Premios Goya 2020: catarsis entre el pasado y el presente
Las películas a competición dibujan un panorama de intensas y sinceras búsquedas estéticas además de un interés por el pasado más propio del cine histórico de la década de los ochenta que de la actualidad
24 enero, 2020 17:41Hay ocasiones en que los números nos dicen muchas más cosas que la propia aritmética. Por ejemplo: tres películas (Mientras dure la guerra, La trinchera infinita y Dolor y gloria) acaparan este año 48 de las 80 nominaciones a las que pueden aspirar todos los largometrajes de ficción en imagen real producidos este año en España, según la radiografía que proponen los Premios Goya. Tres películas reúnen pues el 60 % de las nominaciones. A su vez, otras tres películas (Padre no hay más que uno, Lo dejo cuando quiera y Si yo fuera rico) acaparan 6.253.000 espectadores de los 16.050.000 que acudieron a ver cine español a lo largo de 2019. Tres títulos que congregan, por tanto, el 39 % de la audiencia.
Las tres primeras encabezan el ranking de nominaciones de la Academia y aparecen orladas, en consecuencia, con una determinada vitola de qualité. Las tres segundas encabezan la lista de las recaudaciones en taquilla y se confirman como las películas españolas más comerciales del año. De manera sintomática o no (según se prefiera ver), ninguna de estas últimas ha obtenido ni una sola de las 80 nominaciones en juego. De nada les ha valido tener detrás el bazooka mediático y publicitario de los dos conglomerados audiovisuales más poderosos de nuestro país (Atresmedia y Mediaset), productoras reales de tres filmes formateados para impactar en las pantallas, sin ninguna pretensión de acumular méritos artísticos o culturales. Y así parecen haberlas percibido los profesionales y los creadores del cine español, los votantes de la Academia.
Todo lo contrario sucede con las películas dirigidas por Alejandro Amenábar (Mientras dure la guerra), el triunvirato formado por Aitor Arregi, Jon Garaño y José María Goenaga (La trinchera infinita) y Pedro Almodóvar (Dolor y gloria), pensadas y comercializadas con el horizonte puesto en las prestigiosas mediaciones culturales que son los festivales (las dos primeras estuvieron en San Sebastián; la tercera en Cannes) y los premios de las Academias (Dolor y gloria ha merecido también dos nominaciones para los Óscar de Hollywood y una en los BAFTA británicos). Pero esta dicotomía tan nítida y tan radical entre un cine high brow (necesitado de una sanción cultural) y un cine low brow (solo pendiente de la taquilla) no ha funcionado ni mucho menos igual para otras películas del año.
Sobre todo, porque algunos títulos con claras señas de identidad autorales han sido casi ninguneados por la Academia, y otros incluso olvidados por completo. Cineastas antaño laureados como Rodrigo Sorogoyen o Daniel Sánchez Arévalo han visto cómo sus trabajos debían conformarse con la decepcionante cosecha de tres nominaciones (Madre) y una sola (Diecisiete), mientras que autores como Isabel Coixet (Elisa y Marcela), José Luis Garci (El crack cero) o Carlos Marques-Marcet (Los días que vendrán, ganadora en el Festival de Málaga) han quedado a extramuros de las nominaciones. La ausencia de Diecisiete y de Elisa y Marcela (dos producciones de Netflix) tiene además el efecto de alinear a la Academia con el Festival de Cannes en su común rechazo, o al menos su resistencia, a reconocer las creaciones destinadas a circular vía streaming sin pasar por las grandes pantallas. Una resistencia que solo ha logrado vencer la realmente magnífica sorpresa que supone Klaus (Sergio Pablos), candidata a la mejor película de animación (un mérito que también le reconocen los Óscar) y a la mejor canción original.
Los olvidos y los rechazos pueden resultar todavía más sangrantes si pensamos en otras creaciones de un cine más humilde, pero también más valiente y más innovador, caso de La virgen de agosto (Jonás Trueba), Longa noite (Eloy Enciso), La inocencia (Lucía Alemany) o el documental La ciudad oculta (Víctor Moreno), mientras que La hija de un ladrón (Belén Funes), la película más incisiva y más viva de todo el año, ha tenido que conformarse con dos únicas candidaturas. Unos y otros parecen haber sido víctimas, en definitiva, del huracán provocado por los grandes pesos pesados del ‘prestigio cultural’ y de la industria tradicional: una apisonadora de la que solo se ha librado la humilde, pero magnífica, Lo que arde, una obra personalísima de Oliver Laxe que, con todo merecimiento, compite de tú a tú con los grandes por los premios a mejor película, dirección y fotografía.
En el campo estrictamente creativo, el paisaje dibujado por las nominaciones de la Academia muestra una dicotomía entre un cine contemporáneo, fruto de intensas y sinceras búsquedas estéticas y formales por parte de sus autores (Dolor y Gloria, Lo que arde, La hija de un ladrón) y un cine deudor de formas de representación ancladas en el pretérito del cine español, como son las Mientras dure la guerra, Intemperie (Benito Zambrano) y La trinchera infinita, películas que se acogen a un modelo de reconstrucción historicista más propio de las fórmulas del cine histórico de los años ochenta que del presente cinematográfico.
Es la dicotomía que delimita también la frontera entre el presente y el pasado, incluso si atendemos al anclaje temporal de sus respectivas ficciones: tres historias que remiten al pretérito guerracivilista de este país (Mientras dure la guerra, La trinchera infinita, Intemperie) y tres películas que hablan de un presente vibrante, tan conflictivo y complejo en lo social como en lo más íntimo y personal de sus autores (Dolor y gloria, Lo que arde, La hija de un ladrón). La antítesis entre unas y otras bien podría entenderse como una potente metáfora de la disyuntiva a la que sigue enfrentada nuestra sociedad, disociada entre la necesidad de conservar la memoria histórica y, simultáneamente, obligada a vivir un presente en el que las desigualdades sociales siguen siendo lacerantes (como la película de Belén Funes) y en el que los autores más personales se abren en canal para indagar, de forma metarreflexiva, en los poderes catárticos del cine (Almodóvar, Laxe).