'Sin malos rollos': la puta buena y el niño bien

La comedia romántica es un género que a priori no parece gozar de demasiado prestigio. Sin embargo, algunas grandes películas de la historia del cine lo son. Ahí está la magnífica La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) en la que Katherine Hepburn y Cary Grant le daban una vuelta a los roles de género con una protagonista audaz e impetuosa y un “galán” patoso y tímido.

Sin irse tan lejos en el tiempo, títulos como Annie Hall (Woody Allen, 1977), Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989), El día de la marmota (Harold Ramis, 1993), Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995) o El diario de Bridget Jones (Sharon Maguire, 2001) demuestran que es posible combinar una mirada “dulce” sobre los asuntos del corazón con la excelencia artística.

Sin malos rollos no alcanza el nivel de los clásicos citados pero lo intenta, lo cual ya es un mérito. Dirigida por Gene Stuniptsky, ganador de varios Grammys por sus guiones para la versión americana de la serie The Office y de quien disfrutamos su debut en el largometraje, aquella estupenda Chicos buenos (2018) en la que retrataba con ternura e ingenio ese momento en el que termina la infancia y comienza la adolescencia. En Sin malos rollos, su segunda película como director, se pone más serio aunque sin abandonar el terreno de la comedia.

La película arranca cuando Maddie (Jennifer Lawrence), una treintañera con problemas económicos, acepta el peculiar encargo que le ofrece una familia de ricos: a cambio de un coche que necesita para trabajar como conductora de Uber y no perder su casa de la infancia por las deudas, deberá “espabilar” a un chaval de 18 años que a punto de ir a la universidad se obstina en ser tímido y asocial. “Sentimos mucho respeto por los trabajadores del sexo”, dice el adinerado patriarca (interpretado por un orondo Matthew Broderick) a Lawrence cuando la contrata para su propia sorpresa.

¿Tener sexo por dinero convierte a una persona en prostituta? “Yo he follado por mucho menos”, le contesta su amiga. De esta manera, Maddie seduce a Percy (Andrew Barth Feldman), con quien se lleva quince años porque ella sigue siendo joven pero el chaval acaba de alcanzar la mayoría de edad. Aquí, como en el clásico de Hawks mencionado al principio, Maddie es la “echada p’adelante” y él el sieso.

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La diferencia generacional está servida, frente a un cierto cinismo de ella, que considera todas las relaciones destinadas de manera inequívoca al fracaso, el idealismo del joven, que antes de perder la virginidad (asunto siempre importantísimo en el cine americano) quiere “enamorarse”.

Sin malos rollos, título espantoso donde los haya, no solo contrapone la mundanidad desencantada de la mayor con la ingenuidad romántico del joven. También la diferencia de clases. En un momento de tensión entre la pareja (porque claro, Lawrence conquista al joven), él le suelta que en cualquier caso él acabará viviendo en París mientras ella sigue sirviendo mesas o conduciendo taxis. Todo ello en una encantadora villa pesquera, Montauk, al norte de Nueva York, en la que los antiguos residentes, como ella misma, están siendo expulsados por una horda de ricos que están construyendo allí su segunda residencia.

A veces, a Sin malos rollos le falta un poco de mala leche y acabar de consolidar una propuesta que gana cuanto más audaz es. Lawrence, actriz magnifica, se luce interpretando a ese chica algo barriobajera y endurecida por la vida, con buen fondo claro, que acaba si no enamorada, sí fascinada, con ese jovencito un tanto resabio que no es consciente ni de sus privilegios como millonario ni de su propia juventud. Al final, la película no solo entretiene, también deja buen poso y acaba siendo una hermosa parábola sobre la dificultad no tanto de amar como de comunicarse.