Con una dilatada trayectoria como guionista a sus espaldas —de La primera noche de mi vida (Miguel Albaladejo, 1998) a La vida inesperada (Jorge Torregrossa, 2013)— la escritora Elvira Lindo se estrena en la dirección aliándose con la realizadora bonaerense Daniela Féjerman (A mi madre le gustan las mujeres) para adaptar uno de sus relatos.
La película que abrió ayer la 26ª edición del Festival de Málaga, situada con acierto fuera de concurso, se interna en la vida de Nora (Aura Garrido), una joven actriz de éxito —todo arranca con la concesión de un Goya— que mantiene una tensa relación con su madre, Cecilia (Emma Suárez), una interprete venida a menos, narcisista, de vida disipada y con una enfermedad que oculta a medio mundo; y con su abuela Lilith (Magüi Mira), una dama del teatro ya retirada que no se aviene con su hija pero sí con su nieta, con la que comparte pragmatismo y racionalidad.
Los paralelismos biográficos y el juego metatextual (el padrastro de Nora incorporándola al reparto de La gaviota), los ramalazos de melodrama huracanado a lo Tennessee Williams —la ruptura entre Cecilia y Mario (Francesc Garrido)—, la mezcla de referentes de la cultura popular (Sálvame, la revista) y la alta cultura (Chéjov), o el uso del color podrían mirarse en el cine del último Pedro Almodóvar si no fuese porque el juego cromático es puramente cosmético y carece de expresividad, y el entreverado de tramas desemboca en una narración dubitativa, herida por flashbacks prescindibles y aparatosas rememoraciones filmadas en un contrastado blanco y negro.
Es Alguien que cuide de mí una comedia dramática desequilibrada en todos los terrenos, con actrices y actores situados en registros muy diversos, vías argumentales que se abren en dirección a destinos tan alejados los unos de los otros que parecen pertenecer a películas distintas. Tampoco funciona la teatralización de las actuaciones y el trabajo de cámara resulta difícilmente descifrable a tenor de las variaciones estéticas que están detrás de una puesta en escena sobrecargada de movimientos, como si se quisiese compensar el tono monocorde de la función con un dinamismo visual injustificado.
Expliquémonos seleccionando la que quizá sea la mejor secuencia del filme, la interpretación al piano que Nora y Teo (Víctor Clavijo) hacen de Bola de nieve. En primer lugar, los dos actores que interpretan a Nina y Trigorin en La gaviota protagonizan una comedia romántica que funciona de manera autónoma (una lectura en clave de género sobre esta subtrama bien merecería un texto aparte).
Por un momento, esa relación incipiente conecta de manera orgánica con el texto de Chéjov —por lo demás, una referencia para legitimar culturalmente la película— y la química de los actores, que recuperan el entendimiento que ya desplegaron como Amelia Folch y Lope en El ministerio del tiempo (Javier Olivares & Pablo Olivares, 2015-2020), consigue incluso desactivar las labores de sabotaje practicadas desde la mesa de edición.
Además, son continuos los cortes y cambios de emplazamiento casi dispuestos para impugnar el romance (ese montaje quintacolumnista se observa aún con mayor claridad en el pasaje en el que Pedro Mari Sánchez interpreta el "Yo soy la vedette" que popularizó Esperanza Roy). La secuencia es, por desgracia, la excepción en una película en la que amabilidad e indiferencia se confunden peligrosamente.
El apartado competitivo se abre hoy con dos óperas primas: Matria, el debut del director gallego Álvaro Gago, que viene de competir en la sección Panorama de la Berlinale; y Tregua(s), primer largo de ficción del premiado cortometrajista Mario Hernández.
Contra Fidel Castro
El seísmo de la jornada inaugural llegó procedente de Cuba y su epicentro hay que situarlo en la siempre rigurosa sección oficial de documentales del Festival de Málaga, permanentemente desatendida por unos medios que a tres películas de sección oficial por día apenas tienen —apenas tenemos— tiempo para alejar la mirada del brillo de la alfombra roja. Las secuelas anímicas que deja una película como El matadero, quinto trabajo de Fernando Fraguela que por seis minutos no alcanza la categoría oficial de largometraje (y, la verdad sea dicha, tanto da), son de digestión difícil y desazón continua.
En esta pieza cuyo impacto emocional, motivado por una concepción cinematográfica digna de un aprendiz aventajado de los maestros del horror, es inversamente proporcional a lo frágil de sus hechuras, Fraguela encabalga el tiempo biográfico con el tiempo histórico, como tratando de recuperar a través del cine el préstamo vital a fondo perdido que le entregó al castrismo por una casualidad ineluctable; esto es, nacer en la Cuba de principios de los 90.
El indisimulado ajuste de cuentas con un régimen que petrificó un país hasta convertirlo en una ruina habitada, cuya inmutable pobreza se transmite de generación en generación, adopta aquí unos perfiles multiformes, desde una poética voz en off que sobrevuela el relato con airada tranquilidad, hasta un asombroso tratamiento de sonido, obra de Emilio Polo, que subjetiviza la mirada observacional de la obra hasta casi desmentirla y transforma en naturalezas muertas propias de las películas de George A. Romero las estampas del barrio en el que el director y Dusniel, su amigo y coprotagonista elidido, viven (esas tomas frontales de los decrépitos edificios de apartamentos, acompañadas por el ritmo seco de unos golpes que bien podrían ser los de un machete).
Igualmente ominosas son las imágenes de las cochiqueras, corrales plantados en mitad del verde, enrarecidos desde la banda de sonido, los cerdos elevándose como terrible metáfora de una ciudadanía condenada al exilio o a la pobreza.
La superposición de tiempos y texturas, el montaje como herramienta para fabricar bromas incendiarias (Fidel Castro hablando por boca de una rana), la amplificación del audio de la televisión como arma de contaminación ideológica o el uso del videojuego como expresión de un deseo virtual inalcanzable en la realidad, hacen de El matadero una película rabiosa e indómita, no apta para espíritus sensibles ni para animalistas, que convierte el testimonio personal (y, por lo tanto, expuesto a ser rebatido) en una enmienda a la totalidad del castrismo.
Más convencional pero igualmente atendible es Alcira y el campo de espigas, reconstrucción de la sinuosa existencia de Alcira Soust, profesora y poeta uruguaya afincada largo tiempo en México que frecuentó a tipos tan dispares como el poeta León Felipe, el pintor Rufino Tamayo o el escritor Roberto Bolaño, una activista a tiempo completo, de personalidad y mente huidizas, querida por todos los que la trataron y, sin embargo, sola.
Agustín Fernández Gabard, sobrino de la retratada, presenta un documental biográfico al uso en el que las entrevistas y el material de archivo, combinados con los poemas de la escritora, se suceden con ritmo ágil para tratar de desvelar los misterios que rodearon a aquella mujer de aspecto extravagante, capaz de encerrarse durante 12 días en los baños de la UNAM mientras el ejército mexicano ocupaba las instalaciones allá por 1968.
Militante comprometida con las causas izquierdistas que hizo de la universidad y las reivindicaciones estudiantiles casi una profesión, hasta el punto de carecer de residencia fija y establecerse por momentos en el propio centro, Alcira Soust padeció desarreglos psicológicos a raíz de un incidente automovilístico de graves consecuencias para ella y cuyo origen oscurecen las distintas declaraciones registradas por Fernández, alguien que maneja con habilidad el archivo y gestiona con la pericia de un pulcro autor de novelas de misterio un tierno giro de guion final para endulzar una vida que no acabó bien para, malgré tout, hacerle justicia a su protagonista.