Las legiones del princeps Aulo Vitelio, empoderadas por el convulso clima en el que estaba sumido el Imperio romano en el llamado "año de los cuatro emperadores" (69 d.C.), protagonizaron en Divoduro, la actual Metz, una inexplicable masacre fuera del ámbito bélico. Según Tácito, la indefensa población civil de la ciudad, ya súbdita de Roma, fue víctima de "una rabia y furor inexplicables", sin afán de rapiña o saqueo. La violenta acción de los soldados, que provocaría cuatro mil muertes, solo logró ser contenida mediante los ruegos de su jefe.
Casi dos mil años más tarde y también en territorio francés, en el contexto de la II Guerra Mundial, se registró otra terrible matanza de civiles. El 10 de junio de 1944, mientras las tropas aliadas seguían desembarcando en las playas de Normandía, un batallón de la División Das Reich de las Waffen-SS fusiló en Oradour-sur-Glane a 190 paisanos y ametralló a sangre fría a 245 mujeres y 207 niños reunidos en la iglesia. Además, el pueblo, donde supuestamente se hallaba un depósito de armas del maquis, fue reducido a cenizas.
La historia no se repite, pero está llena de paralelismos. Ambas masacres, desliza Alejandro Rodríguez de la Peña, responden a una misma brutalidad gratuita e innecesaria, a un sadismo total: "Estamos en presencia de la iniquidad". En su nuevo ensayo, Imperios de crueldad, el historiador esboza una radiografía de la violencia estructural y la inhumanidad que arraigaron con enorme fuerza en las sociedades de la Antigüedad, principalmente Grecia y Roma, y persigue su conexión con las políticas del terror modernas.
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La tesis del libro se anuncia como una "verdad incómoda": el mundo clásico ha ofrecido luces inspiradoras, pero también discursos legitimadores de la violencia imperialista. Es decir, ha inspirado tanto a genios artísticos e intelectuales como a genocidas del tamaño de Hitler y Stalin.
Masacres excavadas
En la Atenas del siglo V a.C., la cima creativa de las comunidades helénicas antiguas gracias a las tragedias de Sófocles o las obras de Sócrates —el primer "mártir filosófico"—, fueron habituales los urbicidios, incluso antes de la Guerra del Peloponeso: en 447 a.C., el admirado Pericles tomó la ciudad de Isteia, en la isla de Eubea, y ordenó la deportación de todos sus habitantes para asentar a colonos atenienses. Según el historiador Duris de Samos, el gran héroe y orador llegó a crucificar a los dignatarios de su isla natal como castigo por su deserción durante una batalla.
Este relato fue cuestionado por otros autores antiguos, pero masacres que relatan las fuentes han sido confirmadas recientemente por la arqueología: en 2016, durante unas obras para la construcción de un centro cultural en la capital griega, se descubrió una fosa común con unos ochenta cadáveres pertenecientes a varones, con las manos encadenadas sobre sus cabezas. Eran los conspiradores que habían participado en el fallido golpe de Estado que organizó Cilón, un noble famoso por sus triunfos en los Juegos Olímpicos, en el año 632 a.C.
De los romanos no se puede decir que tengan mucha fama de humanistas precisamente. Solo hace falta leer los relatos de su expansionismo militar: la destrucción de plazas como Cartago, las matanzas de población civil dirigidas por Publio Cornelio Escipión Africano o la aniquilación de las tribus de la Galia perpetrada por Julio César, por citar algunos casos. Fuera del ámbito castrense, también son de sobra conocidos los sanguinarios shows con esclavos en los anfiteatros o las excentricidades de emperadores como Nerón o Heliogábalo. Como dice Jerry Toner en su estupenda obra Infamia (Desperta Ferro), "la violencia era la piedra de toque del orden civilizado" romano.
Afirma en este sentido Rodríguez de la Peña que la masacre en el mundo antiguo no fue tanto un acto criminal, sino el castigo legal ordinario, patrocinado por el Estado, de crímenes colectivos. Y esa sistematicidad despiadada es lo que conecta, según el autor, a la violencia de la Antigüedad con la ejercida por el colonialismo del siglo XIX, el Terror revolucionario, el nazismo o el estalinismo.
"La banalidad del mal propia de los totalitarismos del siglo XX no es más que un retorno, industrializado e ideologizado, de la crueldad sistémica y la violencia estructural propias de las sociedades forjadas por el hombre en la época antigua", teoriza el catedrático de Historia Medieval en la Universidad CEU San Pablo. Aunque con una ligera —y destacable— salvedad: Hitler y Stalin trataron de ocultar sus campos de exterminio, mientras que romanos o asirios exhibieron sin pudor en su propaganda la devastación que podían generar sus ejércitos.
Por ello alerta el historiador del peligro de admirar los modelos de Atenas, Esparta o Roma desde determinados vectores ideológicos. Su libro es, en definitiva, una reivindicación del legado humanístico de las auténticas raíces grecorromanas del espíritu europeo y del cristianismo: "Fue la némesis no del mundo clásico en su conjunto, sino tan solo de una cosmovisión cruel y dionisiaca, la presocrática, cuya espectacular resurrección en el XIX supuso una catástrofe humanitaria y moral para Europa, al traducirse en movimientos políticos que justificaban la explotación o exterminio de los seres humanos".