[Advertencia: este texto contiene spoilers]
He tratado por todos los medios posibles de leer nada o casi nada sobre lo que se ha escrito de la película Los odiosos ocho (horrible título) de Quentin Tarantino. Desde que la vi hace unas semanas, he tratado con cierto éxito de mantenerme al margen de las controversias que haya podido generar y de la irremediable sectarización entre amantes y detractores del cineasta, que con esta película parece dar motivos a unos y otros para profundizar en sus pasiones, tanto en los elogios como en los rechazos. Si no he escrito nada sobre la película hasta el momento –pedí a Gonzalo de Pedro, entusiasta del filme, que hiciera él la crítica (estupenda) para las páginas de El Cultural, en la semana en que también se estrenaba El hijo de Saúl, a la que sin duda tengo más respeto y admiración– es básicamente porque estaba esperando el momento de verla por segunda vez para asegurarme de que mis primeras (y muy decepcionantes) impresiones seguían estando ahí. Y lo están.
He defendido el cine de Tarantino incluso cuando menos entusiasmos ha generado. Jackie Brown, acaso la más denostada de sus películas, sigue siendo para mí su filme más maduro y más emocional, el más cercano a la vida y el menos pagado de sí mismo, y quizá con el tiempo el que más veces merece la pena revisitar. Death Proof, su media película (que convertiría Los odiosos ocho no en su octavo largometraje, sino en su 8 ½, lo que no deja de adquirir cierto sentido poético), me parece el destilado perfecto de la cinefagia y del asombroso talento de este cineasta tanto para escribir como para filmar. Hay algo en esta película que consigue confabular el primitivismo y la sofisticación, la cultura de derribo y el cine experimental, el movimiento y la palabra, la carne y el concepto. Su energía ejerce un profundo magnetismo en el espectador que soy o he llegado a ser. En general, disfruto con todas las películas de Tarantino, incluso cuando se ha propuesto corregir la historia con el impulso macarra y lúdico de Malditos bastardos y Django desencadenado, incluso aunque nos haya contado el mismo relato de venganza –no en vano uno de los relatos primordiales del cine americano– desde, curiosamente, los atentados de las Torres Gemelas.
En Los odiosos ocho, esa crónica de venganza bascula entre la visibilidad y la invisiblidad. Durante buena parte del larguísimo metraje parece que ocupa su centro, y la idea de que sea de nuevo una mujer quien se tomará la revancha frente a un grupo de hombres –como La Novia de Kill Bill o la Shosanna de Malditos bastardos contra la maquinaria nazi, así como el grupo de féminas contra el psicópata de Death Proof– introduce la amenaza de la desactivación de tensiones. La misteriosa mirada que Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) lanza a Marquis Warren (Samuel L. Jackson) en su primer encuentro en la diligencia parece de hecho conscientemente encaminada a proyectar un juego de complicidades y alianzas secretas entre ambos personajes. Falsa alarma. Se trata de apenas un gesto lúdico más en la cinta, otro ardid en la tramposa ficción, que de hecho traslada el ritual del juego al centro de sus pretensiones. Pero esa crónica intuida queda poco a poco sumergida en el tablero de maquinaciones y, finalmente, abortada. La película va de otra cosa. No hay venganza posible, y quizá sea ese aspecto el que más me estimula de la propuesta (si algo podemos agradecer a Tarantino es que sus promesas implícitas nunca son serias), aunque su puesta en forma me provoque lo que ninguna otra vez me ha provocado el autor de Pulp Fiction: tedio y desencanto.
No consigo comulgar con quienes hayan logrado ver en Los odiosos ocho la expresión más depurada del cine tarantiniano, seguramente porque lo que yo he visto (y oído) es la versión más egocéntrica y enamorada y estirada de sí mismo, y que en todo caso su discurso no apunta a la destilación, sino precisamente a todo lo contrario, la hipertrofia y la acumulación hasta el límite extenuante de unos diálogos muy bien escritos y muy bien interpretados, desde luego, pero con graves problemas de verborrea irrelevante y relamida. La extenuación de unas secuencias concebidas como set-pieces de cámara que respiran buenas ideas de puesta en escena –en la “cabaña” improbablemente espaciosa donde encierra a la fauna de desaprensivos del film–, pero que son incapaces por sí mismas de construir una historia, de añadir capas de significados y moldear más emociones precisas que no sean las que conducen a un delirante desenlace (ya llegaré a él), en el que muere hasta el apuntador, lo que acerca más la película a Giro al infierno, de Oliver Stone, film igual de grotesco y sucio, que a Grupo salvaje, de Sam Peckinpah, de cuyo lirismo elegíaco carece por completo.
Comprendo, eso sí, que tanta dilatación narrativa forma parte de la estrategia de tensiones que ha venido caracterizando el cine de Tarantino especialmente en sus últimos trabajos, hasta adoptarlo casi como un dogma de estilo. Pensemos en la escena de apertura de Malditos bastardos, u otra escena central, en el bar donde se produce el tiroteo, que en la versión original estrenada en Cannes, y que solo vimos los allí presentes, era de hecho mucho más larga que la que al final alcanzó las salas. En Death Proof, sobre todo el primer bloque, esas secuencias alargadas transmitían la sensación de que los personajes se dedicaban a vivir, a estar ahí y hacer sus cosas, y tenían por tanto una misión más profunda. El problema en Los odiosos ocho es que esa tensión se descomprime en la impaciencia y la redundancia, y acaso solo los bellos insertos de música diegética –en la guitarra y al piano– logran justificarla por momentos, extraños oasis de cierta belleza en el film como el empleo de los temas musicales Apple Blossom (The White Stripes), Now You’re All Alone (David Hess) y There Won’t Be Many Coming Home (Roy Orbison) desfilando en los créditos. [El score de Ennio Morricone me lo tomo como parte de la broma infinita].
Ahí, en ese instante final, sentimos en todo caso que a pesar del territorio recorrido (arduo y celebratorio al mismo tiempo), de todos los golpes de efecto acumulados y de la magnífica atención a los pequeños gestos y detalles de puesta en escena (que también nos dejan exhaustos), la película ha quedado muy lejos de sus promesas. Tan lejos como de la altura emocional en la voz de Roy Orbison. En verdad, sentimos ahí que Los odiosos ocho se define en el perpetuo simulacro, la puesta en forma del engaño, en simbiosis con unos personajes que no son quienes dicen que son y un relato que no entrega lo que promete que entregará. Hasta la carta de Abraham Lincoln es una estafa. El problema quizá no descanse en cómo Tarantinio cuenta la historia –de nuevo, a través del engaño–, sino en las propias deficiencias de esa historia. Cuando el capítulo cuarto abre con la voice over del narrador (el propio Tarantino, cómo no), entramos en el universo del bricolaje narrativo al tiempo que se abren las conjeturas à la Agatha Christie. Si Warren se revela como el astuto Hércules Poirot del tinglado, es incomprensible que no pensara en la existencia de un sótano bajo sus pies.
Los saltos en el tiempo y los desvíos en la narración lineal no son necesariamente estrategias infértiles o recursos exhibicionistas, no se trata de aferrarse a los juicios normativos en torno al cine. De hecho, El hombre que mató a Liberty Valance también lo hizo. Pero si en la narración paralela de la película de John Ford había una clara intención de revelar las costuras de la leyenda, convirtiendo ese propósito de hecho en el corazón de su propuesta, en Los odiosos ocho Tarantino simplemente está jugando con la estructura de la trama. Es una más de sus bromas. No hay ningún tipo de innovación dramática en ello (como seguramente tampoco lo había en Pulp Fiction), es un truco que junto al capítulo quinto se reduce, como máximo, al reordenamiento cronológico de una historia realmente convencional. Como recordaba Adrian Martin en un artículo de hace ocho años, “cambiar el orden de las escenas, introducir digresiones y añadir un puñado de elementos irreales no desestabiliza o ‘cuestiona’, o dinamita, una historia desde dentro, como todos los grandes escritores modernistas hicieron hace muchos años”. Entre ellos Borges, Cortázar, Calvino, etc. Cuando escucho (o leo) que Tarantino hace “alta literatura”, me entra la risa.
Del inventario de falsedades y trampas que anidan en el octavo largometraje de Tarantino no voy a olvidarme del simulacro del 70mm Ultra Panavision. En primer lugar, porque a pesar de la honrosa campaña de los Weinstein por invertir en salas y en dar cursos a proyeccionistas para que la película se pueda ver como fue concebida, lo cierto es que ni siquiera los miembros de la prensa especializada hemos tenido la posibilidad de verla en esas deseadas condiciones. La cuestión es muy simple, solo hay una sala en toda España que proyecta la película en 70mm. En segundo lugar, ¿hacía realmente falta? No es que aproveche precisamente el esplendor y la anchura de la imagen para retratar los paisajes nevados de Wyoming, pues el paisajismo en la película no adquiere ninguna relevancia dramática (si acaso en el infame inserto en el que Marquis narra la humillación a la que sometió al hijo del General Smithers), y seguramente ningún western de cámara, excepto quizá Rio Bravo, reclama el mismo ratio de Ben-Hur, Lawrence de Arabia o 2001: Una odisea del espacio.
Entendemos que el verdadero paisaje está en los rostros, en las arrugas y los gestos, en la sangre que empapa el rostro de Jason Leigh como si fuera Carrie, en el horrible empleo del “audio lento” cuando los personajes matan y mueren. Todo mera apariencia. A pesar de la vasta pantalla, de la épica duración y de los personajes “más grandes que la vida”, Los odiosos ocho es una pieza de entretenimiento de baja escala, llamada a competir en la jerarquía de la subcultura y en alimentar las pulsiones adolescentes de los fans que no le ponen condiciones a su autor. Tarantino se autocomplace en su estilo y sus perversiones con la confianza de que sus seguidores no pondrán límites a la masturbación exhibicionista de sus encantos cinéfilos. Prefiero el modo en que Terrence Malick se ha abismado en la autoindulgencia de su estilo –porque al menos en To the Wonder no disfraza su propuesta con un desarrollo psicológico de los personajes: va directo al grano y en la fragmentación del film descansa su flujo radical, “su eterno presente”, como escribió el crítico Olaf Möller– a cómo lo hace Tarantino, inventando falsas coartadas historicistas y un discurso infantilizado de lo que significa ser políticamente incorrecto.
La película, digámoslo ya, está vacía. Todo acontece en la superficie. Los personajes son como marionetas, sin sangre, sin huesos, sin sentimientos, sin verdad alguna. Solo los que menos tiempo ocupan la pantalla –Minnie, Sweet Charly, Judy y Gemma– transmiten cierta autenticidad. Es obsceno el modo en que Tarantino hace uso de la vitalidad de estos personajes para remarcar el sadismo de los que acaban con sus vidas. Incluso los de Death Proof, directamente salidos de una fantasía de desechos subculturales, nos preocupan más. Son personajes que ni siquiera se justifican en su procedencia pulp, sino más bien caricaturas. Ni aún haciendo un esfuerzo de abstracción –que la película nos demanda, pues al fin y al cabo regurgita los códigos del western–, podemos entender cómo las metonimias de los diferentes grupos étnicos y culturales conformaron el país después de la Guerra de Secesión… los indios no están, como si ya los hubieran borrado del mapa. Por eso las conversaciones de estos tipos infames solo tienen un interés superficial. Cuando hablan de la guerra civil, de sus ideas políticas, del capitalismo y la xenofobia, de la ley de la frontera y la implantación de la justicia, suenan como conversaciones que no están ahí para anudar a los personajes en los estereotipos de la múltiple y variada personalidad americana (reducida a una expresión: el dinero), sino más bien para preparar el terreno hacia sus venganzas y psicopatías.
Es como si el contexto frío, inmoral y grotesco en el que se mueven las criaturas de Los odiosos ocho le diera a Tarantino el permiso para ser frío, inmoral y grotesco con su historia. En el último capítulo –“Hombre negro, infierno blanco”–cristalizan las verdaderas intenciones de la película. A mí personalmente me parece lo peor que ha rodado Tarantino en su vida. Casi todo se antoja gratuito y efectista, excepto la lectura de la carta final. Este bloque revela que la carcasa siempre estuvo por encima del contenido. Importa más el acto celebratorio de colgar a “la perra mentirosa” Daisy –el único asesinato que realmente provoca delectación y placer en los personajes– que las implicaciones raciales, sociales, sexuales o políticas que puedan haberse colegido de la trama. Todo es secundario, un pretexto para llegar al clímax gore de Resident Evil, a los fuegos de artificio y la locura sangrienta. La violencia es más una forma de separar a correligionarios y detractores que de provocar traumas. El exceso como fin y como medio, al cabo, como cualquier film exploitation. No tendría problemas con ello si la película no se disfrazara de otra cosa. No es la clase de efectismo que practica González Iñárritu en El renacido –Tarantino es mucho más honesto al fin y al cabo–, pero su cometido y supuesta incorrección pierde su fuerza en su proceso de infantilización exhibicionista. El momento “pero va a llegar tan lejos” se ha producido mucho antes de ese desenlace, cuando Marquis narra su “gloriosa” felación en la nieve (y así la filma Tarantino, en un plano realmente horrible), tan grotesco que vacía de contenido cualquier clase de subtexto alrededor de la venganza racial.
En su favor diré en todo caso que la película no deja de apelar al interés por un género que siempre tuvo más de mítico (y de fantástico) que de real. También que la suciedad de esta película realmente “fea” actúa como un símbolo de cierta integridad poética, si bien la ambición intelectual y la disciplina narrativa de Tarantino se dejan eclipsar por el sensacionalismo y la voluntad jocosa, en el carácter lúdico de la postmodernidad tan mal digerido. El último episodio solo es tolerable desde la comedia adulterada. El asesinato de Jody Domergue (Channing Tatum), una bala en la cabeza de espaldas y sin previo aviso, y cuya sangre inunda el rostro de su hermana como antes lo había hecho la sangre vomitada de John Ruth (Kurt Russell), ya no provoca ni el shock ni la risa. Su ingrata estilización es infértil. En el escenario dispuesto para una batalla (oral y física) de todos contra todos, llega un punto en el que realmente Tarantino no sabe qué hacer con los personajes, sobre todo con Marquis, que en ningún caso acaba adquiriendo el estatuto que la trama quiere concederle. Importa más la misoginia hacia el personaje más maltratado pero menos odiado de la historia (al menos por mí), el de Daisy, que la calidad moral de unas criaturas nihilistas en una película igualmente nihilista. Tarantino puede estar satisfecho, desde luego, pues ha conseguido inocular en las grandes producciones de Hollywood la sensación de que todo vale, la victoria del estímulo gratuito sobre el significado perdurable. Quizá es lo que siempre buscó.