En El terror rojo, libro en donde relató sus dramáticas vivencias como perseguido, Wenceslao Fernández Flórez lanzó un furibundo ataque contra los porteros de Madrid. Habló de los guardianes de los edificios como "una de las potencias infernales" de la ciudad y aseguró que "llevaron a la muerte a innumerables personas" por sus denuncias. También dedicó Concha Espina en la posguerra un artículo a las porterías de la capital, erigidas en "fielatos inquisitorios" en tiempos de la revolución. La escritora, no obstante, sostuvo que entre los episodios terribles brotó un "frondoso racimo de porteros ejemplares" que arriesgaron sus vidas para salvar las de sus vecinos de escalera.
Manuel Aguilar Pérez, por ejemplo, portero del número 48 de la calle Alfonso XII, ingenió una contraseña con el timbre de la portería que comunicaba con los pisos para avisar a los inquilinos cuando se presentaba un grupo de milicianos o agentes a realizar detenciones y registros. Engracia Antón Torija, de 78 años y de la calle Benito Gutiérrez 9, fue amenazada en varias ocasiones ante las sospechas de que ocultaba a dos militares huidos del Cuartel de la Montaña. Los propietarios de Montalbán 10 incluso llegaron a recomendar a su conserje, José Gorostidi Zuriarrain, la afiliación al sindicato de la UGT para conseguir una mayor protección conjunta.
A pesar de la imagen proyectada por el franquismo de que los porteros de Madrid, embriagados por el odio de clase, fueron cómplices de las "hordas rojas", situar la lupa sobre este colectivo, como sobre cualquier escenario de la Guerra Civil, arroja una gigantesca heterogeneidad de comportamientos y destinos. El cuerpo de Pascual Murcia Piazuelo, bedel de Barbieri 30, en Chueca, y guardián de prisiones, apareció cosido a balazos el 15 de agosto de 1936 en la Pradera de San Isidro. La empleada en el portal de la calle Elvira 26, Josefa Rodríguez Fernández, fue fusilada el 31 de julio de 1939 tras recogerse todo tipo de cargos en su contra: denunciar a vecinos de derechas, ser la promotora del incendio de un convento, tener atemorizados a los habitantes de la casa…
Dice Pedro Corral, periodista y escritor, que ahora publica Vecinos de sangre (La Esfera de los Libros), una intensa y laboriosa investigación microhistórica, un puzle de biografías trágicas, actitudes bárbaras y escenas de humanidad en el Madrid de los tres años de guerra, que este grupo vivió entre dos fuegos, en tierra de nadie. Si los sublevados colocaron a los porteros en la diana como primeros colaboradores de la maquinaria represiva contra los partidarios de la insurrección, las autoridades del Frente Popular también sospecharon de ellos como potenciales encubridores de los "facciosos". Un equilibrio salpicado por la justicia sumarísima de ambos bandos.
Corral, que es autor de varias obras sobre la contienda que podrían ser calificadas de unamunianas, donde plasma desde los crímenes hasta las pulsiones de supervivencia desprovistas de épica de "hunos" y "hotros", se ha revelado en un original investigador, capaz de sorprender con historias inéditas, frescas y de gran valor cada vez que desembarca en librerías.
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Miedo y coraje
Vecinos de sangre es un trabajo de admirable fondo y paciencia con numerosas lecturas para desmontar las simplificaciones partidistas. Una de las principales es que las relaciones de amistad y vecindad podían estar por encima de las enemistades ideológicas. La guerra que emerge es tremendamente compleja, casi inexplicable y bastante desconocida, donde se encadenan señalamientos por antiguas rencillas, envidias profesionales, salvaciones houdinescas…
Corral ha consultado más de veinte mil documentos y las declaraciones de quince mil testigos de la guerra en la capital recopiladas fundamentalmente por un Juzgado Especial de Porteros creado al entrar las tropas rebeldes en Madrid. Los franquistas obligaron mediante un edicto a que los conserjes y los inquilinos más antiguos de cada vivienda presentaran una declaración jurada con toda la información sobre asesinatos, robos, saqueos o detenciones.
Así salen a la luz asaltos a las propiedades madrileñas de los principales cabecillas del golpe, episodios de turismo revolucionario —a María Jordá Botella, que se había refugiado en la casa de su hermano en Alberto Aguilera 34, la detuvieron milicianos anarquistas procedentes de su localidad natal, Alcoy, y se la llevaron para ejecutarla— o extraordinarios arrestos, como el que le sucedió a Pilar Fernández Cuevas, portera de la calle de Ibiza 14, acusada por una vecina de ocultar colchones, un valioso botín para las tropas y los hospitales, de los inquilinos derechistas.
El libro despliega una narración dominada por el sufrimiento humano que, en palabras de su autor, trata de "recomponer una geografía punteada de miedo, dolor y angustia, pero también de coraje, entrega y generosidad por parte de los españoles de ambos bandos".
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Esa esencia la enarbolan casos como el de Alejandro Acosta García, portero de Andrés Mellado 12. Afiliado al PCE "por coacción" y alistado como soldado voluntario en el Cuerpo de Aviación "obligado por las necesidades de mi casa", fue detenido ante la denuncia de que había participado en un comité de depuración de los agentes de la guardia urbana. Él se defendió diciendo que solo había sido testigo de cargo y gracias a la bendición de sus vecinos, quienes señalaron que había dado "a las milicias marxistas buenas referencias" de todos ellos. Su causa fue sobreseída, aunque se le destinó a un batallón de trabajadores "calificado entre los de responsabilidad media".