Las nuevas mil y una noches del terror árabe
La Mostra de Valencia dedicará un ciclo al cine de terror árabe actual, que ha cobrado inusitada fuerza y popularidad en el nuevo milenio
25 agosto, 2021 09:13La Mostra de València–Cinema del Mediterrani ofrecerá, dentro de la programación de su 36 edición, que se celebrará del 15 al 24 de octubre próximo, un escogido ciclo dedicado al cine fantástico de terror producido en los últimos años por varios países del ámbito árabe mediterráneo, como Egipto, Marruecos o Túnez, con cinco títulos que han sido referencia y éxito tanto de crítica como de público, pero que difícilmente han podido verse fuera de sus fronteras, con excepción de festivales especializados como Sitges y, a veces, ni siquiera eso. En algunos casos, como los del filme marroquí Kandisha (2008) o el tunecino Dachra (2018), se trata de las primeras incursiones en el género de sus cinematografías, lo que sin duda les añade interés histórico como ejemplo del tímido pero decidido paso hacia la normalización de una temática ausente dentro de su, por otro lado, escasa producción para la gran pantalla. En contraste, Warda (2014), así como The Blue Elephant (2014) y su secuela The Blue Elephant 2 (2019), proceden de Egipto, sin duda el proveedor cinematográfico principal de las zonas de lengua árabe, con una industria audiovisual mucho más desarrollada históricamente, que ha nutrido al resto con profusión de títulos de todos los géneros a lo largo del siglo XX, incluyendo incursiones en el fantástico y el horror. Pese a ello, poco, por no decir nada, se conoce de sus producciones, tanto pasadas como presentes, fuera del ámbito árabe, por lo que se trata de una oportunidad única para tomar el pulso no sólo a su cine fantástico, sino al estado actual de su industria. Asombra pensar que pese a la proximidad geográfica e incluso en muchos aspectos cultural e histórica, resulte más complicado acceder al cine de los países árabes que al de cinematografías como las de Japón, China o Corea del Sur, cuya popularidad en Occidente ha crecido exponencialmente en las últimas décadas y cuyos idiomas nos resultan igualmente difíciles, salvo a unos pocos —cada vez más— empeñados en su aprendizaje.
Existe una gran diferencia: el poderío económico e industrial del cine de los gigantes asiáticos goza de una estabilidad, tradición y adaptabilidad mucho mayores y próximos a los paradigmas occidentales. La inestabilidad política, en algunos casos propia de zonas en guerra casi perpetua, la pobreza endémica de regiones enteras, los regímenes militares o teocráticos, los prejuicios de ciertos sectores de la sociedad islámica hacia la industria del entretenimiento, no han sido el mejor caldo de cultivo ni para el cine ni, mucho menos, para géneros como el terror. Sin embargo, esto es relativo en sociedades como la egipcia o la de los Emiratos Árabes Unidos, y se trata en el momento presente de una situación que parece estar cambiando, tanto debido a la Primavera Árabe como a la mayor apertura de las jóvenes generaciones y el flujo migratorio hacia Europa y Estados Unidos. Nadie sabe tan bien como los aficionados al terror que su presencia dentro de la industria cultural de una sociedad es el mejor síntoma de su evolución hacia la tolerancia, superando dogmatismos e integrismos. Allí donde hay ficción de terror, retrocede el terrorismo de la realidad.
Historia egipcia
Como siempre, todo empieza en Egipto. The Blue Elephant y The Blue Elephant 2, dirigidas por Marwan Hamed y escritas por Ahmed Mourad, se han convertido en un fenómeno en su país, siendo la segunda la película más taquillera en la historia del cine egipcio. No es para menos. Se trata de dos espléndidos thrillers sobrenaturales, llenos de suspense, que adoptan aparentes modos occidentales en su estructura y desarrollo, siguiendo en realidad tradiciones enraizadas profundamente no sólo en la cultura islámica, sino en el propio género de terror egipcio. Mourad, autor que ha pasado de la novela negra al terror para contar las escalofriantes aventuras de su antihéroe, el psicólogo Dr. Yehia, espléndidamente interpretado por Karim Abdel Aziz, enfrentado a peligrosos pacientes víctimas de posesión diabólica y maldiciones ancestrales, ha encontrado inspiración confesa en el pionero del fantástico y el horror Ahmed Khaled Tawfiq (1962-2018), prolífico escritor fallecido prematuramente, considerado uno de los creadores del género en su país.
Tawfiq comenzó publicando en los libros de bolsillos juveniles editados por la Modern Arab Association a partir de 1984, cuya colección Rewayat devendría fundamental para varias generaciones, introduciendo géneros populares como el policíaco, el espionaje, la ciencia ficción y el terror a miles de seguidores dentro y fuera de Egipto. En 1992, consciente de su dificultad, Tawfiq se empeñó en cultivar el horror, iniciando con su novela La leyenda del vampiro las aventuras de su carismático personaje, el Dr. Refaat Ismail, una saga de misterio que se convertiría en éxito inesperado, hasta el punto de dar lugar a la reciente serie de televisión Paranormal (2020), primera producida por Netflix en Egipto, estrenada internacionalmente. El Dr. Yehia es profundamente deudor, en clave noir y atormentada, del popular personaje de Tawfiq, pero también de las obras de otros pioneros como Muhammad Ridà Abd Allah, cuyo héroe es otro psicólogo enfrentado a peligros sobrenaturales, y en menor medida a las del también popular Nabil Farouk (1956-2020), conocido por sus novelas de espionaje y acción, quien cultivó a menudo el terror y la ciencia ficción. Tanto Farouk como Tawfiq consiguieron salir del gueto de las publicaciones juveniles para entrar en el mercado generalista. Sus fallecimientos fueron motivo de duelo nacional para sus fans, entre ellos muchos de los actuales seguidores del policíaco, el terror, la fantasía y la ciencia ficción, como Mourad o Ahmad Salah Al-Mahdi, traductor de Lovecraft y autor de novelas de fantasy, varias traducidas al inglés. Notable resulta constatar que incluso clásicos modernos de la literatura egipcia como Yusuf Sibai (1917-1978), ministro de cultura en 1973, quizá el autor más importante antes de la aparición de Naguib Mahfouz —asesinado en un atentado de Abu Nidal en 1978—, escribió también una colección de historias de terror: Relatos del mundo oculto.
Egipto es el país árabe con una industria cinematográfica más nutrida, popular y longeva. Ya en los años 40 y 50 encontramos películas que tocan el género, sean dramas fantásticos como The Ambassador of Hell (1945) o parodias inspiradas en los filmes de Abbott y Costello como House of Ghosts (1951) o Ismail and Abdel meets Frankenstein (1953). Poco después surge uno de sus mejores títulos: The Cursed Palace (1962), de Hasam Radha, un misterio gótico con bella heredera en peligro rodado con luces y sombras expresionistas y suspense hitchcockiano. Algunos aficionados consideran también asociado al género, al menos en su vertiente psicológica, el clásico Estación central (también conocido como Cairo Station, 1958), del maestro del cine egipcio Youssef Chahine, con su asesino maníaco sexual. Pero serán los 80 los que asistan a una eclosión de auténtico cine de terror, en la que destacan dos fenómenos seminales. Por un lado, el filme The Humans and The Jinns (1985), de Mohamed Radi, drama sobrenatural sobre una joven acosada por un jinn (especie de demonio tradicional de la cultura árabe, capaz de adoptar forma humana, del que deriva el personaje del “genio”), protagonizado por la estrella egipcia Adel Emam, por aquella época popular por sus comedias, quien dio aquí un giro a su carrera. Al Ens Wa Al Jiin, por su título original, marcó a varias generaciones, sobre todo a lo largo de la década siguiente, con sus frecuentes reposiciones en televisión, aterrorizando a los mismos niños que hoy adultos ruedan, escriben y ven historias de terror. El otro fenómeno sería la aparición del realizador Mohammed Sebl, fallecido en 1996, primer director egipcio especializado en terror a lo largo de su corta carrera, que comenzara con una psicotrónica versión de Rocky Horror Picture Show, titulada Anyab (1981), que cambia a Frankenstein por Drácula, verdadero clásico camp del cine árabe.
Esta tradición ha estallado ahora en un aluvión del que los dos estupendos filmes de Marwan Hamed son sólo la punta de la pirámide. Warda, de Hadi El Bagoury, que también se proyecta en la Mostra, es un moroso y efectivo ejemplo de “falso metraje encontrado” estilo Paranormal Activity, pero tocando la fibra netamente islámica de posesiones y jinns. También podemos citar slashers como 122 (2019), la intriga de maldiciones Before Forty (2021), nueva incursión en el género del director Moataz Hossam, tras el éxito de Rima (2020), sobre el poder de una joven para predecir el futuro; el terror de época de Khan Tiuola (2020), situada en la II Guerra Mundial, la contagiosa Virus (2020) o la curiosa House of Setnakht (2019) de Ahmed Agle y Asmaa Abdel Nabee, que recurre al Antiguo Egipto con su complot para resucitar a Set en el siglo XXI. Y muchas más. Como escribía en 2011 el bloguero y autor de terror Ahmed Khalifa: “Parece que en Egipto está teniendo lugar un renacimiento de la ficción de horror. Con más y más títulos de terror cada mes, no es exagerado decir que la ficción egipcia de horror se encuentra viva y goza de buena salud”.
Mondo árabe
Aunque el epicentro de esta inesperada revolución está en Egipto, se ha extendido al resto de países musulmanes con una mínima estructura audiovisual y gobiernos de sesgo tolerante. Los Emiratos Árabes dieron la última oportunidad al veterano director Tobe Hooper, ya desaparecido, con Djinn (2013), cuyo guion firmado por David Tully es sorprendentemente fiel a las tradiciones islámicas sobre estos seres que conviven con humanos y ángeles, que suelen identificarse con nuestros demonios, aunque no lo sean exactamente. Si bien el filme fue recibido fríamente en Occidente, se convirtió en éxito en los países árabes, animando a los Emiratos a participar en otras producciones del género como Bloodline (2020) de Rami Yasin; la más conocida y alabada en Occidente Bajo la sombra (2016), del iraní afincado en Inglaterra Babak Anvari; o la serie juvenil Jinn (2019), producida por Amán y Jordania para Netflix. En la medida de sus posibilidades, los países del Norte de África se suman al género: Kandisha, firmada por el marroquí Jérôme Cohen-Olivar, recupera la leyenda de Aisha Kandisha, mujer-ogro magrebí, para crear un denso thriller entre lo psicológico y lo sobrenatural, con trasfondo de crítica al abuso de la mujer en su país; mientras, Abdulhamid Bouchnak, de Túnez, ofrece con Dachra una historia de folk horror que bebe de La matanza de Texas, El proyecto de la bruja de Blair o El hombre de mimbre. Ambas se verán en la Mostra.
Pero el fenómeno rompe fronteras, aunque sea lenta y a veces engañosamente: este año Sitges inaugura con la nueva película de la iraní residente en Estados Unidos, Ana Lily Amirpour, siempre más cerca del indie americano que del fantástico árabe: Mona Lisa and the Blood Moon (2021); hay curiosos ejemplos pan-arábicos como Jinn (2014), del productor y director de origen paquistaní, también afincado en los USA, Ajmal Zaheer Ahmad, oscura fantasía de acción con un grupo de héroes de las Tres Culturas combatiendo a los jinn, que comparte protagonista masculino con Una chica vuelve a casa sola de noche (2014) de Amirpour: el guapo actor nacido en Teheran, Dominic Rains. Más terrorífica, la francesa Kandisha (2020), del sangriento dúo Alexandre Bustillo y Julien Maury, sitúa su versión visceral y terrorífica de la legendaria ogresa marroquí con pies hendidos en un suburbio parisino multirracial, con excelentes resultados estéticos y asustantes. Son gotas de sangre en un océano de horror árabe que a veces llegan al estreno o hasta las plataformas digitales.
¿Terror islámico?
¿Qué hace diferente este nuevo cine de terror árabe? En muchos aspectos narrativos y formales se trata de un cine estandarizado e internacional. Los jóvenes directores árabes se han criado también con el terror de Hollywood, con autores como Hooper, Carpenter, Romero, Craven y los demás, así como con las modas del slasher, las posesiones diabólicas y fenómenos paranormales o modos como el “metraje encontrado” (ideal en países de pocos recursos). Pero hay un profundo elemento diferenciador: el recurso constante a temas del folclore y la religión islámica. De hecho, se puede hablar de un predominio evidente de lo sobrenatural, esotérico y mágico, en relación tanto a la tradición coránica como a lo que esta considera diabólico o blasfemo. Pocos zombis, psicópatas o monstruos alienígenas encontramos aquí. Los filmes de terror occidentales favoritos del público árabe son los que como El exorcista, Expediente Warren, Paranormal Activity o Destino final, ponen en escena fuerzas diabólicas invisibles. En palabras del joven director y aficionado libanés Tarek Jammal: “Los tropos sobrenaturales son comunes en nuestro horror. Tiene sentido ya que tratamos con lo que inconscientemente asusta en nuestra sociedad. Está en los fundamentos del Islam e incluso entre los árabes cristianos, en un sentido cultural. No es algo que puedas ignorar al crecer. La gente se hace mayor y sigue creyendo en exorcismos.” Los jinn, esa tercera especie primigenia creada del fuego según El Corán, que generalmente se identifica con fuerzas malignas, es habitual ya no sólo en el cine árabe, sino en el internacional, aunque muchas veces sea de forma equívoca, como en la reciente producción americana El djinn (2021), donde podría tratarse de cualquier demonio falsamente complaciente. Sin embargo, cuando aparecen invocados en las películas árabes, dan realmente miedo, porque se ven respaldados por la creencia que en ellos tiene no sólo gran parte de su público, sino hasta sus creadores cinematográficos. El paquistaní Ajmal Zaheer Ahmed quería hacer su película sobre el tema porque “recordaba cómo de pequeño mi madre nos amenazaba siempre con que si éramos malos nos llevarían los jinn”.
El cine de terror árabe asume, como ocurre siempre con el género, el papel de reflejar las tensiones internas de sociedades que se debaten entre la modernidad y la tradición, cuyo malestar toma forma en el regreso simbólico de criaturas como Aisha Kandisha, los jinn y otros demonios (ifrits), con mucho mayor motivo cuando millones de personas siguen creyendo en ellas. Todas las películas del ciclo (Warda, Dachra, las dos Blue Elephant y hasta Kandisha) basan gran parte de su impacto en el enfrentamiento entre el escepticismo de jóvenes occidentalizados y modernos, con la peligrosa realidad de un mundo sobrenatural asociado a la religión, en especial al sufismo o las ramas esotéricas del Islam. Quienes no escuchan los consejos del sheikh, la autoridad religiosa, acaban por encontrarse indefensos ante el mal, sufriendo las consecuencias. Otro motivo que aparece con frecuencia es el de la locura, la enfermedad mental vista como posesión diabólica, algo lógico si pensamos que en árabe la palabra majnum (loco, locura) quiere decir literalmente “poseído por un jinn”. De ahí que muchos héroes del género sean psiquiatras o psicólogos y que tanto en El elefante azul como en Dachra y Kandisha, aparezcan instituciones psiquiátricas de manera destacada. Por otro lado, ese mismo universo tradicional es fuente de amenazas malignas, como la hechicería de Dachra, rechazada por El Corán pero propia de la cultura árabe, o el abuso patriarcal sancionado socialmente, que pone en evidencia Kandisha.
El cine de terror es, una vez más, reaccionario y transgresor al mismo tiempo. Pone en escena las pesadillas de un mundo en traumática transformación y sirve tanto para ejercer la crítica social (las dos Kandisha, Dachra, House of Setnakht…) como para reforzar la sociedad tradicional (Warda) e incluso para las dos cosas, como en El elefante azul, el Djinn de Tobe Hooper o Bajo la sombra. Lo que sí es común a todas es su renovada capacidad asustante para el espectador occidental, a veces muy próxima a la que descubrimos con el J-horror japonés de los primeros 2000, siguiendo estrategias formales parecidas. Ambos cines comparten un mundo sobrenatural amenazador, total o parcialmente real para gran parte de sus sociedades. Algo que traspasa la pantalla, creando en el espectador una inquietante sensación, auténticamente sobrecogedora.
Después de siglos de que la fantasía y el terror occidentales hayan saqueado el mundo árabe, del Vathek (1786) de Beckford al Necronomicón del loco Abdul Alhazred de Lovecraft; del horror sin nombre llegado de Egipto en El escarabajo (1897) de Richard Marsh hasta el Pazuzu de El exorcista (1973); de los relatos de Dunsany, R. E. Howard, Hoffmann Price o Clark Ashton Smith a las novelas de Tim Powers o J. Kent Holloway; de El ladrón de Bagdad (1924) hasta Wishmaster (1997), es tiempo de que los países árabes tomen las riendas del género, aunque sólo sea porque todo está en Las mil y una noches. Y porque el país que crea grandes ficciones de horror, ha comenzado ya el camino para exorcizar los horrores de su realidad. Nada produce más placer que escribir “terror árabe” sin que Al Qaeda o las bombas sobre Gaza tengan nada que ver en ello.