Brines, último Premio Cervantes, hablando sobre la tradicional ceremonia de entrega en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares a la que su delicado estado de salud le impidió asistir. Apenas un día después de recibir el galardón de manos de los reyes en su casa de Oliva, el escritor fue ingresado en el hospital Francesc de Borja de Gandía para ser intervenido quirúrgicamente de una hernia y allí ha fallecido la pasada noche a los 89 años.
Con su muerte, se apaga la voz de uno de los grandes de la generación poética del 50, autor de obras de referencia como Las brasas (1960), Palabras a la oscuridad (1966), Aún no (1971) o El otoño de las rosas (1986). Admirador de la obra de Gonzalo de Berceo, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Juan Ramón Jiménez y Neruda, fue asimismo maestro esencial para varias promociones de jóvenes poetas que disfrutaban su palabra encendida y exacta, luminosa y libre, y su asombrosa bonhomía y generosidad. "Si he ejercido de maestro para alguien", comentaba, modesto, hace menos de un mes en su última charla con El Cultural, "mi deseo para todos aquellos que hayan podido elegirme como su mentor –sin yo saberlo incluso— es que sean mejores poetas que yo".
Nacido en Oliva (Valencia) en 1932, en el seno de una familia de empresarios agrícolas, había estudiado Derecho en las universidades de Deusto, Valencia y Salamanca, y Filosofía y Letras en Madrid, pero pronto se impuso una vocación irrefrenable por la poesía, ante el horror de su madre, de la que decía que, aunque era "cómplice de mis inquietudes, incluso de mis extravagancias", deseaba "como cualquier madre, lo mejor para sus hijos, un futuro con seguridad".
Poeta a pesar de todo
De hecho, Brines recordaba que su madre "siempre pensó que con esto de la poesía no iba por el buen camino. El día en que le dije que quería ser poeta se disgustó, pero respetó plenamente mi vocación". Con su primer libro, Las brasas ganó el Adonáis y más tarde, con Palabras en la oscuridad, el Premio Nacional de la Crítica, lo que acabó de convencer a su familia. "Me gusta pensar que este premio le alegraría y le demostraría que elegí el mejor camino posible”, afirmaba el poeta a El Cultural tras conocer su elección como Cervantes el pasado noviembre.
Un camino que Brines sembró de otras obras capitales como Aún no, Insistencias en Luzbel (1977), El otoño de las rosas y La última costa (1995). Sin finalizar quedará el libro inacabado y póstumo en el que lleva trabajando años, Donde muere la muerte, del que anticipamos un poema, "El testigo" en esta selección de sus versos que al autor nos regaló hace pocas semanas. Sobre este crear demorado, el poeta mantenía lúcidamente que "llega un momento en el que es difícil escribir mejor de lo que ya has escrito y, puesto que nadie se atreve a decirte: 'Oye, eso ya lo dijiste antes y mejor', tal vez sea uno mismo quien deba darse cuenta de ello". No obstante, también afirmaba que "a lo largo del tiempo no he dejado de escribir, sino que escribo con más lentitud, sobre todo cuando el poema me busca".
Y es que, hasta el final, Brines mantuvo una idea muy pasional, casi lujuriosa, del quehacer poético. "Por poesía todavía entiendo el encuentro con lo intenso y lo profundo, por eso prefiero quizá la poesía que surge desde dentro y que se va descubriendo ante quien la escribe, ante aquel que la halla en él mismo al escribirla. Eso es la poesía para mí”, sentenciaba.
Pasar a la nada
Una poesía, que como nos recordaba el crítico Álvaro Valverde en este perfil, "nace de la mezcla de intuición (o 'fatalidad expresiva') y pensamiento. El resultado, conseguido desde la 'máxima claridad', aplica siempre el criterio de que 'la riqueza de las palabras' está en 'su precisión'". Esta forma mixta de componer versos, un juego juego a un tiempo calculado y espontáneo, logra, a decir de Valverde," una poesía que no dudamos en calificar de genuina. Y todo ello por mor de una evidencia: es fruto de una necesidad. La que sostiene que es inevitable nombrar para vivir".
“Griego en el exilio”, como Borges, apunta nuestro crítico que "desde la plena conciencia de pérdida, El canto de Brines es el de alguien que ama profundamente la vida. De Las brasas a La última costa el camino ha sido largo. Ha dado para componer una 'extensa elegía' que se ha ido desarrollando por incesante crecimiento, sumando círculos, hasta componer una obra que simboliza el sueño de una luz que nunca cesa". Un pensamiento que palpita en este verso que el mimos poeta eligió como epitafio: “Como si nada hubiera sucedido”, del que decía que era un buen resumen de su vida, pues “pasar a la nada es sólo un instante, ese instante en el que el tiempo nos detiene”.
Al calor de la amistad
Pero más allá del propio goce que provoca la poesía, Brines siempre destacó que una de las cosas más grandes que le dejó cultivo, “es la amistad que he consolidado con otros poetas". Por ejemplo, Aleixandre, a quien recuerda como "el padre al que todos los de mi generación escuchábamos. Siempre le estaré agradecido por considerar mi poesía, por alentar esos ánimos que no me faltaban y que mantuvieron ese impulso tan necesario para seguir adelante. Con él comprendí que toda poesía implicaba una moral, una actitud frente al mundo y frente a la sociedad".
También guardaba Brines un gran recuerdo para esa Generación del 50 de la que era, junto al también recientemente fallecido Caballero Bonald o Antonio Gamoneda, uno de los últimos representantes. “Fue una generación de poetas magníficos, de lo mejor que ha dado la poesía española del siglo XX. Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente... Además, fuimos también amigos. Como eran muy buenos poetas y como me hacía feliz la lectura de la poesía, leerlos a medida que iban saliendo, suponía para mí una enorme felicidad. Por un lado, tenía la amistad y por otra, la poesía, dos caras de una moneda”.
Además de su desempeño como poeta, Brines fue profesor de Literatura española en la Universidad de Cambridge y más tarde de Lengua española en la Universidad de Oxford. Su profunda admiración por el teatro clásico español le permitió, en 1988, la revisión y adaptación del texto de El Alcalde de Zalamea, de Calderón. En el año 2001, fue nombrado miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón X vacante tras el fallecimiento del dramaturgo Antonio Buero Vallejo.