Natalia (Laia Costa al nivel que acostumbra) es una traductora que acaba de trasladarse a una casa destartalada situada en un pequeño pueblo a los pies de una montaña. Un buen día, la lluvia arrecia y aparecen las goteras. Andreas, el Alemán (Hovik Keuchkerian, en su mejor actuación hasta la fecha), uno de sus vecinos que se dedica a cultivar y repartir fruta, dirá tras echar un vistazo a las grietas que habrá que reparar todo el techo porque el daño es estructural.

Un amor, adaptación fílmica de la novela homónima de Sara Mesa firmada por Isabel Coixet se presenta como un trabajo de restauración sistémica, como la necesaria operación de remiendo integral que hay que acometer para eliminar las filtraciones de una dominación masculina que se apropia de las conductas de los hombres pero también de las femeninas.

La asunción casi literal del argumento de la novela de Mesa nos muestra a una Natalia que tratando de huir de una realidad que la atosiga termina refugiándose en un infierno rural en el que todo el mundo se conoce. Sus decisiones pueden parecer arbitrarias -el resorte dramático no es otro que un intercambio de sexo por bricolaje- pero se entienden mejor si uno analiza las lógicas de poder (masculinas) que intervienen y que Natalia ha naturalizado (su visión del deseo, de los celos, su docilidad, su tolerancia… cualquier intento de subversión termina en algún tipo de

castigo).

[Isabel Coixet, Isabel Herguera y Jaione Camborda hacen historia en San Sebastián]

Coixet, que quiere filmar un acto de liberación como bien se encarga de remarcar en un final aparatoso que no necesitaba de un adherido musical para hacerse evidente, maneja bien los encuadres, con una Laia Costa casi siempre orillada, pocas veces eje central de un relato invadido por presencias masculinas que la acosan, la tutelan, la anulan.

A su vez cabe destacar el notable trabajo a propósito de los cuerpos de los protagonistas y su disposición en función de los cambios que sufre su relación: sin duda lo mejor de la película se encuentra en ese intento por atrapar el significado de las inescrutables leyes del deseo. O, dicho de otro modo, cuanto más se acerca Un

amor a Passion simple de Annie Ernaux (o la adaptación que dirigió Danielle Arbid y que estuvo en la 68ª del festival de San Sebastián), mejor.

Entre sus méritos también figura la pericia a la hora de invocar el halo de los cuentos góticos merced a una iluminación que se acerca al tenebrismo cuando corresponde (cortesía de Bet Rourich) y a puntuales apuntes musicales que enrarecen el ambiente.

Los problemas vienen cuando toca vérselas con la transcripción audiviosual del estilo indirecto libre que Mesa maneja con maestría y que desemboca en una novela que, como señalaba el crítico Nadal Suau, “es imposible de reducir a un catálogo de arquetipos morales”, novela mucho menos taxativa y rotunda que esta película que convierte a los secundarios en clichés –el violador, el paternalista, los pijos– a fuerza de reiterar situaciones y que, sobre todo, diluye la voz de Natalia porque la cámara borra el modo en que ella percibe cuanto le sucede; es decir, objetiva.

En esta Un amor todo tiene que quedar más claro, han de explicarse las metáforas (sobre los buitres, sobre la montaña) como si las imágenes fuesen insuficientes, se necesitan momentos de intensidad emocional que den cuenta del pasado (el libro abjura de todo psicologismo), todo para alcanzar un final incontrovertible que sustituya la fecunda desazón del original literario.

Quien no deja que las malas hierbas del psicologismo le arruinen sus películas es el argentino Martin Rejtman y La práctica (2023) no es una excepción. Gustavo (Esteban Bigliardi) es un profesor de yoga. Gustavo se está divorciando de su mujer, también profesora de yoga. Gustavo es argentino, pero vive en Chile. Gustavo ve cómo una alumna suya sufre las secuelas de un temblor mientras estaba en su clase. Gustavo acude puntualmente a retiros para sacudirse la tensión acumulada. En uno de ellos, Gustavo se rompe el menisco.

'La práctica'

En el cine esencialista de Rejtman la repetición, el azar y la acción pura devienen los elementos básicos que acompañan a unas imágenes límpidas, mostrativas -con un clara preferencia por la frontalidad y el estatismo- en las que vemos como a sus personajes les suceden cosas (casi siempre las mismas cosas), jalones de un proceso de aprendizaje inconcluso, abortado bien por las propias limitaciones, bien por los impulsos, bien por las convenciones.

En La práctica, película que nos recuerda que el hombre es el único animal que cae dos veces por la misma alcantarilla, asistimos a un nuevo ejemplo de comedia rígida, con un protagonista enfermo de pasividad, rodeado de gente no menos perdida que él, que trata de sobrevivir en un mundo en el que la precariedad es ley. Todos ellos se procuran huidas constantes (a veces simplemente se les presentan) en forma de nuevas relaciones sentimentales, retiros espirituales, cambios de residencia o prácticas deportivas.

La película es como un desván en el que se amontonan escenas y personajes, una narración acumulativa en la que, como es habitual en Rejtman, no se añaden comentarios sobre nada de lo que se muestra. Hay, sin embargo, un interés por procurarle a la obra un ritmo propio basado en unas iteraciones festoneadas con ligeras variaciones, cadencia que viene dada, también, por unos diálogos pronunciados por actores con dicción de megafonía de tienda de electrodomésticos y rictus bressoniano (en la filmografía del director de Los guantes mágicos el gesto físico de los intérpretes no refuerza lo dicho).

Tampoco falta en este fresco melancólico sobre una generación desnortada la convocatoria del azar, solo que aquí las casualidades sobrevienen como trabas que lejos de desanudar la trama terminan por enredarla hasta conformar una madeja que no es más que el embrollo de la vida, un cúmulo de circunstancias e indecisiones que cada uno sobrelleva como buenamente puede. En definitiva, una película sencilla como el telescopio Hubble, todo es asomarse a ella y mirar y olvidarse enseguida de los complejos mecanismos que nos permiten ver lo que vemos.

Dos obras menores

Por más que uno no pueda dejar de compartir el sobrecargado mensaje feminista que emana de las imágenes, pero sobre todo de las voces, que habitan El sueño de la sultana (2023), la película de la también artista visual Isabel Herguera tiene más (mucho más) de admonición que de desafío reflexivo. De narración torpona, el viaje de Inés a la India para seguir los pasos de Begum Rokeya, autora de la novela de ciencia ficción original, firmada en 1905, en la que se inspira el filme y que presenta un microcosmos dominado por las mujeres (de nombre Ladyland), se va entrecortando como una frase atestada de comas.

Una imagen de 'El sueño de la sultana'

Ese contar intermitente en el que se intercalan el relato original, la investigación de la protagonista a propósito de la escritora, la búsqueda de la Ladyland real (como si fuese Heinrich Schliemann rastreando Troya) y sus propias cuitas –y en el que aparecen y desaparecen un poco porque sí figuras reales como las de Paul B. Preciado o Mary Beard e imaginarias como la del director de cine italiano que apenas ejerce como padre de Inés- va superponiendo fragmentos de historias a la manera de un sueño errático, como si la incapacidad para viajar con los ojos cerrados que sufre la protagonista se apoderase de una pantalla de la que brota una animación antinaturalista, onírica y cambiante (desde los recortables a la técnica Mehndi).

De hecho, la primera cinta europea de animación que participa en la competición oficial del Festival de San Sebastián levanta el vuelo cuando se despega de la palabra y deja que sus imágenes nos colmen de sugerencias –ese viaje por el interior de una vagina que nos deposita en una nueva dimensión- sin necesidad de incluir constantes notas al pie, ni argumentos de autoridad para refrendar su tesis de partida.

[Cristi Puiu apunta a la Concha de Oro con la milimétrica 'MMXX']

Por su parte, el belga Joachim Lafosse regresa al certamen que le encumbró como director por Los caballeros blancos (2015) con una historia truculenta con la pederastia como telón de fondo que, bajo su título (Un silencio) esconde todas sus virtudes, pero también todos sus defectos. Estamos ante una película mejor filmada que escrita que arranca con la mención de un intento de parricidio y que hunde sus cimientos en lo no dicho (¿cómo hemos llegado hasta aquí?), en el secreto que guarda celosamente Astrid Schaar (Emanuelle Devos) a propósito de su marido François (Daniel Auteuil), un abogado de reconocido prestigio inmerso en un caso de suma relevancia.

Daniel Auteuil en 'Un silencio'

Los dos son padres de Caroline (Louise Chevillotte), un hija ya alejada del hogar, y de Raphael (Matthieu Galoux), su hijo adoptivo. Tres cuartas partes de los Schaar custodian un pecado cuya revelación supondría la caída en desgracia del clan sin posibilidad de redención. Y el guion que firman Chloé Duponchelle, Paul Ismaël y el propio Lafosse magnifica esa ocultación a fuerza de retenerla, evitando contarnos aquello que atribula a Astrid, que indigna a Caroline, alguien que desprecia profundamente a su padre, y que Raphael desconoce.

Aceptemos las normas que el propio filme dispone y no arruinemos la sorpresa -desvelada entorno al ecuador de la película– a propósito de ese secreto que incumbe al padre y que se proyecta sobre su comportamiento presente, pero avancemos que esa falta se apodera de una puesta en escena claustrofóbica en la que los tonos apagados, el uso del reencuadre y la aparición de un inquietante leitmotiv musical sirven para componer una atmósfera asfixiante y por momentos enfermiza (el primer plano de la película, el rostro de Devos encerrado por el retrovisor de su coche, no puede ser más significativo), también para marcar las relaciones de discordia entre los personajes (cómo filma Lafosse el primer encuentro entre madre e hija, la puerta de la casa familiar como elemento que determina la ruptura entre ambas).

Sucede que cuando la herida se abre y la sangre pretérita empieza a infectar el ahora, aquel guion que funcionaba por sustracción se despliega en un mosaico de puntos de vista que pretenden ofrecer las reacciones de todo el círculo familiar, lo que despresuriza la irrespirable concisión que tensaba la primera parte de la película para abrazar el chaleco salvavidas de una narrativa que oscila entre el procedimental al uso y el melodrama desgarrado. Todo para, al final, quedarse flotando en mitad de un mar de indecisiones.