Dicen, con cierta razón, que los seres creativos, aquellos que improvisan sobre la solidez del duende, destilan aromas que rozan el desequilibrio.
La historia de Félix Fernández, alias El Loco, comenzó en algún lugar de Sevilla cuando terminaba el siglo XIX. Nacido con eso que en España llamamos duende logró incorporar a su cotidianidad el flamenco y con él la improvisación, el fuego, la locura. Destinado a ser un jornalero más, un ser anónimo entre miles, un golpe de suerte lo elevó a una insumable altura desde la que se defenestró con estruendo.
Dicen que, ya entrados en el siglo XX, Sergei Diaghilev y Léonide Massine descubrieron a Félix Fernández en un café cantante. Ambos vieron en El Loco la pieza perfecta para aflamencar la rígida compañía de danza clásica que regentaba Diaghilev, los Ballets Rusos, que por aquel entonces se planteaba montar El Sombrero de Tres Picos de Falla. De esta manera, Félix Fernández entra en contacto con la más alta aristocracia de la danza europea de la época, entre quienes se encontraba Massine como coreógrafo y bailarín. Tal fue su entrada en aquel mundo que hasta Picasso lo inmortaliza con su trazo.
Tras firmar un contrato no muy bien entendido, el sevillano desembarca en Londres para participar en el montaje de El Sombrero de Tres Picos y todo se desata. Sin muchas referencias contrastadas para validar la leyenda, todo parece indicar que los continuos choques con el estilo académico imperante en los Ballets Rusos, los malentendidos debido al nulo dominio de otras lenguas y un largo etcétera desataron los demonios internos del andaluz. La locura se apoderó definitivamente de su ser.
Con infinito acierto, el Ballet Nacional de España bajo la dirección de Rubén Olmo recupera esta coreografía que yacía olvidada como le había ocurrido a su inspirador. Con nuevos bríos, El Loco sube al madrileño escenario de La Zarzuela con algunos retoques que la ha hecho más moderna, entendible y fluida.
['El loco', un español en los Ballets Rusos]
Dividida en dos actos de varias escenas fundidas con ingenio, la coreografía comienza por el trágico final. Un Prólogo en el sanatorio donde Félix Fernández estuvo recluido durante dos décadas nos adelanta la caída del genio. Inmediatamente, somos trasladados al Sur. Allí donde todo brilla, Félix podría hacer honor a su nombre sustituyendo la x por la z: es feliz.
El contraste entre las sombras iniciales y las luces del viaje a los orígenes es remarcado por una excelente música y la alegría de una danza vigorosa que el BNE expone con técnica y fuerza. En la memoria de quien escribe queda grabada la escena del aprendizaje, donde un joven Félix da sentido a su duende marcando el estilo que un supuesto tutor le indica.
En los Ballets Rusos no hay lugar para la improvisación, pero El Loco no entiende el arte desde el corsé
Más tarde llega el encuentro con quienes marcarán su futuro, Diaghilev y Massine. Un café cantante rebosa de arte flamenco; allí una bailadora taconea para deleite de dos públicos: el simulado en escena y el real que asiste al estreno. Esther Jurado, la bailadora, se luce en cada quiebro y arranca ovaciones de ambos públicos. Un acierto fue la contención de estas demostraciones de flamenco puro que, en muchas ocasiones, por un alargamiento poco justificado, suelen desdibujar la trama principal.
En el café cantante y tras un solo perfecto de José Manuel Benítez, en el papel de El Loco, se produce uno de los momentos sublimes de toda la función: una suerte de pas de deux entre el bailarín clásico Léonide Massine y el bailador sin escuela Félix Fernández. La noche del re-estreno en los cuerpos de Carlos Sánchez (Massine) y José Manuel Benítez (El Loco) este duelo acarició el cielo. La contraposición entre la férrea barra clásica y el alma libre flamenca se tradujo en reto de grandes vuelos con técnica y alma impecables.
Luego llega Londres y la locura se gesta en cada desencuentro. En los Ballets Rusos no hay lugar para la improvisación, pero El Loco no entiende el arte desde el corsé. El desenlace se augura. Sólo nos queda ver el sufrimiento de quien nunca bailó El Sombrero de Tres Picos en un Epílogo que embellece la frustración.
En su Elogio a la locura Erasmo de Rotterdam advertía que “es propio de la naturaleza humana, que no haya ingenio alguno sin grandes defectos”. Sin embargo, con El Loco el Ballet Nacional de España ha logrado encontrar el equilibrio necesario para redondear una coreografía que roza la perfección llena de ingenio y carente de defectos.