La primera de las muchas cosas perturbadoras que atañen a esta magistral novela de Sara Mesa (Madrid, 1976) es el título: a medida que avanzamos en ella, dan ganas de cantarle a su protagonista, como en aquella bachata, “Oh, no es amor, lo que tú sientes se llama obsesión”. Las bromas se acaban aquí: por supuesto, el ritmo y el tono de Un amor tienen nada de fiesta latina y todo de opresión experimentada en la duermevela. Mesa demuestra otra vez que es una autora inconfundible en su manejo de los silencios, los hechos expuestos sin consuelo ni explicación, la brevedad afilada. En esta nueva entrega de relaciones límite entre personajes desconcertantes (Cicatriz, Cara de pan…) que constituye su obra, el lector afronta un conflicto todavía más incómodo y, por eso mismo, hipnótico.
A pesar de la comprobada incompatibilidad entre Mesa y cualquier oportunismo, sus libros alientan el divertido equívoco de parecer construidos en torno a “temas de debate”. ¡Qué trampa para perezosos! Fíjense en el argumento de Un amor: una joven urbanita, Nat, se retira a un pueblo, por razones confusas que solo entrevemos. ¿Algún comentarista caerá en la tentación errónea de situarlo en la estela neorural? Una vez instalada en ese entorno cuyas reglas desconoce, Nat desarrolla un abanico de relaciones de naturaleza diversa con quienes la rodean, vínculos laborales, afectivos, coyunturales, económicos, vecinales, e incluso multiespecie (¿qué sería un relato de campo sin un perrito?). De ahí surgirán violencias psicológicas y hasta físicas que nuestro amigo el comentarista despistado se arriesgaría a clasificar como “reflexiones” acerca del género o del estatus de la prostitución.
Sería un error, entre otras razones porque la inteligencia que despliega Mesa no es reflexiva sino narrativa, y en consecuencia no estamos ante “temas” sino ante una materia que aspira a encarnarse tangible, única, impredecible en sus anfractuosidades. La mayor incomodidad en Un amor, como en la realidad, es que resulte imposible reducirla a un dictamen de parte o a catálogo de arquetipos morales. Sus aristas se presentan bajo una prosa de limpieza desconcertante, escueta, ágil: se lee con la velocidad que asociamos al disfrute, pero al cerrarlo nos encontramos desamparos.
Las aristas de 'Un amor' se presentan bajo una prosa de limpieza desconcertante, escueta, ágil; una novela magnífica
Vuelvo al título, encabezado por un artículo indefinido que despierta suspicacias: ¿cuál es el amor al que alude? Sin cerrar la puerta a otros significados menos obvios, el lector encuentra una respuesta directa en el texto, que se centra en una historia de amor-pasión con detonante heterodoxo y ferocidad sexual. Sin embargo, la verdadera clave es el poder. Cómo se ejerce y vehicula, cómo deseamos gozarlo o someternos a él, cómo infecta cada paso individual y colectivo, nunca nombrado, nunca olvidado. El vértigo que provoca el Amo cuando renuncia a explotar la servidumbre voluntaria del esclavo. El miedo que distribuyen las terminales del poder en un colectivo. Los castigos que inflige. Como no hay sujeto de poder más incontestable que el tiempo, mi sentencia favorita en Un amor, con ecos de Fleur Jaeggy, es la que reza: “El tiempo es el castigo”. Recuérdenla, lectores, cuando lleguen al final abrumador del libro, tan brusco, tan perfecto.
La única ocupación profesional de Nat durante estos meses es la traducción de las obras teatrales de Agota Kristof (no se menciona, pero las pistas y las citas no engañan; fuera de la ficción, la editorial Sitara las publicó hace un año). Hablar de ella, que escribía en un francés aprendido tardíamente con serias limitaciones, es referirse a la naturaleza precaria, desarraigada y onírica del lenguaje. Nat se esfuerza en “traducir” a los otros, en traducirse ante ellos. Fracasa. En una pieza breve titulada ‘La epidemia’, un personaje de Kristof afirma: “Eso ya no existe: ‘mi casa’”. Este es el trayecto que Nat corona (pero no inicia) en las páginas de Un amor. Obtiene cosas, pierde muchas. Construye un sentido. A nosotros, Mesa nos entrega una novela magnífica.