¡Quién lo iba a decir! El cineasta más admirado, homenajeado, plagiado e imitado de finales del siglo XX y lo que llevamos del XXI no es Eisenstein, ni Ford, ni Welles, ni Antonioni, ni Bergman o Kubrick. No es el autor de obras maestras “indiscutibles” como El acorazado Potemkin, La diligencia, Ciudadano Kane, La noche, El séptimo sello o 2001: una odisea del espacio. No. Es un tipo tan humilde como voluntariamente dedicado en exclusiva durante varias a décadas al puro cine de género, con producciones de bajo presupuesto, amparadas bajo el paraguas de lo que de forma inexacta pero resultona venimos denominando Serie B.
Películas de acción violenta, terror sangriento, ciencia ficción efectista, artes marciales, sustos, tiros y persecuciones. Cine de barrio de verdad (no de ese que dicen en la tele, no en mi barrio). De grindhouse, como lo llaman los hípsters. De programa doble, que decimos quienes sabemos de qué hablamos, porque somos tan viejos como para haberlo visto incluso antes de la era del videoclub.
El director más admirado, plagiado y homenajeado (dos palabras a menudo intercambiables) de las últimas décadas es un señor de pelo blanco con muchas entradas y mirada seria e inteligente, aficionado a pulsar las teclas del también antaño denostado sintetizador: John Carpenter. Creador de clásicos crucificados en su día como La noche de Halloween (1978), 1997, rescate en Nueva York (1981), La cosa (1982), Golpe en la pequeña China (1986) o Están vivos (1988), a los que se dedicaron entrañables términos como “violencia gratuita”, “cine de sangre e higadillos”, “acción barata y hortera” o similares. Sobre todo entre la crítica española, ojo.
Vuelve por Navidad
Estas Navidades, la mejor o al menos una de las mejores películas de terror, al decir de crítica y aficionados, ha sido Christmas Bloody Christmas de Joe Begos. Una reformulación de Black Christmas (1974) y Terminator (1984), ejecutada (nunca mejor dicho) al más puro estilo Carpenter: siguiendo el esquema de la saga original de Halloween (incluyendo la peculiar Halloween III, de 1982), con partitura electrónica machacona, humor cómplice, violencia sangrienta y al tiempo sobria, color y ningún adorno innecesario.
Su director, Joe Begos, ejemplo con Ti West o Panos Cosmatos del terror retro actual que mira a los 70 y los 80 de forma tan cómplice como astuta, ya había estrenado antes la violenta y divertida VFW (2019), revisión crepuscular de Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976).
En el pasado Festival de Gijón, una de las cintas más sorprendentes, que escapó al radar de Sitges, fue la francesa La gravité de Cédric Ido, ingeniosa combinación de drama social de banlieu, ciencia ficción apocalíptica y thriller de acción, con un ojo puesto en el Carpenter no solo de Asalto… y Están vivos, sino hasta en el de su injustamente menospreciada El pueblo de los malditos (1995).
Uno de los principales culpables de la recuperación de Carpenter para el siglo XXI, y sobre todo para su reificación crítica y reconversión en genuino auteur al estilo Cahiers, fue esa rata de videoclub llamada Quentin Tarantino.
No solo hay ya ecos de Carpenter en Reservoir Dogs (1992), sino que todo el proyecto Grindhouse (2007), junto a su socio y cómplice Robert Rodríguez, está empapado de sensibilidad ochentera en general y carpenteriana en particular, desde la elección de Kurt Russell para protagonizar su Death Proof a la estructura, humor y acción circense de Planet Terror, dirigida por el mismo Rodríguez que admite gozosamente la influencia del Carpenter más festivo en sus sagas de El mariachi (1992), Machete (2010) y hasta Spy Kids (2001). Tarantino supo extraer a la claustrofóbica La cosa su corazón wéstern, transplantándolo a Los odiosos ocho (2015).
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Algunos realizadores saludados en los últimos años como los más interesantes del panorama han tomado la senda de Carpenter. Es el caso de otro fan incondicional del director como Nicolas Winding Refn, que en su más popular película, Drive (2011), a la influencia de Melville, Mann, Friedkin y Walter Hill suma también la de Halloween, haciendo presente a Carpenter incluso en su fascinante ejercicio de estilo en serie: Too Old to Die Young (2019).
Jeremy Saulnier nos dio su propia revisión de Asalto… con Green Room (2015), aunque ya apuntaba maneras en su debut, Blue Ruin (2013). Más directo aún fue el guiño a Carpenter en la virtuosa a la par que un tanto pomposa, It Follows (2014), de David Robert Mitchell, que inició para bien y para mal la oleada del “terror elevado”, elevando innecesariamente el estilizado pero en absoluto pretencioso terror adolescente de Halloween o Christine (1983) al terreno de la meta-referencialidad, la cinefilia y la vacía reflexión de la hipermodernidad.
Del 2014 al 2016, más o menos, hubo una verdadera epidemia entre los nuevos directores: el virus Carpenter. Además de los ya citados, se vieron contagiados Adam Wingard con The Guest (2014), bebiendo nuevamente en Halloween; James DeMonaco con Anarchy: La noche de las bestias (2014) segunda entrega de The Purge (2013), que lleva la saga al territorio del puro wéstern apocalíptico urbano carpenteriano; el debut de S. Craig Zahler con el weird western caníbal Bone Tomahawk (2015), que pese al débito italiano no dejaba que olvidáramos a Carpenter, resucitando a Kurt Russell como héroe crepuscular; el gran descubrimiento indie, Jeff Nichols, que sorprendió con Midnight Special (2016), tomando como referente al atípico Carpenter de Starman (1984); los expertos en efectos especiales Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, que se aliaron para ofrecernos The Void (2016), festín de horror cósmico y homenajes a La niebla (1980), Asalto…, La cosa, El príncipe de las tinieblas (1987) y En la boca del miedo (1994). Por no hablar de los incontables guiños en la popular serie Stranger Things, iniciada en 2016.
La epidemia carpenteriana pareció interrumpirse poco después debido a “la otra”, la de la Covid, digna de su apocalíptica imaginación. Pero ha vuelto a casa… y no solo por Navidad.
Más Carpenter, es la guerra
Lo cierto es que, mucho antes de que la crítica, los modernos y los nuevos realizadores “elevados” volvieran sus ojos a Carpenter, el propio cine de género más degenerado, comercial y facilón supo ver sus muchas virtudes, apoyadas también por el éxito económico de sus primeros filmes, auténticos taquillazos independientes, teniendo en cuenta lo ajustado de su presupuesto.
1997: Rescate en Nueva York, combinada en distintas proporciones con otros títulos seminales como The Warriors (1979) de Walter Hill y Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981) de George Miller, supuso el pistoletazo de salida para una loca carrera de imitaciones post-apocalípticas. Fantasías heroicas filogay, violentas y divertidas, manufacturadas sobre todo en Italia (aunque con ejemplos en todos los países), por los herederos y continuadores del spaghetti western.
La trilogía de Enzo G. Castellari compuesta por 1990: Los guerreros del Bronx (1982), Fuga del Bronx (1983) y Los nuevos bárbaros (1983), junto a 2019, tras la caída de Nueva York (1983) de Sergio Martino, son la punta del iceberg y la mejor muestra de estas delirantes barbaridades latinas que seguían los pasos de Carpenter a su propio y descarado ritmo de italo-disco.
Otra saga de puro cine de barrio basada en las premisas del filme de Carpenter, mucho más cercana en el tiempo, es la compuesta por tres simpáticas producciones de ese genio incomprendido que es Luc Besson: Distrito 13 (2004), dirigida por Pierre Morel; Distrito 13: Ultimátum (2009), de Patrick Alessandrin, y el remake en inglés de la primera, Brick Mansions (2014), de Camille Delamarre; a las que se debe sumar la versión espacial: MS1: máxima seguridad (2012), de James Mather y Steve Saint Leger. Reelaboraciones de 1997: Rescate..., con algún guiño para Asalto a la comisaría.... Si Carpenter es Dios, Besson es su profeta y los franceses su pueblo elegido.
Asalto... era ya de forma convicta y confesa una innovadora reformulación de Río Bravo (1959), obra maestra del director favorito de Carpenter, Howard Hawks —y de la guionista Leigh Brackett, citada cariñosamente en prácticamente cada título de Carpenter—. Curiosamente, no ha dejado a su vez de inspirar incontables remakes así como toda suerte de variaciones de su modélica estructura de violento thriller claustrofóbico, con un pie en el puro terror de La noche de los muertos vivientes
(1968) de Romero y otro en la acción minimalista de La patrulla perdida (1934) de Ford.
Una de las primeras, la canadiense Venganza sin ley (Self Defense, 1983) de Paul Donovan y Maura O´Connell, es una joya a recuperar urgentemente, con su inteligente y temprana denuncia de la homofobia y los movimientos neo-nazis. Menos afortunado resulta el remake autorizado: Asalto al distrito 13 (2005), dirigido por Jean-François Richet (sobre guion de James DeMonaco, responsable poco después de la muy carpenteriana saga de La Purga), inferior a Nido de avispas (2002) del francés Florent-Emilio Siri, quien sí supo darle un giro polar al argumento, conservando su esencia.
Por supuesto, el Michael Myers de La noche de Halloween ha seguido vivo (o muerto, o lo que sea…) hasta anteayer, primero con las continuaciones “oficiales” de la franquicia, a menudo con Carpenter en la producción, después en varios remakes y en el reboot para el siglo XXI, recientemente concluido con Halloween: El final (2022) de David Gordon Green —recemos para que sea de verdad el final, por favor—. El músico y cineasta Rob Zombie reinventó el personaje en dos ocasiones, con poca fortuna. Mucho mejor le quedó su inconfesa versión ocultista y brujeril de La niebla, que posiblemente sea su mejor película: The Lords of Salem (2012).
La influencia de Carpenter en el cine de género, del terror a la acción, pasando por la ciencia ficción apocalíptica y el thriller, se extiende a lo largo del tiempo y el espacio, incluyendo cineastas y países bien alejados unos de otros. No sólo arranca de sus filmes más icónicos, sino también de otros menos valorados que, con el tiempo, se han convertido en venerables: La niebla está detrás tanto de Terror en la niebla (2005) de Rupert Wainwright, su remake autorizado (unánimemente rechazado), como de otros homenajes más logrados.
Es el caso del holandés Dick Maas en Saint (2010), con un espectral San Nicolás al mando de antiguos mercenarios zombis españoles secuestrando niños cuando coincide la luna llena con el 5 de diciembre, o el del experto en exploitation, J. S. Cardone, en la desafortunadamente titulada en español Zombies —a cambio del original Wicked Little Things (2006)—, donde los espectros de un grupo de niños muertos en una mina del siglo XIX se vengan en los descendientes del causante del desastre. Cardone, artesano con carácter, es también responsable de una secuela nada oficial ni ortodoxa de Vampiros de John Carpenter (1998): la divertida Los malditos, vampiros del desierto (2001).
¿Por qué Carpenter?
Cabe y debe uno preguntarse: ¿por qué Carpenter? Ciertamente, no es el único de su generación al que han mirado y miran los directores de género actuales. Las primeras décadas del siglo XXI, cuando hagamos historia del cine en el futuro (si queda algún futuro para el cine), se nos aparecerán como las de imitar, retomar, plagiar, homenajear, reificar y demás sinónimos imposibles, a los innovadores cineastas de los años 70 y 80 del XX.
George Romero, Tobe Hooper, Wes Craven, David Cronenberg, De Palma… Por citar algunos, han sido y siguen siendo víctimas de toda suerte de aproximaciones, desde la pura explotación comercial, el uso y abuso de sus nombres, estilos, personajes y franquicias, hasta el guiño posmoderno e hipermoderno de otros autores prestigiosos. Pero pocos como Carpenter se han convertido en modelos a imitar tan literal y metafóricamente. En espíritu pero también letra.
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Después de haber sufrido incontables desprecios, menosprecios y rechazo (raras son las películas de Carpenter que no tropezaran con la incomprensión de la crítica y a veces del público), los títulos clave y algunos incluso “menores” de su filmografía son hoy obras de culto. Referencia inapelable. Prototipos a los que se vuelve una y otra vez, de forma confesa e inconfesa. Los motivos pueden ser tan sencillos y a la vez profundos como lo son las propias películas del director.
El cine según Carpenter
El cine de John Carpenter, en sus mejores y a veces en sus peores ejemplos, es la esencia misma de la narrativa clásica, trasladada con respeto pero al tiempo con espíritu iconoclasta e irónico al territorio de la modernidad y la posmodernidad, sin permitir que ninguna de las características de este triángulo equilátero perfectamente equilibrado predomine perjudicando a las demás.
Los filmes de Carpenter son, en su mayoría, piezas minimalistas, construidas sobre una sólida base argumental arquetípica. Grosso modo, pueden dividirse entre aquellos donde un grupo reducido de supervivientes lucha desde su claustrofóbico encierro contra un número muy superior de enemigos mortales, impersonales e implacables, y aquellos en los que un grupo generalmente aún más pequeño debe introducirse en territorio hostil, atravesarlo y sobrevivir para contarlo.
A veces, ambas situaciones se solapan y, por supuesto, hay varios casos que evaden esta simplista división (Christine, Starman, En la boca del miedo). División que, sin embargo, resulta muy práctica en dos direcciones: del lado del cineasta y la producción, mantiene los costes limitados, consiguiendo mucho con poco. Del lado del espectador, construye una premisa épica que siempre funciona: aunque sus personajes sean buenos o malos, aunque a veces no sepan muy bien por qué luchan o por qué mueren, lo único que importa es que pocos se enfrentan a muchos. Y eso le agrada a Crom.
Las estructuras de guion de Carpenter son tan esenciales que no dejan lugar al aburrimiento, la pretenciosidad ni la impostura. Sus personajes y situaciones son pura pulp fiction y, como tales, herederos de la mitología y el cuento tradicional. Sus héroes son de una pieza, escritos de un plumazo magistral, con onliners de bolsilibro siempre en la boca.
Sus villanos son el Mal. La Amenaza, el Peligro en estado puro, sin perder tiempo en explicaciones. Michael Myers es el Hombre del Saco, mudo y mortífero, y ni los pandilleros que invocan el juramento de El Cholo en Asalto a la comisaría…, ni los tatuados y salvajes Fantasmas de Marte (2001) o la multiforme amenaza alienígena de La cosa necesitan soltar parrafadas filosóficas ni justificarse moralmente con
traumas infantiles.
Carpenter desarrolla sus sagas épicas en miniatura con la sencillez y contundencia con que compone sus bandas sonoras: poco más de dos leit-motivs instrumentales electrónicos, uno de los cuales, tenso y pegadizo, acompaña al villano o villanos por un lado, y el otro, no menos pegadizo, a héroes y víctimas, más una ligera variación relajada, para los momentos de calma.
La trama está siempre perfectamente estructurada: una primera parte que introduce personajes e historia, creando una atmósfera amenazadora y ominosa a base de elegantes y sobrios travellings, con largos y sostenidos planos medios y generales, que dilatan estilizadamente el metraje sin coste adicional, y una segunda, donde terror y acción estallan con violencia seca, contundente y mesurada, recurriendo en ambos casos a menudo al POV. Nada de planos rápidos, montaje desquiciado o planos-detalle al estilo videoclip o de Hong Kong. Nada de confusas peleas donde de tanto ver no se ve nada.
El clasicismo de Hawks y Ford adopta los modos y maneras modernistas de Aldrich y Don Siegel, a los que se añaden cierta ironía meta-referencial que, sin embargo, nunca se adueña de la narrativa o la invalida. Con todo su humor, su complicidad con las fuentes en que bebe y su sentido lúdico de la acción, jamás pierde la capacidad de emocionar, asustar y maravillar.
No se trata solo de su eficacia para entretener, manteniendo implacablemente el suspense en sus siempre medidos y comedidos metrajes (rara vez por encima de los 90 o 100 minutos), sino de cómo sus aparentemente ridículos héroes de cartón piedra (Napoleon Wilson, Snake Plissken, el Dr. Loomis, MacReady, Jack Burton, Nada, Jack Crow o Desolation Williams) se quedan con nosotros después de terminada la película, resonando insistentemente en nuestro interior al son de los sencillos acordes electrónicos que los simbolizan y representan.
Si bien es cierto que Carpenter, tanto o más que sus compañeros de promoción, juega, utiliza y se escuda en la cinefilia y la cinefagia, así como en su inmenso amor por la cultura pop, desde el wéstern a los cómics de horror de la EC y la Warren, desde el pulp de ciencia ficción hasta las películas de kung-fu (antes de que supiéramos qué era eso del wu xia), desde el serial y el film noir hasta las italianadas —en proceso singular donde su cine absorbe la influencia del spaghetti, los italianos plagian después sus películas y finalmente el propio Carpenter les devuelve la pelota—, desde Lovecraft, la Hammer y Nigel Kneale hasta Stephen King, nada de ello lastra su originalidad, novedad y energía propias.
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La coctelera de Carpenter mezcla pero no revuelve (¿o era al revés?). Al pasar por el filtro de su sensibilidad personal, además de por el propio espíritu de la época en que vieron la luz sus mejores títulos —de finales de los 70 a mediados de los 80—, transforma sus referentes en algo nuevo, fresco, vibrante.
Una demostración de que la máxima de la mejor Serie B de siempre, “menos es más”, funciona también perfectamente aplicada a la posmodernidad más rabiosa. Tanto en la forma como en el fondo, en el continente como en el contenido, el cine de John Carpenter es de una paradójica austeridad, sencillez y despojamiento formal, sin por ello carecer de espectacularidad, suspense, humor, acción y capacidad asustante. Antes al contrario.
Son esas magníficas virtudes las que sus plagiadores, homenajeadores, glosadores, copistas, aduladores e imitadores del siglo XXI, del peor al mejor, intentan reproducir sin conseguirlo. No pueden ni podrán nunca. Porque lo hacen siempre e inevitablemente por medio de la persona interpuesta del propio Carpenter.
Así como para disfrutar de Asalto a la comisaría… o La cosa, no era (ni es) necesario en absoluto haber visto antes Río Bravo o El enigma de otro mundo (1951), para disfrutar de muchos, si es que no de todos, los filmes carpenterianos citados, especialmente aquellos que pretenden “elevarse” a sí mismos evocando las alturas alcanzadas por el veterano director, es estrictamente necesaria una mínima (a veces una máxima) familiaridad con su obra.
El cine de John Carpenter nació cuando todavía se hacía para el público general, con un guiño hacia el amante desprejuiciado de los géneros populares en particular, sin importar lo que la crítica o los cinéfilos sesudos opinaran. El cine de John Carpenter murió cuando los espectadores dejaron de entender las virtudes de un filme como Fantasmas de Marte. Más aún, cuando los propios auto-nombrados fans del director fueron incapaces de disfrutarlo.
Este prácticamente último manifiesto de su forma de hacer, entender y ver el cine expresa mejor que ninguna exégesis la vaciedad última de los “nuevos Carpenters” que buscan (y a veces encuentran) el beneplácito no del multitudinario público que convirtió en mitos a Michael Myers o Snake Plissken, que abarrotó las salas para salpicarse con la sangre y la baba de La cosa o enfangarse en medio de La niebla, sino de los autoproclamados friquis del siglo XXI, con sus capillitas.
El cine de Carpenter es hoy de culto… Porque el culto es lo que sigue siempre al sacrificio y la muerte de un dios. No es extraño que con 75 años el viejo maestro y genuino “autor” de género prefiera darle al teclado con su hijo y amigos. Los nuevos directores se dejan la piel para conseguir reproducir las texturas, sonidos, imágenes, colores, estructuras y personajes del cine de John Carpenter, sin comprender que cuanto más se acercan a conseguirlo más se alejan de la realidad de su esencia, dándonos breves satisfacciones instantáneas que apenas dejan recuerdo alguno… Salvo el de lo buenas que eran las películas que emulan. Mientras, nos seguimos preguntando: ¿Dónde está el John Carpenter del siglo XXI?
Tal vez, como hiciera Snake Plissken en 2013: Rescate en L.A. (1996), lo mejor sería “apretar el botón” y dar la bienvenida a la raza humana. Al menos, a una raza de directores capaces de ir más allá de la nostalgia.