Los profesores, los periodistas especializados, los aficionados más diversos, clasifican, distinguen, bautizan movimientos. Pero el pensamiento va por otros lados y la creación literaria sigue caminos propios. Algunos creyeron, o pretendieron creer, que el “boom” de la novela hispanoamericana era el comienzo de algo. Lo que sucede es que tenemos una tendencia fundacional irresistible. Siempre queremos partir de cero; somos Adanes vocacionales, casi profesionales. Pero el “boom” no comenzó cuando se cree que comenzó. Había antecedentes y precursores de toda especie. Uno de los grandes, el más original, el más difícil de clasificar, fue Juan Rulfo, cuyo centenario se conmemora en estos días.
Rulfo, sin embargo, en materia de fechas, de lugares, hasta de nombres propios, es incierto, evasivo. Sus documentos de identidad provienen de años de revolución, de oficinas administrativas de provincias, de archivos profanados. Se discute, por consiguiente, sobre el lugar, sobre la fecha exacta, sobre el nombre correcto. Lo único seguro es que nació en el Estado mexicano de Jalisco, en épocas de crisis interna profunda, de gobiernos amenazados y divididos; que perteneció a la generación de Nicanor Parra y de Octavio Paz, y que fue un poco menor que José María Arguedas y Juan Carlos Onetti.
No cambió los escenarios esenciales de la literatura hispanoamericana de esos años -el campo, la naturaleza, el mundo indígena-, pero introdujo un tono diferente, un lenguaje que se inspiraba en la oralidad, en la lengua diaria, y una fantasía libre, liberada de las amarras del realismo.
Juan Rulfo fue un devorador de libros heterogéneos, un perfecto autodidacta, y un notable aficionado al cine y a las artes visuales. Al final de su vida se dedicó en forma intensa, apasionada, al arte de la fotografía, y llegó a ser, a su manera, un fotógrafo de primera línea. Sus fuentes de inspiración literaria fueron muchas, desordenadas, en cierto modo contradictorias. Se sabe que leyó a Faulkner en traducciones mexicanas y argentinas. Probablemente leyó también a Shakespeare, como buen conocedor de Faulkner, y es probable que haya conocido versiones del Dante Alighieri y de clásicos griegos y latinos. Era un hombre más bien reservado, silencioso, de amistades cultivadas a lo largo del tiempo, de simpatías y rechazos instintivos.
Algunos piensan que se llevó mal con Octavio Paz, que representaba la inteligencia cosmopolita, el intelectualismo a la europea. No me consta, y prefiero suspender el juicio. Rulfo perteneció a una especie literaria que provoca toda suerte de lugares comunes, de definiciones simplistas. Un hecho evidente es que se formó en años de conflagración revolucionaria, de cambios constantes de poder, de familiaridad obligada con la violencia y con la muerte. Su visión literaria de la muerte es siempre cercana, repentina, llena de enigmática sencillez, como si la muerte estuviera a la vuelta de cada esquina. Pedro Páramo, su gran novela, única, a pesar de que se le atribuyen otras, está dominada por una ambigüedad inquietante: no se sabe con exactitud qué personajes están vivos y cuáles están muertos y nos hablan desde el otro mundo.
En Rulfo, el ritmo narrativo, el instinto, dominan siempre sobre las estructuras lógicas del relato. Es un escritor freudiano y un surrealista a su manera. Esto significa, también, que a su modo es poeta. Probablemente tuvo una convivencia intelectual, mental, con los grandes poetas de la lengua española: con gente como Ramón López Velarde, como Pablo Neruda, como César Vallejo. Conoció a fondo a Rubén Darío y es probable que haya leído a los españoles de la generación de 1927. No he seguido con exactitud el listado de sus lecturas, pero pienso que Rulfo, con su fama de escritor no libresco, nos puede sorprender siempre.
Rulfo no cambió los escenarios esenciales de la literatura hispanoamericana, pero introdujo un tono distinto, un lenguaje y una fantasía libre
Le escuché una vez a Pepe Bianco, secretario de redacción de la célebre revista bonaerense Sur, un comentario revelador sobre una conversación en Argentina con Juan Rulfo. Rulfo había escuchado hablar de una escritora chilena, María Luisa Bombal, que había publicado en Buenos Aires una novela breve, del género fantástico, con el título de La amortajada. Es la historia de una muerta, una “amortajada”, que cuenta su vida. No tenía nada de extraño que Juan Rulfo, un poco antes de escribir Pedro Páramo, la evocara. La diferencia entre la chilena y el mexicano consiste en que los fantasmas de María Luisa Bombal se presentan como tales fantasmas. En las páginas de Rulfo no se sabe muy bien si los personajes son de carne y hueso o son apariciones, muertos que conviven con los vivos, sin que se pueda usar en su caso el verbo convivir.
Hubo muchas explicaciones sobre el carácter escaso, riguroso, disminuido, de la obra rulfiana, que se reduce de hecho a dos grandes libros, la novela Pedro Páramo y los cuentos de El llano en llamas, a pesar de que en su vida y después de su fallecimiento aparecieron otros textos, siempre breves, y que daban la impresión de ser accesorios, de estar escritos para el cine o para publicaciones periódicas. Me parece que esta visión de su obra es abusiva, académica. Un escritor tiene perfecto derecho a publicar dos textos más bien breves, intensos, concentrados hasta el extremo, y a dedicarse después al arte de la fotografía, o a la arqueología precolombina. Estoy en total desacuerdo con nuestra obsesión de fijarles tareas a los creadores. Rimbaud dejó de escribir poesía a los veintitantos años de edad. Si otros poetas de talento lo hubieran imitado, habría sido probablemente mejor para la poesía.
Me encontré en la década de los ochenta del siglo pasado en una mesa redonda literaria en San Juan de Puerto Rico. Me acuerdo de Juan Rulfo en esa mesa; el nombre de los demás participantes se me ha olvidado. En el a veces temible período de las preguntas, alguien, entre el público de más de mil personas, se declaró extrañado porque no había escrito más libros. ¿Tenía el autor ahí presente alguna respuesta? ¿Por qué había ocurrido eso? Pues bien, recuerdo como si fuera hoy que Rulfo se puso de pie y dijo, con el más inconfundible de los acentos mexicanos:
- Porque el escritor no es una fábrica.
Fue, al menos para mi gusto, una respuesta impecable.
La libertad del novelista le permite dejar de escribir, o cambiar de género y dedicarse a la poesía, o a escribir cartas, o a sacar fotografías, o a redactar páginas de su diario personal. Son libertades que forman parte de lo esencial de la literatura: de su auténtica vida, de su autonomía, de su diversidad. Existen casos enteramente insólitos, y por eso mismo ejemplares. Si Rimbaud dejó de escribir y Maiakovsky se suicidó, Bartleby, invención de Herman Melville comentada por Enrique Vila-Matas, prefirió no escribir nada.