León Siminiani (Santander, 1971) es un rara avis de nuestro cine. Autor de las audaces Mapa (2012) y Apuntes para una película de atracos (2018), diarios fílmicos en los que desnuda tanto los miedos y esperanzas de su generación como las convenciones narrativas y de producción del medio, paralelamente ha dirigido series documentales de investigación como El caso Asunta, 800 metros y El caso Alcassèr.
Con su último cortometraje, Arquitectura emocional 1959, galardonado con la Espiga de Oro de la Seminci y un Goya, abandonando la primera persona, ha dado un decidido paso hacia la ficción en la que mantiene las marcas de su estilo, como la voz en off, el uso del material de archivo o la interacción con el espectador, elaborando un personalísimo dispositivo formal que se antoja como un hallazgo con mucho recorrido.
El filme, que puede verse en Movistar Plus+, narra una historia de amor entre dos jóvenes universitarios de distintos estratos sociales a finales de los años 50, poniendo la lupa en cómo la arquitectura y el urbanismo (a través del trabajo del arquitecto Secundino Zuazo) pueden marcar nuestro destino.
Pregunta. ¿La producción ha sido muy diferente a la de sus anteriores trabajos?
Respuesta. La voz en off y la estructura están construidas a priori y, en ese sentido, opero al contrario que en mis películas más ensayísticas, en las que hay una alternancia continua del montaje y del rodaje. En Mapa o Apuntes… el proceso de construir la película es la propia película. Esta, en cambio, es una historia con un cierre absoluto y circular. Es una película de ficción, aunque muy sui generis. Además, trabajo por primera vez con algo completamente externo a mí, como es la idea de cómo los edificios, la ciudad y los recorridos por las calles conforman nuestra vida emocional.
P. ¿La voz en off no tiene buena reputación en el cine?
R. Sí, siempre es sospechosa, porque se supone que el cine es el arte de contar en imágenes. No lo comparto, se puede hacer cine de muchas maneras y una de ellas es desde el off y lo literario. Hasta ahora mi vocación era ensayística, en primera persona, pero aquí doy un paso hacía una construcción más de cuento. Pero no abandono ciertos estilemas que miran a la interactividad, como la ironía o la referencia a estar contemplando una proyección con otras personas.
P. ¿Qué lecturas le inspiran?
R. Nunca he sido un gran lector, pero la carrera de Filología Hispánica me dio un suelo literario sólido. En los últimos diez años, a raíz de mi trabajo en la ficción investigativa, me empezaron a interesar escritores que trabajan con la historia, a veces desde imágenes como Sebald o Éric Vuillard, y aquellos torrenciales en la investigación y en la creación de mundos: Mailer, Talese, Carrère, Cercas… También me interesa todo lo que tiene que ver con la crítica, la crónica y el ensayo arquitectónico para legos.
P. En el filme confía en que el espectador complete la puesta en escena en su cabeza…
R. Hago un cine con muy pocos medios, porque muy pronto intuí que no me iba a sentir cómodo de otra manera. Con el tiempo fui desarrollando la idea de que lo más disponible que tenía era el imaginario colectivo. Creo que fue en Mapa cuando hice ‘click’: existe algo común a la gente que está ahí fuera, particularmente a mi generación, con lo que puedo trabajar y crear complicidad. Después, encontré refrendos en obras literarias y cinematográficas del siglo XX. Cuando descubrí la idea del distanciamiento de Brecht me di cuenta de que era sobre lo que yo trabajaba conceptualmente. Luego entran Godard, Marker, Pasolini o Martín Patino, en confrontación a la noción de inmersión propia de la escuela clásica americana.
P. Los más perjudicados en este dispositivo formal son el diálogo y el plano corto...
R. Trabajando con el director de fotografía Giuseppe Truppi buscábamos una escala en la que la ciudad, la calle y el edificio fueran privilegiados frente a los personajes. Se ha perdido el sentido de puesta en escena amplia, en la que los cuerpos se expresan como si estuvieran en tableaux vivants, como ocurría en cierto cine japonés, de Naruse o Kurosawa. Por otro lado, los diálogos se trabajan más como murmullos que como enunciaciones. Es un desafío y un reto que implica mucha generosidad por parte de los actores porque no podían contar con las herramientas habituales para realizar su trabajo expresivo.
P. Utiliza todo tipo de materiales, desde planos a imágenes de archivo. ¿Cómo criba?
R. Las imágenes de archivo son una herramienta para disparar la imaginación del espectador, en contraste con el Madrid contemporáneo con gente con mascarillas que le estoy ofreciendo. Puede entrar cualquier cosa, pero no en busca de una realización estética, sino de la conformación de un imaginario. Y eso le afecta a la música, a los grafismos, al encuadre e, incluso, a la voz en off. Saqué muchos términos del ensayo Usos amorosos de la posguerra española, de Carmen Martín Gaite, que suenan un poco a nuestras abuelas, para aterrizar en esos años 50.
P. En su cine las diferencias de clase están en el centro del relato. ¿Cuál es el motivo?
R. La identidad y la lucha de clases son nucleares en mi manera de ver el mundo. Creo que ahora son conceptos que están de vuelta y que son muy válidos para situarte, saber quién eres y de dónde vienes, cuáles son tus privilegios respecto a otras personas. Además, me interesa mucho la exploración del espacio como traducción de todo esto. En la ciudad es donde mejor se plasma.
P. La emoción aflora siempre en su cine. ¿Lo busca?
R. Soy muy mental y el reto siempre es conseguir un vuelo poético y sentimental, pero intento llegar a ese objetivo desde un camino más tortuoso o parabólico. La emoción se puede empujar en la narrativa audiovisual a través de los diálogos, la música, el color… Yo no empujo desde ahí, ya que trabajo desde la distancia. Aunque valoro mucho el cine de pensamiento puro que destierra lo narrativo, siempre me he sentido un contador de historias que piensa en términos de relato.
Un desnudo sin personaje
El cine (y Arquitectura emocional 1959 no deja de ser cine, y con mayúsculas, aunque su metraje ronde los 30 minutos) no suele depararnos experiencias tan singulares como la que propone León Siminiani en su último corto. Aunque su dispositivo formal puede resultar sobre el papel un tanto cerebral y rígido (el predominio de los espacios sobre los personajes, de la voz en off sobre los diálogos, la recreación de época limitada a la vestimenta de los protagonistas y a las imágenes de archivo...), todo fluye: desde el contenido didáctico sobre la arquitectura a la delicada historia de amor, pasando por el retrato político de los años 50. Pero, sobre todo, hay que celebrar la apuesta del director por hacer partícipe al espectador del juego creativo del filme, como en ese inolvidable desnudo sin personaje.