De un tiempo a esta parte suelo intercalar una pregunta retórica en mis conferencias y presentaciones. ¿Cuántos escritores en la Historia pueden presumir de haber creado un formato narrativo que siga siendo vigente, utilizable, ciento cincuenta años después? Benito Pérez Galdós lo hizo. Nadie lo sabe mejor que yo.
Desde 1873, cuando se publicó Trafalgar, la primera entrega de la primera serie, hasta 1912, cuando Cánovas cerró de forma prematura la quinta y última, Galdós contó en cuarenta y seis novelas la historia de España en el siglo XIX. Este proyecto descomunal, al que dio el título de Episodios Nacionales, no sólo fundó un camino para escribir novelas de ficción construidas alrededor de hechos históricos reales. Fundó también un fórmula literaria para contar la Historia. Y aún más, y sobre todo, una manera de mirar a España.
A pesar de la monumental ambición de los Episodios, ni siquiera se puede decir que se trate de su obra magna, la más transcendental o importante. La verdadera dimensión de la grandeza de Galdós consiste en la indivisibilidad de su obra, en la que cada parte existe exclusivamente en función del todo. Él necesitó contar en los Episodios Nacionales el pasado reciente del país donde vivía para lograr comprenderlo, y retratarlo después en sus Novelas Contemporáneas. No se pueden concebir las unas sin las otras. Obras como Doña Perfecta, Gloria, Tristana, Misericordia o la propia Fortunata y Jacinta, por citar sólo unas pocas, están intrínsecamente ligadas a los conflictos religiosos, ideológicos y sociales que fueron estallando, como una secuencia de bombas minuciosamente programada, desde 1808 hasta la época en la que las sitúa su autor.
El lector que desconozca los Episodios disfrutará de ellas, sin duda, pero no las entenderá completamente. En una época en la que aún no existía el término memoria tal como lo entendemos hoy, Galdós lo presintió, lo fabricó, se atuvo a una regla que tardaría más de un siglo en existir. Esa fue otra, una más, de sus fundaciones.
En una época en la que aún no existía el término memoria tal como lo entendemos hoy, Galdós lo presintió, lo fabricó, se atuvo a una regla que tardaría más de un siglo en existir
Los Episodios Nacionales nos enseñan a contar la Historia desde abajo. Son unas novelas históricas tan poco convencionales que desbordan los márgenes de esa denominación. En ellas aparecen los protagonistas de la Historia con mayúscula, reyes, reinas, generales, caudillos, líderes políticos, pero estas figuras nunca le cuentan al lector lo que está sucediendo. Quienes detentaron el poder real en los acontecimientos que se relatan, son aquí personajes secundarios, figurantes que, en ocasiones, se limitan a hacer eso que en las películas se llama un cameo.
En una de las novelas de la cuarta serie, que se ocupa del borrascoso final del reinado de Isabel II, los personajes reunidos en una de las habitaciones de la servidumbre del Palacio Real escuchan el fantasmagórico crujido de un vestido de seda que avanza por el pasillo. Ellos saben que es la reina. El lector no necesita más para compartir su convicción. A Galdós tampoco le hace falta que Isabel II manifieste expresamente su presencia. En el contexto de tensión, una incertidumbre fronteriza con el abismo, en el que la falda de la reina roza el suelo, su sonido supone un alarde narrativo de los de quitarse el sombrero, pero sólo el que recuerdo en este momento. Porque no es, ni mucho menos, el único.
Ni siquiera en las novelas que llevan por título el nombre de un personaje histórico, como Zumalacárregui, Mendizábal o Prim, el relato está en manos de sus supuestos protagonistas. En estos, como en todos los Episodios, los narradores son otros, conspiradores carlistas, liberales anhelantes, monjas reaccionarias, jóvenes desheredados, guerrilleros, curas trabucaires, viudas respetables que hacen piruetas en el alambre de su pobreza, maestros jacobinos e incluso una demimondaine, como su creador denomina piadosamente a una joven hermosa y sin recursos que explota su belleza para subsistir gracias a la generosidad de sus amantes. También hay muchos niños, chicos de la calle que llevan y traen los rumores que escuchan. Hasta que aparece Mariclío, la musa de la Historia encarnada en una señora que duda sobre el color de los zapatos que debe calzarse, ellos y ellas son los verdaderos protagonistas de los Episodios Nacionales, los pequeños, hasta insignificantes pero siempre genuinos representantes del pueblo español. Porque Galdós escribe sobre ellos, gracias a ellos y, sobre todo, para ellos. No le importan los dolores de cabeza de los poderosos, la tortura que el ejercicio del poder pueda depararles, sus riesgos o sus gratificaciones. Lo que quiere contar, lo que cuenta, es el efecto de sus actos, de sus decisiones, sobre la vida, las esperanzas y las decepciones de la gente corriente.
Los motivos de que un escritor como Galdós –que fue el máximo exponente del pensamiento progresista de su época, que encabezó la lista por Madrid de la coalición republicano-socialista por la que fue elegido diputado en 1910, que dos años después movilizó a toda la caverna para convencer a la Corona sueca de que un diputado republicano y socialista no podía ganar el Premio Nobel– haya permanecido durante tantas décadas en el desdeñoso olvido de la intelectualidad izquierdista nacional, merecerían un artículo mucho más largo que este. Arrumbado en un desván lleno de telarañas, bajo etiquetas tan injustas como chato, descuidado, ramplón, costumbrista y mal escritor, don Benito el Garbancero –como se dice que le llamaba Valle-Inclán, cuando en realidad lo hace Dorio de Gades, uno de los esperpénticos cráneos privilegiados a los que don Ramón ridiculiza en Luces de bohemia– acabó pareciendo, durante la Dictadura y la Transición, un escritor reaccionario de puro polvoriento.
La mirada de Galdós sobre España fue combativa y escéptica, crítica y amorosa, tan cargada de razones para creer como fatigada del ejercicio de la fe
Ni siquiera la Generación del 27, los protagonistas de la Edad de Plata de la cultura española, lograron impedir esta profunda anomalía. Los republicanos que habían salido al exilio en 1939, siguieron amando España a través de Galdós. Lo dice Luis Cernuda en Díptico español, tal vez el homenaje más grandioso que jamás haya recibido un escritor. Luis Buñuel, que llegó a declarar que no reconocía otra influencia en su obra que la del autor de los Episodios, adaptó sus novelas al cine. Rafael Alberti y María Teresa León lo publicaron nada más llegar a Argentina. Y cuando Max Aub se propuso contar lo que había vivido entre 1936 y 1939, comprendió que ya existía un modelo, que sólo tenía que avanzar por un camino perfectamente trazado, que alguien le había enseñado todo lo que necesitaba saber para acometer ese proyecto.
El laberinto mágico, la serie de seis novelas en las que Aub cuenta la guerra civil desde abajo, alrededor de acontecimientos históricos reales, a través de la experiencia de personajes corrientes, mira a España desde el mismo lugar que escogió Galdós para contemplarla más de cincuenta años antes. Esa mirada combativa y escéptica, crítica y amorosa, tan cargada de razones para creer como fatigada del ejercicio de la fe, se puede resumir con las palabras que escogió Ángel González para titular en 1961 su segundo libro de poemas, Sin esperanza con convencimiento.
Pero lo más importante de todo lo que se puede decir acerca de los Episodios Nacionales es que con ellos Benito Pérez Galdós fundó una tradición. Y eso también lo sé yo mejor que nadie.