Nicolás Yuste, un chaval de diecinueve años que pertenecía a las Juventudes de Acción Popular (JAP), el principal partido de la derecha católica en Alcalá de Henares, fue apaleado por un grupo de socialistas imberbes en la calle Mayor de la localidad madrileña el 15 de mayo de 1936. El pretexto aducido —e inventado— consistía en haber herido de muerte a Perico el Berruga, un individuo que, borracho perdido, había sufrido un accidente durante un homenaje a Manuel Azaña que se celebraba ese mismo día. La agresión acabó en un grave enfrentamiento entre oficiales del Ejército y militantes de las juventudes izquierdistas y la Casa del Pueblo.
Dos meses antes, el 5 de marzo, Yuste había sido detenido junto a varias decenas de conservadores tras la reyerta con tiroteo que se desencadenó a raíz de una huelga obrera. Estos antecedentes le conferían claramente la etiqueta de enemigo "fascista". Cuando Alcalá de Henares, el 21 de julio y después de ser sofocado el conato de rebelión, quedó bajo control republicano, el joven japista era una de las presas más codiciadas por los grupos de milicianos que acudían, lista en mano, a registrar las casas de los derechistas con los que habían confrontado en los meses anteriores. Ese ánimo de "limpieza" se saldó con el asesinato de Nicolás Yuste y de más de medio centenar de afiliados a partidos contrarios al Frente Popular.
Este episodio con el que abre Vidas truncadas (Galaxia Gutenberg), una obra colectiva de varios historiadores que ahonda a través de las vivencias de individuos y escenarios concretos en las causas que empujaron a una sociedad española convulsa, pero aparentemente en calma, a un conflicto brutal, arroja una lectura impactante: la conexión entre la violencia de la primavera de 1936 —y del quinquenio anterior— con los asesinatos de retaguardia que se encadenaron durante los primeros compases de la Guerra Civil. Nicolás Yuste no fue ejecutado por haber tenido un papel destacado en la preparación del golpe de Estado o por haber salido a la calle con un fusil el mismo 18 de julio, sino por su pasado político local.
"Lo que ha ocurrido antes luego pesa en un escenario en el que se ha amplificado todo y se rompen todas las compuertas. ¿A quién se mata? A los que tienen una exposición pública previa. Lo personal se mezcla con lo político en ese tiempo, no está disociado. El encono personal va acompañado del odio político", explica Fernando del Rey, recién galardonado con el Premio Nacional de Historia y codirector del libro junto a Manuel Álvarez Tardío, catedrático de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Rey Juan Carlos. "El pasado es una manera de identificar al potencial enemigo. Es indiscutible dentro de una lógica de guerra", añade este último.
Vidas truncadas va a ser uno de los grandes éxitos editoriales del año en el campo de la Historia. No es muy aventurado afirmar esto teniendo en cuenta que sigue la minuciosa y profunda metodología de la aclamada Retaguardia roja (Galaxia Gutenberg) y que los ocho magníficos y vibrantes episodios que la componen, a cada cual más cautivador, están escritos por consolidados especialistas. O al menos debería convertirse en un pelotazo por la crudeza y complejidad con la que se retrata la Guerra Civil: poniendo el foco sobre historias personales de individuos de todo el espectro ideológico. Son vidas y sucesos escalofriantes que arrojan lecturas iluminadoras para comprender mejor el marco general del conflicto. Una obra realmente necesaria en el enconado contexto actual.
"No ha habido un deseo por buscar el morbo ni la sangre. Uno de los ejes de nuestra investigación era preguntarnos sobre qué continuidades y qué rupturas hubo antes y después del 18 de julio en las variables de la política y la violencia a través de universos pequeños y personas concretas", detalla Del Rey, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la UCM. "Se trata de dar otro enfoque de microhistoria, más cercano a las personas, a los individuos, en el que salgan las contradicciones, las vicisitudes de la vida personal. Al relatar desde abajo es normal que a un lector le llame la atención la dureza de estos hechos o, por ejemplo, la presencia constante de las armas", agrega Álvarez Tardío.
Vecinos y enemigos
La brutalización de aquella sociedad española se distingue en todas las perspectivas ideológicas y profesionales, individuales o espaciales, que recoge el libro. Los alcalaínos pasaron de vecinos a enemigos, pero Caspe, la localidad más poblada del Alto Aragón republicano, donde también había fracturas previas —un alcalde acabó asesinado por su primo derechista—, fue escenario de una de las más brutales explosiones de violencia en el mes de julio de 1936. Primero por la acción de los sublevados, como el capitán José Negrete, que utilizó un parapeto humano con mujeres y niñas en los enfrentamientos iniciales; y, sobre todo, por la indiscriminada represión encabezada por las milicias llegadas de Cataluña, como la "Brigada de la Muerte" de Pascual Fresquet, y la sed de venganza de algunos caspolinos."Nada de tribunal, justicia popular", exclamaban.
Las otras vidas truncadas que se entrelazan en el libro son las de los generales golpistas Rafael Villegas y Joaquín Fanjul, líderes de la sublevación en Madrid y que acaban contradiciéndose y enfrentándose antes de ser sentenciados a muerte; la de Agapito García Atadell, un joven y agitador bolchevique que aterrizó en el PSOE y se convirtió, como jefe de las fuerzas de seguridad, en uno de los cabecillas de la represión en la capital —una responsabilidad que, sin embargo, antes de desertar, no le privó de salvar vidas de varios conocidos de su Viveiro (Lugo) natal—; o la del socialista y regicida italiano Fernando de Rosa, que se dedicó a reclutar y organizar milicias juveniles armadas.
Interesantísimo resulta el capítulo centrado en analizar la politización experimentada por los medios policiales y fuerzas de seguridad madrileñas en los meses previos a la guerra, donde el pistolerismo y los enfrentamientos violentos se saldaron con las muertes del agente Jesús Gisbert, el guardia civil Anastasio de los Reyes y el teniente José del Castillo —además, por supuesto, de la del líder monárquico José Calvo Sotelo—. "Es un contexto en el que habría sido necesario por parte del Gobierno un control muy profesional de las fuerzas del orden, que se estaban convirtiendo en instrumentos al servicio de una lógica más de partido y depuración", apunta Álvarez Tardío, autor también de Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (Espasa).
El libro se cierra con las biografías de Rafael Salazar Alonso, miembro del Partido Republicano de Alejandro Lerroux y uno de los más importantes titulares del Ministerio de la Gobernación, a quien las izquierdas crucifican por su papel en la contención de la insurrección socialista de 1934 en Madrid y acaban condenando al paredón por su pasado al no poder demostrar su implicación en el golpe; y la del manchego Andrés Maroto Rodríguez de Vera, un liberal agrario y líder de la patronal que, cuatro años después de meterse en política, murió fusilado por sus propios vecinos.
"La simplificación que implican las visiones cainitas se relativiza mucho cuando amplías el foco y ves la enorme complejidad del momento y la debilidad de las culturas democráticas, el escaso interés por la vida humana. Los españoles, como el resto de los europeos de los años 30, se ven inmersos en conflictos con una extrema violencia", destaca Manuel Álvarez Tardío. "Precisamente este libro refleja las enormes tensiones, complejidades y durezas de la Europa de entreguerras. España no es diferente para nada", resume Del Rey.
A pesar del traumático panorama que trasluce en todas las historias, y que puede empujar a un lector de esta obra a concluir que la Guerra Civil era irremediable, los autores rechazan esta hipótesis. "Hay muchos actores que no tienen la democracia como un fin último, y eso es un problema para consolidar un sistema pluralista. ¿Era inevitable? No, pero algún conflicto gordo sí en el sentido de una democracia muy tensionada", reflexiona Álvarez Tardío. Y cierra Del Rey: "Los niveles de enfrentamiento que se registran a distinta escala y a distintos planos (mundo laboral, el de las creencias religiosas, el de la propiedad), te indican que potencialmente había ingredientes para que se armara una gorda. Pero hay un detonante importante". El golpe de Estado de los militares.