El informe redactado por el teniente coronel Pedro Cagigao, máximo responsable del campo de concentración de El Burgo de Osma, llegó a la mesa de Franco: "¡Espectáculo soberbio! ¡Cuadro imponente de una magestad (sic) y grandeza que solo puede verse en la España del Caudillo, el de 3.082 prisioneros de rodillas con las manos cruzadas y discurriendo entre ellos diez sacerdotes que distribuían la Sagrada Forma!". El franqusimo, en los primeros años de la dictadura, caminaba imparable hacia la victoria total sobre el enemigo: cautivo, desarmado y arrodillado ante la cruz.
De esa época, de la obsesión del nuevo régimen implantado tras la Guerra Civil por convertir a todos los presos republicanos en fervientes católicos, se conserva en la Biblioteca Nacional una foto que simboliza todo el horror de los campos, de la represión. Un joven menor de edad, rapado y en los huesos, encerrado en Aranda de Duero (Burgos), es obligado a comulgar de rodillas. Su mirada se pierde en dirección al suelo, y en su rostro se dibuja esa sumisión ideológica perseguida por la maquinaria de Franco.
"Es la foto que representa lo que fueron los campos de concentración durante el franquismo", explica a este periódico Carlos Hernández de Miguel, autor de Los campos de concentración de Franco (Ediciones B), una monumental investigación en la que ha empleado más de tres años y en la que documenta un vasto sistema concentracionario repartido por toda la geografía peninsular que se mantuvo operativo hasta la muerte del dictador en 1975. En su trabajo, el periodista identifica casi 300 recintos en los que estuvieron prisioneras entre 700.000 y un millón de personas. El anterior análisis, del historiador Javier Rodrigo, acreditaba la existencia de 188.
El primero se inauguró en el Protectorado de Marruecos en las primeras horas de sublevación militar, y los jerarcas franquistas ya avisaban de sus intenciones: "Es necesario propagar una atmósfera de terror. Tenemos que crear una impresión de dominación (...) Cualquiera que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado", diría el general Mola el 19 de julio de 1936. "Al que resista, ya sabéis lo que tenéis que hacer: a la cárcel o al paredón, lo mismo da", añadiría Yagüe unos días más tarde. Cuando el engranaje represor comenzó a hacerse cada vez mayor, Franco ordenó la creación de la Inspección General de los Campos de Concentración.
"Los campos no fueron una reacción a la violencia que se registra en el bando republicano, son una estrategia predeterminada antes del golpe", detalla Hernández. ¿Y qué pretendía el franquismo, sobre todo en la posguerra, con el hacinamiento de los reclusos? "Primero, el exterminio físico —fusilamientos, paseíllos, consejos de guerra sumarísimos— e ideológico: hay pruebas documentales. Luego, una selección que consistía en investigar a cada prisionero para 'clasificarlo' en uno de los tres grupos —enemigos considerados irrecuperables, que debían ser fusilados o condenados a largas penas de prisión; los desafectos, que podían ser 'reeducados' y eran destinados a batallones de trabajos forzados; y los que consiguen demostrar que son afectos al Movimiento—. Por último, la reeducación, el lavado de cerebro con charlas patrióticas y en el que tuvo un papel fundamental la Iglesia".
La investigación de Hernández se fundamenta en la documentación generada por el Ejército —mucha de la cual fue borrada— y los escalofriantes testimonios de los supervivientes, envueltos por castigos, hambre, frío y hacinamiento. Uno de los más conmovedores es el de Ángel Fernández Tijera, confinado en Miranda de Ebro, que narra la tortura psicológica de pensar que la muerte estaba a la vuelta de la esquina, cuando escuchaban las pisadas de los guardias sobre la madera: "Llegaban los falangistas a los barracones y daban en los pies de uno. 'Venga arriba'. 'Oiga, que yo me llamo fulano de tal'. 'Ni fulano ni nada, arriba'. Y les sacaban para fusilarles".
Los campos y la sombra de Auschwitz
El periodista ahonda en todo el sufrimiento de los presos, como los problemas de repartirse una mísera lata de sardinas entre cuatro y el hambre que les provocaba un estreñimiento atroz —de hecho, las letrinas eran conocidas como el lugar de los tormentos— y arranca con un preámbulo en el que no le han temblado los dedos a la hora de teclear: "Mi conclusión no puede ser más clara: solo hubo un campo de concentración y se llamaba España". "He pasado buena parte de los tres años tratando de entender del sistema", confiesa Hernández a EL ESPAÑOL, y menciona el recinto más letal, el de San Marcos en León, donde se asesinó a entre 1.500 y 3.000 personas.
El término campo de concentración conduce irremediablemente a pensar en el Holocausto y la ideología nazi. En el libro, Hernández, conocedor de este negro período —es autor de Los últimos españoles de Mauthausen— arremete con muchísima fuerza: "En los campos de concentración de Franco no hubo cámara de gas, pero se practicó el exterminio y se explotó a los cautivos como trabajadores esclavos. En España no hubo un genocidio judío o gitano, pero sí hubo un verdadero holocausto ideológico, una solución final contra quienes pensaban de forma diferente".
En conversación telefónica, el escritor añade que hay que evitar las comparaciones entre la maquinaria nazi, mucho más homogénea y organizada, y la franquista, muy caótica. Sin embargo, denuncia a la "España nazi" y la relación tan estrecha que ambos regímenes mantuvieron cuando la victoria de Hitler durante la II Guerra Mundial parecía segura, y que posteriormente la dictadura trató de borrar. "Lo hicieron porque cuando se abren los campos nazis, como el de Auschwitz, todo el mundo ve la verdad, y el término campo de concentración se asocia al horror de los horrores. Por eso el franquismo trató de borrar las pruebas con mayor ahínco".
Y cuatro décadas después de la muerte del dictador, todavía enterrado en su mausoleo mientras muchos de los huesos de sus víctimas permanecen desperdigados por las cunetas, cree Hernández que "España sigue siendo un país al que le han robado la memoria y le han falseado su historia". ¿Y cómo revertir esto? "Con educación y reconstruyendo ese relato histórico que habría que haber hecho en la Transición. Ahora es más complicado porque se ha permitido un debate sobre la verdad o la mentira de la dictadura. Necesitamos convertir los centros de tortura en museos, que se quiten todos los símbolos fascistas, que el alumnado visite los campos...", añade. Vamos, los deberes de la memoria histórica.
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