El cineasta durante el rodaje de Apocalypse Now

Aunque se le suele asociar con Fellini, Visconti o Kurosawa, debemos pensar que a Coppola le hubiera gustado ser Stanley Donen o Vincente Minnelli para dirigir los musicales que ellos dirigieron.

No sé si es providencial, pero no deja de ser una feliz coincidencia que el mismo día que se cumple el centenario de Orson Welles se anuncie la concesión del Premio Princesa de Asturias a las Artes a Francis Ford Coppola. De algún modo, y a pesar de las distancias, la naturaleza insobornable y rupturista de ambos cineastas les coloca en posiciones similares, así como sus personalidades magnánimas, frugales y pasionales, propulsadas por un genio indiscutible, capaz de fabricar piezas tan populares como marginales. Me refiero sobre todo a esa mezcla entre el gigantismo de la ambición y la rabiosa independencia, a las tribulaciones de ambos cineastas en una industria, la hollywoodense, que les amó y les expulsó, a la necesidad del creador incomprendido de hacer cine a toda costa y sin reparar en las salvajes consecuencias, hipotecas mediante, de sus deseos, incluso caprichos creativos.



Casi nunca se habla de ella, pero la película Tucker, un hombre y su sueño (1988) es acaso la más autobiográfica de cuantas ha rodado Francis Ford Coppola, la que atrapa con mayor evidencia su espíritu combativo y su condición de maverick. La película narra la historia real de Preston Tucker (Jeff Bridges), el diseñador de coches que lidió con las tres grandes empresas automovilísticas de Detroit para hacer realidad el coche de sus sueños. No podemos dejar de ver en el visionario Tucker y su testarudez un evidente paralelismo con los perpetuos esfuerzos de Coppola por mantener la independencia de su productora American Zoetrope y defender su concepto del cine. Irónicamente, es una película que no escribió, que produjo Lucas Film y cuya idea original estaba muy alejada del resultado final: Coppola quería en verdad hacer un musical brechtiano sobre tres inventores, incorporando a Thomas Edison y a Henry Ford al drama. La visión comercial de Lucas no se lo permitió. Y es que el gran cineasta italoamericano es, sobre todo, una paradoja, una ecuación irresoluble.



Los altos y bajos de su carrera trazan en gran medida la propia trayectoria del llamado Nuevo Hollywood: fue el primero de los estudiantes de cine que conquistó una posición de autor en la industria, el primero en ganarse la pesada etiqueta de "genio" (de la que nunca ha podido, ni querido, desprenderse) y probablemente también el primero cuyas alas ardieron por acercarse demasiado al sol. El cine de Coppola proporciona un inmejorable modelo de estudio para entrever los misterios y las alquimias en el arte y el comercio del Hollywood moderno. Ha experimentado todas las variantes y extremos de la ecuación. La enorme popularidad de sus masterpieces de carácter operístico -ya saben, la trilogía de El Padrino y Apocalypse Now- han neutralizado muchas otras de sus grandes conquistas creativas, más humildes y menos ruidosas, como sus primeros trabajos personales -sobre todo Llueve sobre mi corazón (1969)-, impidiéndonos ver a veces las genuinas raíces de su arte -el pulp, el trash, el explotation film-, o de comprender que Coppola ha tenido que probar muchas más veces la hiel del fracaso que la miel del éxito (comercial). A Coppola le sienta bien el razonamiento dylanianio según el cual "no hay ningún éxito como el fracaso y el fracaso no es en ningún caso un éxito".



Entre esos fracasos / éxitos no podremos cansarnos de reivindicar la modernidad de un filme tan inquitante como La conversación (1974), que estrenó el mismo año que El Padrino II, y que se ofrece como el mejor análisis, la mejor deconstrucción, de la claustrofobia y la paranoia ambiental de los años setenta. Tampoco debe menospreciarse, como se hizo en su momento, la importancia de Corazonada (1982). No solo por la impresionante banda sonora de Tom Waits, el diseño fotográfico de Vittorio Storaro o la espectacularidad onírica de sus decorados, sino como proyecto pionero del cine electrónico, donde dio forma a la relación entre creatividad y tecnología que nutre el corazón del cine. Y aunque se suele asociar a Coppola con Fellini o Visconti o Kurosawa, debemos pensar que al orondo cineasta le hubiera gustado ser Stanley Donen o Vincente Minnelli para dirigir los musicales que ellos dirigieron, pues es un género al que siempre ha vuelto, como si a través de él se reencontrara con su verdadera identidad artística.



No en vano, lo más atractivo de la trilogía de El Padrino por la que siempre se le recordará no es tanto su retrato del capitalismo americano en el contexto de la mafia siciliana, ni el enorme nivel de detalle que el director y Mario Puzo volcaron en la pantalla, ni tampoco la riqueza visual y los tonos de penumbra. Lo que convierte la trilogía en un objeto de ruptura con las formas del Hollywood clásico es la naturaleza operística, musical, de la narrativa y la puesta en escena, en combinación con elementos estéticos del film noir. Pero a estas alturas, cuando el concepto de lo que es una obra maestra ha entrado en crisis, son más reivindicables que nunca las conquistas de su primer musical El valle del arco iris (1968), o su labor como "director de encargo" en proyectos alimenticios de innegable dignidad como Cotton Club (1984) -otro musical-, La ley de la calle (1983) o incluso Rebeldes (1983), en contraste con la fallida Jardines de piedra (1987) -aunque viéndola como secuela de Apocalypse Now tiene su miga-, o la sonrojante Jack (1996).



En su trilogía del cine pobre y posibilista, la que forman sus últimas y arrítmicas creaciones, producidas por países europeos al margen de los modelos clásicos de Hollywood -El hombre sin edad (2007), Tetro (2009) y Twixt (2011)-, Coppola aboga por la posibilidad de seguir siendo vanguardista cuando ya se ha conquistado todo lo conquistable. La precisión formal del blanco y negro de Tetro, su producción española rodada en Buenos Aires, puede devolvernos al coraje creativo de sus primeros filmes, los saltos al vacío que emprendió con Dementia 13 (1963), por ejemplo, cuyas irregularidades son comparables a sus hallazgos. Si algo nos demuestra su regreso a la insobornabilidad creativa de las pequeñas producciones es que el fantasma de Roger Corman, el productor de subproductos que ofició como "padrino" de su carrera, sigue de algún modo palpitando en el corazón de Coppola.