La merecida fama del fotoperiodista Jordi Bru procede de sus espectaculares recreaciones de ejércitos y batallas históricas, sobre todo de los Tercios españoles. Imágenes de un enorme realismo que plasman la sensación de cómo sería luchar con pica, morrión y arcabuz. Su nuevo proyecto, aunque con un fin similar —representar el fragor de los combates, los horrores y la vida cotidiana de una guerra—, bebe de una técnica distinta: dar color a las fotografías, en este caso de colegas de profesión que inmortalizaron hace ocho décadas todo el drama de la Guerra Civil.
El resultado es Sangre en la frente (Desperta Ferro), un volumen espectacular y sobrecogedor que reúne 180 instantáneas de escenas bélicas y de la retaguardia revividas en sus tonos originales y procedentes de una quincena de archivos públicos y privados. Acompañadas de unos breves y sustanciosos textos del historiador Jesús Jiménez, que más allá de una simple síntesis o relación de hechos profundizan en los aspectos militares, políticos, sociales y culturales todo lo que permite el espacio, las fotos no hablan solo de la guerra de España, sino de una sociedad en guerra y su sufrimiento.
La imagen favorita de Bru es la que abre el libro, ya en la segunda página. Representa a la familia Gracia Bamala camino del paso fronterizo de Coll d'Ares. En noviembre de 1937 un bombardeo italiano en su localidad de origen, Monzón, había matado a la madre, Pilar, y mutiló a los niños, Alicia y Amadeo. La cámara del fotoperiodista holandés Roger Violet captó su doloroso exilio, que sería publicado en la revista francesa L'Illustration. Igual de potente es la de portada, sacada en el monasterio de Santa María de la Cabeza durante la evacuación de los civiles por las fuerzas republicanas. "Esa mujer mayor preguntándole al soldado, que parece absorto, seguramente por un hijo o un marido, explica muchas cosas de la guerra, es muy dramática", resume el fotógrafo.
Cada una de las 180 fotografías, que en su gran mayoría iban dirigidas a la prensa y a los órganos propagandísticos de ambos bandos, esconde una historia personal —algunas con personajes escurridizos al relato tradicional, como los ingleses Nat Cohen y Tom Wintringham, impulsores de la Centuria Tom Mann, una unidad de voluntarios extranjeros que antecedió a las Brigadas Internacionales—. Y al mismo tiempo resumen el curso de las campañas militares, las decisiones políticas, los movimientos de los refugiados o la violencia de la retaguardia. Lo común a todas es su poderío visual, reforzado con las capas de color. Contemplar estas imágenes supone adentrarse en una Guerra Civil inédita, más cruda, más cercana, más humana. Y no hay mejor prueba que volver después de esta inmersión al blanco y negro: un abismo parece separar la misma guerra, las mismas víctimas.
"Una de las grandes dudas que tenemos los fotógrafos es si está bien colorear las fotos antiguas. ¿Constituye una manipulación de la imagen? Siempre tenemos esa duda ética", reflexiona Jordi Bru, que también ha realizado una laborioso trabajo de restauración para quitar manchas, motas de polvo o rayas de las instantáneas. "Pero esto es diferente: la imagen se transforma y te ofrece una lectura distinta de lo que estás viendo. Hay imágenes de muertos que no sabíamos si eran del bando republicano o del nacional, y cuando empiezas a colorearlas lo descubres. Este libro va a tocar mucho el corazón a la gente, y se ha intentado hacer de forma fidedigna y con el máximo respeto".
El título de Sangre en la frente se inspira en un verso del poema con el que Antonio Machado lloró el miserable asesinato de Federico García Lorca. No anuncia, como podría parecer, una recopilación de escenas macabras y descarnadas. Apenas aparecen cadáveres en media decena de fotos. Eso sí, la seleccionada para cuantificar el número de muertes que provocó la cotienda es escalofriante, explícita: un soldado decapitado por el estallido de un proyectil en una trinchera de Quinto de Ebro, en Zaragoza, en agosto de 1937. "Estaba muy empeñado en incluir esa foto, es muy dura. Al final una guerra son muertos, gente mutilada, no se puede dulcificar", sentencia Bru.
Detallada documentación
La didáctica colección de fotos coloreadas, que ofrece un equilibrio entre retratos de políticos, militares y civiles anónimos, paisajes y estampas de choques en la primera línea del frente o del día a día en ciudades asediadas por las bombas y el hambre como Madrid, se estructura en nueve capítulos que conforman un relato cronológico desde el golpe de Estado de julio de 1936 hasta la primavera de 1939, con el contraste entre los desfiles de la victoria y las oleadas de exiliados.
No faltan en la selección los trabajos de algunos de los principales fotógrafos de la contienda, como Agustí Centelles, Campúa o Constantino Suárez, ni tampoco un puñado de las imágenes más icónicas de la contienda que lanzan nueva información gracias a la autenticidad del color: la miliciana —Marina Ginestà, que llegaría a ser la intérprete de Mijaíl Koltsov, el corresponsal soviético de Pravda— del fusil colgado al hombro; la salida de Miguel de Unamuno del Paraninfo de la Universidad de Salamanca tras enfrentarse a Millán Astray con su valiente "¡venceréis, pero no convenceréis!"; la ciudad de Guernica destruida por los aviones de la Legión Cóndor; o el baño en el mar, brazo en alto, de los primeros soldados franquistas que alcanzaron el Mediterráneo por Vinaroz.
Bru explica que lo más arduo del proyecto ha sido el proceso de documentación para seleccionar correctamente el color de las imágenes. "He hecho muchas recreaciones de la Guerra Civil y eso me ha servido, porque muchos de los participantes llevan piezas originales", señala. Para acertar con los carteles propagandísticos, por ejemplo, se ha servido de un archivo de más de mil proclamas recopilado por Jesús Jiménez.
Con las medallas de una foto en la que aparecen Franco y Mola ha tenido que recurrir a sus asesores expertos en insignias militares. El perfeccionismo por los detalles queda manifestado en una instantánea de exiliados republicanos en Le Perthus: el fotógrafo preguntó a gendarmes franceses sobre el color de las señales antiguas de los pueblos (verde); e incluso le chivaron que los números de la matrícula del coche, al ser belga, debían ir en rojo y no en negro, como un vehículo galo.
Esta obra, en definitiva, está llamada a convertirse en un imprescindible en la biblioteca de cualquier persona interesada en la Guerra Civil. Su gran valor reside en la capacidad de haber armado un relato visual —acompañado de acertadas narraciones— enérgico y conmovedor. Sobre todo por la fuerza de esas escenas más humanas, como el soldado bisoño que se alimenta de una lata de conservas enviada desde la URSS, los niños huérfanos que reciben en Valencia sus regalos navideños o ese reencuentro fortuito en la Tarragona conquistada por las tropas franquistas de los hermanos Machuca, uno ocupante y otro prisionero, que se abrazan felices, siendo la contraparte de otras tantísimas familias rotas por la sublevación y la posterior guerra fratricida.