Festival de San Sebastián: para todos los gustos
Sharunas Bartas está en 'In the Dusk' menos interesado en construir una intriga ordenada que en mostrar el reflejo de la barbarie en las caras de sus protagonistas. Por su parte, Antonio Méndez Esparza se lo juega todo al montaje en 'Courtroom 3H' y Colin Firth y Stanley Tucci pelean por el premio a la mejor actuación masculina por sus soberbias interpretaciones en 'Supernova'
23 septiembre, 2020 10:30Alcanzado el ecuador de la 68ª edición del Festival de San Sebastián sigue sin producirse esa absurda epifanía que los críticos siempre atendemos con vanidosa expectación, eternos aspirantes a anunciar antes que nadie el advenimiento de la última obra maestra a la que el espectador común todavía no ha tenido acceso. Si enfriamos el termómetro que mide nuestro afán de protagonismo -cuyos registros se elevan incluso por encima de las fiebres de la precariedad- habrá que reconocerle a Sharunas Bartas los méritos que le corresponden a un cineasta alejado de toda convención, poseedor de una seguridad desapegada de cualquier moda, si bien es cierto que sus dos últimas películas, Frost (2017), y la que ahora nos ocupa, In the Dusk (2020), se ajustan a una mínima ortodoxia narrativa no tan presente en las obras situadas en los inicios de su carrera. El autor de Freedom (2000) se desplaza a la Lituania de 1948 para rememorar los estragos causados por los soviéticos tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Allí, una familia terrateniente y disfuncional formada por una mujer de clase pudiente casada con el que fuera empleado de su padre -un hombre trabajador que se acuesta con la criada- y un hijo adoptado tras la muerte de sus progenitores, trata de lidiar con una coyuntura marcada por la hambruna y la resistencia de los partisanos frente a la progresiva e implacable invasión del ejército de la URSS. El realizador lituano está menos interesado en construir una intriga ordenada -hay decisiones de guion discutibles: el propietario escapando de su casa con el ejército aposentado en su mismísimo salón cobrando el diezmo a los residentes de la zona- que en mostrar el reflejo de la barbarie en las caras de sus protagonistas.
La película se construye sobre cuatro pilares maestros: el uso del primer plano, un tempo laxo, una estructura de bloques y una idea de movimiento restringido (los personajes se mueven en un círculo muy estrecho del que no pueden salir), todo ello capturado por la fotografía mortecina de Eitvydas Doskus (la atención a los detalles y el diseño de cada cuadro es apabullante). Bartas se vale de esos elementos para imponer su ley y obligarnos a observar de qué maneras el conflicto hace mella en las relaciones entre los intervinientes (cómo cambian las lealtades o cómo la animadversión se reblandece). Ese acercamiento a los rostros es casi un intento de penetración psicológica que busca no tanto explicar determinadas conductas como tratar de comprender. Bajo esa losa de contención germina una violencia cuyo estallido final está lejos de causar impacto alguno, principalmente porque carece de la sequedad formal que el desenlace pide, llegando hasta el punto, incluso, de traicionar los códigos sobre los que el propio Bartas ha levantado el filme.
Irregularidad e interés conviven, también, en Any Crybabies Around? (2020), segundo largometraje del japonés Takuma Sato. Tasuku (Taiga Nakano) es un padre primerizo y joven que participa en la celebración del Namahage, en la que hombres disfrazados de ogros irrumpen en las casas para asustar a los niños y que se porten bien todo el año. Su palpable inmadurez y los excesos alcohólicos asociados a la festividad concluyen en divorcio después de una noche en la que termina corriendo desnudo por las calles de Oga y saliendo en la televisión local. Ni su marcha a Tokio ni su vuelta al hogar le servirán para sentar cabeza. Tasuku es alguien al que Murphy parece haberle dedicado su fatídica ley y eso desnivela un guion que no concede ni una sola tregua a un protagonista infantil y torpe, representante de una generación que únicamente ha alcanzado la edad adulta desde una perspectiva legal y cuya falta de responsabilidad termina condenándola a una soledad dolorosa y, muy probablemente, incurable. Los numerosos planos generales que, con exquisito gusto compositivo, Sato utiliza para aislar al personaje son indicativos de esa situación de desamparo. Puede que Any Crybabies Around? sea errática en su desarrollo pero jamás apela al énfasis ni sobrecarga situaciones cuyo dramatismo no necesita mayores aditivos que los conflictos que plantea. La secuencia final, que mezcla compasión y dureza a partes iguales y que se espeja en el arranque del filme, es sin duda la cumbre de una película menor pero no exenta de atractivos.
Otro tanto se puede decir de la segunda presencia española en la Sección Oficial, Courtroom 3H (Antonio Méndez Esparza, 2020). El ganador del premio FIPRESCI en Zinemaldia 2017 con La vida y nada más desviste su película de cualquier artificio y se limita a que la cámara capte lo que sucede en la sala del Tribunal de Familia Unificado de Tallahasee (Florida), presidida por el juez Jonathan Sjostrom, especializada en casos de menores en los que sus tutores han sido acusados de abuso, abandono o negligencia. Esparza apenas utiliza cinco posiciones de cámara y tampoco se esfuerza por ordenar el espacio de la corte, de manera que todo se juega en el campo del montaje (quitando el último bloque, en el que un trabajo con los primeros planos sobre la abogada defensora cambia la dinámica anterior y eleva el dramatismo). En la primera parte, dedicada a las audiencias, se nos presentan fragmentos de distintos procedimientos en los que se nos muestra la variopinta casuística existente, mientras que en la segunda asistimos al fallo de dos juicios con veredictos opuestos (en uno el padre conserva la custodia de su hijo y, en el otro, la madre la pierde). Salvo en un caso aislado, Esparza no recupera a los encausados, de modo que no podemos saber qué sucedió con ellos, si lograron recuperar la tutela de sus hijos o si estos quedaron en manos de padres de acogida. Dicho esto, hay que señalar que los casos incluidos en la segunda parte no guardan relación alguna con los de la primera.
Con el acceso a un material como este, el Frederick Wiseman de Juvenile Court (1973), sin duda el modelo al que remite Courtroom 3H, hubiera elaborado un documental muchísimo más denso, indagando en los condicionantes de los afectados, su extracción social, los recursos económicos con los que cuentan, su bagaje cultural, el entorno en el que viven y un largo etcétera de complementos circunstanciales seguramente necesarios para comprender no solo la magnitud de las dificultades a las que se enfrentan sino también los problemas inherentes al sistema. El filme de Esparza, que confía en que las comparecencias sean suficientes para dar cuenta de las deficiencias sistémicas, carece de esa profundidad analítica y su carácter observacional no basta para trascender una visión liviana que concluye que administrar justicia es muy complicado, aun cuando en ese juzgado todo el mundo hace su trabajo lo mejor que puede (aunque incurra en equivocaciones). Como documento tiene un valor innegable, para elevarse como una aproximación crítica convincente, le falta sustancia.
La mirada limpia del realizador madrileño dio paso a ese lienzo arty sobre el amor y la muerte que es Supernova (Harry Macqueen, 2020), que es como si a Michael Winterbottom se le hubieran quitado las ganas de reír y rodara una nueva entrega de su saga The Trip a partir de un guion de Nicholas Sparks. Esta película otoñal (bellamente fotografiada por Dick Pope) narra el viaje final que una pareja formada por un escritor con principio de Alzheimer y un reconocido pianista inician para reencontrarse con sus amigos y familiares y recordar viejos tiempos. A lo archisabido del argumento y a la previsibilidad del desenlace hay que sumarle una puesta en forma tan ilustrativa como solvente, sobre todo por la colocación en esos interludios paisajísticos de la banda sonora de Keaton Henson, prolongando así la emoción de los instantes más sentidos, estos sí, vaciados de música en la mayoría de las ocasiones. Este alegato en favor del derecho a escribir el fin de la propia historia -nada nuevo si se recuerda que hace seis años pasó por aquí Corazón silencioso (Billie August, 2014)- secará más de un lagrimal gracias a las soberbias actuaciones de un memorable Colin Firth y de Stanley Tucci, candidatos a pelearle el premio a la mejor actuación masculina a Mads Mikkelsen.
Felices dieciséis
Al poeta Robert Frost se le atribuye aquello de que “bailar es la expresión vertical de un deseo horizontal”. En Seize printemps (Suzanne Lindon, 2020) asistimos al enamoramiento que surge entre una joven de dieciséis años (la propia Lindon) y un actor de treinta y cinco. La primera vez que Suzanne (personaje y actriz comparten nombre) se da cuenta de lo que siente por Raphäel (Arnaud Valois), la película romperá su tono realista para entregarse a una pirueta musical que, cuando el sentimiento sea recíproco, se repetirá hasta en dos ocasiones. ¿Pueden interpretarse estas inopinadas coreografías como “la expresión vertical de un deseo horizontal”, como la sublimación de un hecho intolerable que no puede/debe ser mostrado? ¿O incurrimos, quizá, en una interpretación elástica de las imágenes? Lindon, que escribió, dirigió e interpretó esta película que compite en Nuevos Directores con 19 años, nos remite a dos obras previas representados por un poster y un libro. La primera viene introducida por un cartel de A nuestros amores (Maurice Pialat, 1983) en el que aparece la protagonista de la película, también llamada Suzanne (Sandrine Bonnaire) y cuya profusa actividad sexual, a pesar de tener 15 años, contrasta con la inocencia que revisten los gestos y la manera de conducirse de la Suzanne encarnada por Lindon. Mientras la joven de 1983 satisface sus apetitos, la de 2020 se limita a bailar con su partenaire. La cita literaria no es otra que ‘Escupiré sobre vuestra tumba’, la novela de Boris Vian que Suzanne lee, una historia violenta, incendiaria y con unos niveles de provocación difícilmente igualables.
Seize printemps es todo lo contrario (¿o quizá deberíamos decir parece?), aun cuando su punto de partida -el romance entre una menor y un adulto veinte años mayor- no podría ser más perturbador; solo que aquí, en lugar de encontrarnos tórridas escenas de sexo, asistimos a retazos de un relación tan cordial como naive; oímos a un actor que se queja de estar interpretando siempre la misma historia o a un decorador que explica la importancia de la posición de los objetos sobre el escenario (de nuevo lo vertical y lo horizontal); vemos a una joven aburrida del instituto y de su compañeras (la primera secuencia capta a la perfección ese sentimiento de estar sola en compañía), todo ello filmado desde una perspectiva naturalista que se quiebra cuando irrumpe un deseo que adopta las formas de un género tan fantasioso como el musical. Cuando el hechizo se rompa, cuando Suzanne sea consciente de lo que de verdad sucede y asuma la imposibilidad de ese amor, cuando el tabú se verbalice, a la película no le queda más remedio que acabarse. Hasta entonces, entre carantoñas inofensivas y besos en la mano, hemos asistido a la consumación coreográfica de una pasión carnal, a la romantización de lo prohibido, a una sibilina provocación.