Estos últimos años venía siendo común entre poetas que a la pregunta “¿a quién concedería el Cervantes?” se respondiera: “a Francisco Brines”. Por eso es y no es una sorpresa la concesión de este acreditado premio al poeta valenciano de 88 años. Sí, ¡ya era hora! Merecimientos le sobraban desde hace mucho tiempo, sin necesidad de esperar siquiera a que su obra concluyese, reunida en 1997 bajo el título de Ensayo de una despedida. A falta de un libro largamente anunciado, ésta se compone de tan sólo siete títulos: Las brasas, Materia narrativa inexacta, Palabras a la oscuridad, Aún no, Insistencias en Luzbel, El otoño de las rosas y La última costa.
Conviene recordar que pertenece, a efectos didácticos, al Grupo del 50, que tan buenos poetas ha dado, algunos también reconocidos con este galardón, como Gamoneda o Caballero Bonald.
Más allá de las afinidades generacionales, Brines, digámoslo pronto, ha sido un poeta de múltiples, ricos y variados registros. “Estimo particularmente, como poeta y lector, aquella poesía que se ejercita con afán de conocimiento, y aquella que hace revivir la pasión de la vida. La primera nos hace más lúcidos, la segunda más intensos”, ha escrito. En este “dualismo antagónico”, según Pilar Palomo, se debate su poesía. La que entronca con Manrique, Garcilaso y Quevedo y llega hasta Machado, Juan Ramón (su primer maestro) y Cernuda.
Desde la plena conciencia de pérdida, el canto de Francisco Brines es el de alguien que ama profundamente la vida
Por “desvelamiento” (para decirlo con sus propias palabras) nos llega, por ejemplo, el sentimiento de la naturaleza (que tan bien explicó en su ensayo sobre Gil-Albert). Es en los poemas localizados en Elca u Oliva (pueblo natal del poeta), en su casa de campo rodeada de jardines y naranjos, frente al mar de los clásicos, donde nuestro poeta alcanza el máximo grado de intensidad, lo que es tanto como decir el máximo en poesía. La perfecta adecuación de paisaje y pensamiento facilita ese tránsito. El poeta, de espaldas, asomado al balcón, cuando atardece, bajo los astros ya y ante la noche, contempla. Piensa o sabe que el tiempo irreparablemente huye. Su actitud –una postura moral– está arraigada en ese espacio común mediterráneo. Es estoica, y aun escéptica; de algún modo, epicúrea. “Griego en el exilio”, como Borges.
Desde la plena conciencia de pérdida, su canto es el de alguien que ama profundamente la vida. En función de ese amor, la tristeza, la serena aceptación, la melancolía. “Ama la tierra el hombre”, nos ha dicho. Y allí, la infancia. Y, más allá, el interminable verano, donde fuera más plena. “En la niñez –comenta– tenemos una sensación de inmortalidad”. Desde esta orilla, intempestiva y total, nos llega el Brines que celebra la pasión de la vida, el, diríamos, más “intenso”. Así, en sus poemas de amor. En sus versos: “Un ser en orden crecía junto a mí, / y mi desorden serenaba. / Amé su limitada perfección.” ¿Cabe definición más exacta y cabal de lo amoroso?
La poesía de Brines, como él mismo ha explicado, nace de la mezcla de intuición (o “fatalidad expresiva”) y pensamiento. El resultado, conseguido desde la “máxima claridad”, aplica siempre el criterio de que “la riqueza de las palabras” está en “su precisión”. De este juego a un tiempo calculado y espontáneo surge una poesía que no dudamos en calificar de genuina. Y todo ello por mor de una evidencia: es fruto de una necesidad. La que sostiene que es inevitable nombrar para vivir.
La poesía de Brines, como él mismo ha explicado, nace de la mezcla de intuición y pensamiento
La obra incesante de Brines echa por tierra el mito de Rimbaud: en su madurez no decae; antes bien, se depura e intensifica. Desde Las brasas hasta La última costa el camino ha sido largo. Ha dado para componer una “extensa elegía” que se ha ido desarrollando por incesante crecimiento, sumando círculos, (alguna vez ha utilizado la imagen de los círculos concéntricos que forma una piedra arrojada al agua para referirse a su propia obra), procediendo mediante variaciones, insistiendo obstinada e inevitablemente en ese mismo libro que por fatalidad cada poeta reescribe una y otra vez. Su obra simboliza, según creo, el sueño de una luz que nunca cesa. A la tradición, clásico en vida, su voz aporta un tono inconfundible. El mismo que ahora, al fin, se reconoce. El que celebran sus lectores, no su público.