José María del Palacio y Abárzuza (1866-1940), marqués del Llano de San Javier y conde de las Almenas, fue un apasionado de la historia de España. Formado como ingeniero agrónomo, dedicó su tiempo y sus recursos económicos al coleccionismo de obras de arte. No resultaría extraña su biografía de no ser por que combinando su segunda gran afición, la arquitectura, se construyó entre 1920 y 1922 una casa-museo coronando lo alto de un risco de Torrelodones, al norte de Madrid, en una finca de ochenta hectáreas y un perímetro de nueve kilómetros.
Pero lo singular del Palacio del Canto del Pico, de estilo eclectista, gusto historicista y erigido con la simple ayuda de canteros de la zona —el suelo de uno de los salones está asentado directamente sobre la roca viva—, es que integró numerosas piezas arquitectónicas de diversas épocas de las que había ido haciendo acopio el noble: columnas y capiteles góticos del castillo de Curial, puertas del convento de las Salesas Reales, artesonados de madera procedentes de Toledo o Teruel, motivos ornamentales extraídos de las colegiatas de Logroño y la Seu de Urgel y hasta el pequeño claustro gótico que había pertenecido al monasterio cisterciense de Santa María de la Valldigna de Valencia.
Apenas pudo el conde de las Almenas disfrutar quince años de su palacio, que fue incautado al estallar la Guerra Civil y utilizado por el Estado Mayor del Ejército republicano como centro de operaciones de la batalla de Brunete. Ubicado a 1.011 metros de altura, constituía un lugar estratégico desde el cual controlar el frente y las comunicaciones. Y en ese periodo ocurrió un trágico suceso: durante una visita en diciembre de 1925, Antonio Maura, el expresidente del Consejo de Ministros hasta en cinco ocasiones, sufrió una hemorragia cerebral mortal. El propietario, proclive a los epitafios, grabó en los escalones del edificio la poética frase: "Cuando bajaba por esta escalera, subió al cielo Antonio Maura Montaner".
En el testamento que hizo en 1937, ya exiliado en Londres, el conde de las Almenas legó Canto del Pico al futuro dictador Francisco Franco como agradecimiento "por su grandiosa reconquista de España" y a pesar, como enfatizó, de no tener "el gusto de conocerle". El caudillo ordenó habilitar una carretera para conectar la casa-museo con su residencia, el Palacio del Pardo, a apenas siete kilómetros de distancia. Convirtió aquel lugar en espacio de recreo para su familia, se dedicó a pintar los fines de semana y llegó a crear una granja de ovejas, gallinas y abejas, que cuidaba en colaboración con el guarda.
El palacete, que fue acumulando los regalos que recibía Franco —se habla de una mesa octogonal que perteneció a Mussolini—, pasó a manos de sus herederos, quienes vendieron la propiedad en 1988 al empresario hostelero José Antonio Oyamburu Goicoechea. En 2001, la Comunidad de Madrid bloqueó un proyecto para convertir el Bien de Interés Cultural, así reconocido desde 1930, en un hotel de lujo. Canto del Pico lleva más tres décadas en ruinas tras sufrir varios incendios y un continuo expolio. Según un informe de la Dirección General de Patrimonio de hace unos años, la mansión, que integra la Lista Roja del Patrimonio elaborada por la asociación Hispania Nostra, se encuentra en malas condiciones de seguridad y estabilidad.
Disputas y leyendas
La historia (y memoria) de la mansión madrileña es una de las protagonistas del libro Palacios de España (La Esfera de los Libros), de Ignacio González-Varas Ibáñez, catedrático de Historia del Arte y Patrimonio Cultural por la Universidad de Castilla-La Mancha. La obra propone un ameno e interesante viaje por veinticinco edificios palatinos de gran riqueza artística diseminados por toda la geografía peninsular, desde las residencias de la monarquía hispana, como el Palacio Real de Madrid o los Reales Alcázares de Sevilla, hasta las de los nobles del Siglo de Oro, como el Palacio de los Marqueses de la Conquista, en Trujillo, levantada por Francisca de Pizarro y Yupanqui, hija del conquistador del Perú, y su tío y a la vez marido Hernando Pizarro.
La selección palatina, según explica el autor, responde a la pretensión de realizar una visión panorámica y cronológica de la evolución de estos edificios en España desde sus orígenes en el siglo XIV, durante la guerra civil castellana —se omiten, por lo tanto, las construcciones musulmanas—, hasta su extinción en el XX, de abarcar el máximo marco territorial posible y a la voluntad de entroncar el palacio con la casa y el linaje para demostrar la diversidad de los modos de vida desarrollados en su interior y sus distintos ámbitos domésticos, representativos e institucionales.
Los veinticinco capítulos, ricamente ilustrados, se articulan en una suerte de breve biografía de cada palacio en la que se analizan sus elementos arquitectónicos y artísticos más destacados —del plateresco del Palacio de Monterrey de Salamanca al clasicismo barroco del Pazo de Oca, en Pontevedra, conocido como el Versalles gallego o el Generalife del Norte—, el linaje o familia a la que perteneció, su historia y los personajes de mayor relevancia que la protagonizaron y su estado actual.
Repasar la vida de los palacios es otra forma de abordar la historia de España y de sus clases nobiliarias. El Palacio Real de Olite sirve como eje para narrar la conquista del reino de Navarra por Fernando el Católico, el Palacio del Infante don Luis de Boadilla del Monte cuenta los recelos que Carlos III tuvo hacia su hermano por los derechos sucesorios y el Palacio de los Golfines de Abajo explica el origen, a priori degradante, del apellido de este linaje. Son solo tres ejemplos de una lectura lujosa, instructiva y llena de anécdotas y leyendas de incestos y fantasmas como las que envuelve el Palacio del Marqués de Linares —hoy sede de Casa de América— sobre el patrimonio histórico y artístico español.