Puede parecer paradójico que un monstruo sobrenatural, que procede del acervo folclórico ancestral, se haya transformado, a lo largo del siglo XX y XXI, en personaje epítome de la modernidad en sus diversos, distintos y a menudo contrapuestos discursos: del decadentismo perverso al surrealismo, de la interpretación psicoanalítica a la marxista, de la revolución sexual al neopuritanismo, de la adicción al misticismo, el Pop Art o el rock´n roll.
Sin embargo, esta paradoja se encuentra ya en el corazón mismo del Drácula (1897) de Bram Stoker, atravesado por la estaca de la modernidad, profundamente clavada en su contexto tardovictoriano. En efecto, en la novela vampírica seminal por excelencia, el viejo demonio oriental, medieval y aristocrático se enfrenta a un grupo de héroes que manejan taquigrafía, fonógrafos, transfusiones de sangre y rifles winchester, sin por ello desdeñar crucifijos, biblias, ajos y otros remedios tradicionales, persiguiendo al conde, literalmente, a todo tren (no mucho después, Stoker incluirá aeroplanos en su novela La dama del sudario, de 1909).
Así, el übervampiro por excelencia, Drácula, resulta producto de las tensiones entre tradición y modernidad, religión y ciencia, fundiendo ambas en una narrativa que prefigura la New Age, con su mezcla de supernaturalismo místico, ciencia y seudociencia, a la que no es ajeno el éxito que tuvieran las Crónicas Vampíricas, iniciadas por la recientemente fallecida Anne Rice con su novela Entrevista con el vampiro (1976).
¿Cómo no iban “los modernos”, eternos también ellos cual vampiros, a sentirse fascinados por el personaje? Un arquetipo de arquetipos, que resume en sí los de Don Juan, Fausto y Lucifer, cuyo máximo poder y debilidad —su inmortalidad e inmortal sed de sangre y vida—, es también fuente inagotable de metáforas, apropiaciones y discursos críticos; deconstrucciones, reificaciones y metaficciones sin cuento o, mejor dicho, con mucho cuento.
El vampiro político
Entre los filmes que podrán verse este mes en Cineteca, destaca el estreno de Bloodsuckers. A Marxist Vampire Comedy (2021), del alemán Julian Radlemaier, que desde una óptica paródica expone la muy clara relación que vampiros y vampirismo tienen con la visión política del mundo y, especialmente, con la teoría marxista de la Historia y la lucha de clases. Aristócrata representante del Viejo Orden, producto de la rancia nobleza y las clases altas, amén de fácilmente identificable con la caricatura del industrial, el empresario explotador que chupa, metafórica y literalmente, la sangre de las clases medias y proletarias, el vampiro se ve convertido en símbolo de la opresión capitalista en títulos tan dispares, pero representativos de la modernidad marxista de las Nuevas Olas de los 60 y 70, como Han cambiado de cara (1971) del italiano Corrado Farina, con Adolfo Celli como moderno Nosferatu de la industria que domina el satánico contubernio capitalista, político, informativo, religioso y cultural global, o la más clásica Jonathan. Los vampiros no mueren (1970), del alemán Hans W. Geissendörfer, apocalíptico canto revolucionario que finaliza con un sangriento levantamiento popular, entre el spaghetti western y las revueltas campesinas medievales, contra la sanguinaria tiranía del conde Drácula y su corrupta nobleza.
Por su parte, el clásico australiano Sed (1979) de Rod Hardy, vuelve a presentarnos una sociedad secreta que utiliza métodos “científicos” y recursos capitalistas para cultivar su vampirismo revestido de ideología supremacista. Mucho antes de que al británico Dirk Campbell se le ocurriera la desopilante idea de una motocicleta que se alimenta de sangre en Yo compré una moto vampiro (1990), el checoslovaco Juraj Herz nos presentó un coche de carreras que hacía lo propio, en Ferat Vampir (1982), divertida e inquietante fábula anti-capitalista y anti-consumista, donde las industrias Ferat (por Nosferatu) pretenden comercializar este nuevo automóvil que consume sangre humana como combustible, contando con un reparto encabezado por el mismísimo Jirí Menzel como el doctor que intentará, inútilmente, oponerse al deseado y brillante auto.
Sin embargo, no siempre vampiro y capitalismo o vampirismo y explotación son sinónimos. Por el contrario, la visión más poética, mística pero no menos política de Werner Herzog en su exquisito y personal remake del centenario clásico de Murnau, Nosferatu, vampiro de la noche (1979), convierte la figura trágica pero romántica del vampiro encarnado por Klaus Kinski en símbolo de la destrucción del orden burgués, extendiéndose como un virus que arrasa la sórdida y materialista sociedad de la revolución industrial, con sus ejércitos de notarios, policías y leguleyos. Una visión compartida por muchos de los artistas, intelectuales y cineastas ligados al Surrealismo.
El vampiro surrealista
Tanto Drácula en particular, novela y personaje, como vampiros y vampirismo en general, fueron y son iconos predilectos de surrealistas y compañeros de viaje pánicos o dadaístas. Su figura campa libremente por los grabados, collages, lienzos e ilustraciones de Max Ernst o el fantástico Clovis Trouille; Andre Breton, Alexandrian, Ado Kyrou, Ornella Volta o Jean Boullet, rindieron culto y pleitesía al inmortal conde y sus huestes, como parte de su fascinación y la del movimiento por la novela gótica. No son pocos los filmes influidos por esta revisión onírica y sublime de personaje y tema, donde este ya no representa el Viejo Orden, sino un nuevo desorden de los sentidos, plagado de placeres perversos y espíritu libertario.
Películas tan distintas como la fascinante Valerie y su Semana de las Maravillas (1970), de Jaromil Jires, según la novela del poeta surrealista checo Vítezslav Nezval; la extraña Lemora (1973) de Richard Blackburn; Leonor (1975), del “otro” Buñuel, Juan Luis, o Alucarda, la hija de las tinieblas (1977), del mexicano Juan López Moctezuma, inspirada en el Carmilla (1872) de Le Fanu, son buena muestra de esta apropiación poética del género, que mucho después han hecho suya también cineastas independientes como Michael Almereyda en su injustamente olvidada Nadja (1994), con la complicidad de David Lynch e inspirada a partes desiguales en André Breton, Stoker y Le Fanu; o el genial Guy Maddin con Dracula: Page´s from a Virgin´s Diary (2002), delicioso ballet cinéfago en blanco y negro, que conquistara Sitges en su día y podrá verse también en Cineteca. Pero si hay una palabra clave para el vampiro surrealista, esa es: erotismo.
El vampiro y la liberación sexual
Criatura que repele y fascina, que muerde y chupa mujeres, hombres y niños por igual y con desigual delectación, galán de la noche a la par que monstruo de garras y colmillos afilados, el vampiro y, por supuesto, la vampira (que no es lo mismo que la vampiresa o vamp, pero puede serlo a veces), íncubos y súcubos de nuestras pesadillas y sueños húmedos, han sido adalides perversos pero constantes, tan inicuos como ubicuos, del erotismo desatado, la polisexualidad, la emancipación femenina y el movimiento LGBTI+.
Próximo voluntariamente al Surrealismo, el francés Jean Rollin inició la revolución sexual del vampiro en la significativa fecha de 1968, con la estupenda e incomprendida Le viol du vampire, a la que seguirían Desnuda entre las tumbas (1970), Los temores de los vampiros (1971), Réquiem por un vampiro (1972), Lèvres de sang (1975), La muerta viviente (1982), Les deux orphelines vampires (1997) y, finalmente, La novia de Drácula (2002), ciclo erótico entre la exploitation y el cine de autor, teñido de cómic, serial mudo, folletín, surrealismo y sangre, que no puede ser del gusto de todos, todas y todes, pero que sí es muy, pero que muy poliamoroso y sin prejuicios.
En registro menos culterano, nuestro Jesús Franco aportaría infinidad de ejemplos en parecida línea, entre los que es justo y necesario destacar Las vampiras (1971), también conocido por el nada ambiguo título de Vampyros Lesbos, con su malograda musa, Soledad Miranda, y sin olvidar Las hijas de Drácula (1974), del español entonces afincado en Inglaterra, José Ramón Larraz.
Curiosos son los cortometrajes de mediados de los 70, basados en sus propios cómics y obras, consagrados por el irrepetible Antonio Gracia “Pierrot” a su Miss Drácula y otros vampiros, una de las rarezas que podrán verse en Cineteca, obra de este singular pionero de la escena Drag española (cuando se hablaba de travestis y transformismo), diseñador gráfico, autor teatral, dibujante de cómic y colaborador en revistas como Lib o Terror Fantastic, que se adelantó, bajo la influencia de Rocky Horror Picture Show (1975), a los mismísimos Boulet Brothers y su reality, Dragula (2016).
La obra maestra de esta revolución sexual con sabor europeo no es otra que El rojo en los labios (1971), de Harry Kümel, contagiada también de surrealismo y decadencia, protagonizada por la adalid feminista Delphine Seyrig como una inmortal y melancólica condesa Báthory. Será esta película de culto la que inspirará secretamente la magnífica El ansia (1983) de Tony Scott, más cerca del filme belga que de la novela de Whitley Strieber que le sirve de base. Con ella, el vampiro viajará de la modernidad a la posmodernidad, la era del rock y el videoclip.
El vampiro posmoderno
En fecha tan temprana como 1972, en medio de la revolución vampírica contracultural y sexual, el escritor Leonard Wolf (papá de la feminista Naomi Wolf) expresó con intensidad y propiedad la relación íntima entre el carisma narcisista del vampiro y la estrella de rock, en las páginas de su excelente libro Un sueño de Drácula. La metáfora no cayó en saco roto, y Anne Rice la elevó a condimento de sus sagas vampíricas, poniendo los cimientos a un romance entre rock y vampirismo que la música y la estética Goth y post-punk sellarían para siempre, léase El alma del vampiro (1992) del escritor (antes escritora) Poppy Z. Brite o véase la injustamente menospreciada La reina de los condenados (2002), de Michael Rymer.
Sin duda, la combinación de sexo, drogas y rock´n roll, sustituyendo (aunque no del todo) “drogas” por “sangre”, funciona de manera arrolladora, y las primeras imágenes de El ansia, con su montaje casi paralelo entre una actuación de la banda Bauhaus interpretando su obsesivo 'Bela Lugosi´s Dead', en un penumbroso y ominoso club gótico, con los ataques sexuales y vampíricos de la sofisticada pareja depredadora compuesta por Catherine Deneuve y David Bowie, son su más potente ilustración. Y una bien seminal e influyente.
Mientras el reificado antihéroe vampírico iba cayendo en el infierno comercial de la redención, buscando convertirse en ángel caído con más de ángel que de demonio y acabando en las redes neo-conservadoras y mormonas de Stephanie Meyer y su Crepúsculo (2005), algunos cineastas y autores posmodernos, irreductibles a la corrección política de cualquier signo, lo rescataban con cierta gracia en títulos como la novela Acero (1996) de Todd Grimson, influida por Easton Ellis y Dennis Cooper; la irritante pero interesante aportación de Abel Ferrara, The Addiction (1995), o, más recientemente, Kiss of the Damned (2012), ignorada joya dirigida por Xan Cassavettes, de ilustre familia, y a la que mucho debe la posterior y más conocida, aunque nada desdeñable, Solo los amantes sobreviven (2013), de Jim Jarmusch.
En el límite entre la pura psicodelia, el body horror y la adicción más violenta, Bliss (2019) nos sumerge en la bohemia artística de Los Ángeles con un viaje al éxtasis vampírico sin marcha atrás. Pese a ello, el siniestro proceso de beatificación del vampiro, al que tanto contribuyeran creadores como Coppola o la propia Anne Rice, contamina también obras indie como la sobrevalorada Una chica vuelve a casa sola de noche (2014), de Ana Lily Amirpour. Puestos a elegir, nos quedamos con la delirante comedia pop Vamp (1986), de Richard Wenk, y su performance con la icónica Grace Jones exhibiendo su andrógino cuerpo de vampira decorado por Keith Haring. Vampirismo posmoderno hecho carne.
El vampiro hambriento
El lado oscuro del vampiro moderno y posmoderno es, sin duda, la adicción. Al tiempo que los 70 ilustran la revolución sexual y libertaria a través del vampiro, denunciando el capitalismo e incluso el racismo en filmes como Drácula negro (1972), del afroamericano William Crain, también exponen los riesgos de vender el alma a cambio de una eternidad esclava del consumo de vidas mortales, que, en realidad, consume en un ciclo sin fin a la propia criatura inmortal, cuyo hedonismo y narcisismo dan paso a la desesperación, la soledad, el nihilismo e incluso la pura bestialidad.
El vampiro de la noche (1972), telefilme piloto de la serie protagonizada por el periodista de lo sobrenatural Carl Kolchak, dirigido por John Llewellyn Moxey y escrito por Richard Matheson según historia de Jeff Rice (sin relación con Anne), mostraba a un vampiro moderno en Las Vegas, actuando literalmente como un salvaje asesino en serie, sin romanticismo o sofisticación alguna, acuciado por su sed de sangre. De forma similar se comporta el brutal reviniente de La tumba del vampiro (1972), ignota producción independiente de John Hayes, absolutamente sorprendente en su descarnada violencia sexual, mientras que el fantástico Robert Quarry (que diera no-vida también al impagable Conde Yorga en dos ocasiones) se convierte en un gurú místico, farsante y ávido de sangre hippie, en la atípica Muerte maestra (1972) de Ray Danton, equiparando su vampírico líder espiritual con Charles Manson.
Más centrada en la pura adicción que transforma en involuntario monstruo a su víctima, Ganja & Hess (1973) de Bill Gunn y Lawrence Jordan, se erige como potente metáfora de la destrucción del movimiento negro americano a través de la introducción de la droga y sus efectos.
Pero ninguna adicción “real” necesita el Martin (1976) de la obra maestra de George A. Romero para convertirse en falso vampiro y auténtico asesino, salvo la de obsesionarse con la idea de ser, precisamente, vampiro. Criatura, personaje, símbolo e icono, omnipresente en el cine y la cultura pop, imbricado poderosamente en nuestro inconsciente individual y colectivo, para bien y para mal. ¿No será, precisamente, el cine, el mayor de los vampiros?
La pantalla vampírica
El cine, verdadero instrumento nigromántico y alquímico, se funde y confunde con el propio principio activo del vampirismo: la adicción a la inmortalidad. Al margen de interesantes experimentos formales como el fascinante ensayo documental Vampir, Cuadecuc (1970) de Pere Portabella, que reinventa El conde Drácula dirigido el mismo año por Jesús Franco, muestra de vampirismo meta-cinematográfico donde las haya, así como de curiosas producciones independientes como Mimesis Nosferatu (2018) de Douglas Schulze, cuyo título lo dice (casi) todo, dos películas han retratado el cinematógrafo como Gran Vampiro de la modernidad: Arrebato (1979), la obra maestra de Iván Zulueta sobre el poder de la imagen, las adicciones (químicas, vampíricas, eróticas, fantásticas) y el vacío lacaniano en el centro del espejo, que todo lo devora (incluido el propio Zulueta), que se verá también en Cineteca; y La sombra del vampiro (2000), de Elias E. Merhige, curiosa reinvención del rodaje de ese Nosferatu de Murnau que cumple ahora cien años, donde hasta el vampiro mismo es devorado por la lente de la cámara y todo, amistad, vidas, almas y futuro, es sacrificado en aras de la falaz inmortalidad de la pantalla: “¡Si no está en el plano, no existe!”, grita Murnau (John Malkovich).
El vampiro definitivo, más allá de la modernidad, ya está entre nosotros: es la pantalla infinita que todo lo invade, sustituyendo la realidad por su doble digital sin sangre ni carne. Sustituyéndonos por cáscaras vacías de sentimientos o emociones reales, absorbidos por la red virtual en un punto de fuga infinito y sin final. “Define el punto de fuga”, le dice su psiquiatra al joven vampiro sociópata de Bret Easton Ellis en Los confidentes (1994), tristemente ausente en la versión cinematográfica del libro, y este responde: “Nosotros ya hemos estado allí (…). Nosotros ya lo hemos visto”. “¿Quiénes sois... vosotros?”, pregunta angustiado el doctor. “Una legión”. Sin duda, los vampiros estarán muy a gusto en el siglo XXI, entre las ruinas del final de la modernidad.