Algunas buenas películas conmueven por sus fogonazos de genialidad y no tanto por el conjunto estético o por la arquitectura de la propuesta. Bastan una o dos escenas para justificar su existencia. Otras encuentran su decantación cuando se alían con el tiempo del metraje, haciendo emerger su esencia mediante una narrativa in crescendo que nunca parece agotarse, que puede depararnos una emoción (una felicidad) inesperada.
Es como desentrañar una muñeca rusa para al final encontrar una fastuosa joya en su interior. Tampoco es frecuente toparse con filmes de apariencia humilde que nos conducen a lugares insospechados donde el autor de esas imágenes está realmente volcando océanos de talento y sabiduría cinematográfica.
Creemos que Los Fabelman, con todo lo que tiene de “especie única” en el firmamento de Hollywood, pero también de película autobiográfica inscrita en su propio género, puede adscribirse orgullosamente a cualquiera de estas formas de percepción.
Steven Spielberg, con 74 años, 35 largometrajes y al menos 8 obras maestras a sus espaldas, ha decidido sumergirse en su infancia, o en algunos capítulos reseñables de ella en cuanto a su educación sentimental. En esa estela memorialística, nostálgica y confesional también cabe englobar los trabajos recientes de otros importantes cineastas de la contemporaneidad, como James Gray, Marco Bellocchio, Paul Thomas Anderson, Joanna Hogg, Richard Linklater o Alejandro González Iñárritu, quien a su vez le ha seguido la pista a su compatriota Alfonso Cuarón.
Las ondas sísmicas de Roma (2018), al parecer, han abierto puertas de producción que conducen a estas películas, y que ahora se ofrecen como un ramillete de cuatrocientos golpes, amarcords y ottos e mezzos en las filmografías de cineastas importantes. No siempre están Truffaut o Fellini, pero sí sus espíritus. No siempre está el cine, pero sí sus rastros.
Más truffautiana que felliniana, Los Fabelman da título a la crónica y a la familia que retrata. Pongamos, por licencia autobiográfica, que es la familia Spielberg. Y que el joven protagonista, Sammy (Gabriel LaBelle), es el alter ego de Steven. Sus padres, interpretados por Michelle Williams y Paul Dano, están trazados bajo el recuerdo que guarda de ellos y de su ambivalente relación conyugal, marcada por la separación forzosa por motivos del corazón.
Spielberg basa su relato en su época de su crecimiento en Arizona, durante la posguerra (nació en 1946), desde los 7 a los 18 años, y en cómo descubrió y exploró el poder del cine (de las imágenes cinematográficas) para revelar no solo la verdad de lo que filma, de lo que le rodea, sino de su propia verdad interior. Descubre quién es y a qué se va a dedicar. Descubre sobre todo que la vida (y sus desencantos) solo se explica (se revela) a través del cine.
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Los Fabelman no es solo el retrato de la familia biológica a la que da título, también lo es de su familia cinematográfica, de sus ancestros y parientes creativos. El espectacular epílogo, en el que John Ford y David Lynch se fusionan, será no solo una cima en la estructura del relato, sino en la propia bio-filmografía de Spielberg y en la monumental historia del cine americano.
He ahí uno de los diversos fogonazos de genialidad que nos depara el visionado del último trabajo del creador de Tiburón, escrito junto a Tony Kushner, coguionista de sus películas más “dramáticas” en este siglo XXI: Múnich (2005), Lincoln (2012), West Side Story (2021). Bajo la apariencia cándida de una comedia familiar (como el Forrest Gump de Zemeckis, como el Benjamin Button de Fincher, como el Hugo de Scorsese), ¿es Los Fabelman otro drama arropado con vestimentas amables?
El otro fogonazo, que no en vano dura casi cinco minutos, lo envuelve el encantamiento de una pieza de Bach al piano de Glen Gould. Reproducida en su integridad, Concierto en Re menor mece las imágenes que Sammy ha filmado en un pícnic con su familia y el mejor amigo de su padre. Desde que Kamen Kalev la empleara en el crepúsculo final de Eastern Plays (2009), el cine no había hecho uso de esta pieza con tanta emoción.
Cuando prepara un montaje de las imágenes caseras para regalar a su madre por su cumpleaños, Sammy descubre el secreto mejor guardado en la familia. El cine se lo ha revelado. Le ha mostrado precisamente aquello que no buscaba. Algo parecido al lado oscuro de la vida. El cine ha embalsamado el secreto familiar, que será también el suyo a partir de entonces.
El rostro humano
La educación sentimental de Sammy queda definida por el encuentro con los juegos –abismal es también el primer efecto especial que crea con un tren eléctrico– y los reversos de la sintaxis cinematográfica.
Por más monstruos, gigantes, alienígenas, dinosaurios y criaturas horripilantes; por más espectáculos, aventuras, mitologías o distopías que el cine de Spielberg haya imaginado; por más naves espaciales, robots, clones o tecnologías que haya diseñado y desarrollado (y en ello su legado es pionero), el centro gravitatorio de su cine siempre es el rostro humano.
Esto no se dice con la frecuencia debida. Pero fijémonos cómo Spielberg prioriza siempre la reacción de la mirada ante el espectáculo del mundo (por maravilloso o atroz que pueda ser) que el espectáculo en sí mismo. Descubrió en El diablo sobre ruedas y Tiburón el potencial de la amenaza invisible y lo ha ido sofisticando.
Su firma distintiva es el plano en dolly que se acerca lentamente a la reacción (maravillada, intrigada o de espanto) del actor/personaje enfrentado a algo que está fuera de campo, algo que es superior a él, y que por un tiempo nos oculta. En los rostros proyecta su imaginario.
El código genético de Spielberg siempre nos acaba mostrando ese otro lado. Lo que podríamos haber imaginado es neutralizado por su imaginación, que será siempre superior (o más interesante) que la nuestra.
Ese fue el problema de La lista de Schlinder, que también quiso espectacularizar (recrear) lo irrepresentable. En Los Fabelman, la reacción en la mirada de Sammy precederá a la revelación de las imágenes que está viendo. Cine con mayúsculas.