Image: La fiebre canina de Wes Anderson

Image: La fiebre canina de Wes Anderson

Cine

La fiebre canina de Wes Anderson

20 abril, 2018 02:00

Algunos de los perros exiliados de la nueva tragicomedia de Wes Anderson

Vuelve el talento y la sensibilidad omnívora de Wes Anderson con Isla de perros, un nuevo artificio del director de Fantástico Sr. Fox en el que se destila la precisa estética de un artista en la cumbre de su carrera. El resultado, una barroca y encantadora distopía en la que no faltan referencias a Japón.

Se trata del noveno largometraje de Wes Anderson (Houston, 1969) y el segundo que realiza con la técnica animada de stop-motion, esto es, fotograma a fotograma (en este caso, doce por segundo), con muñecos y maquetas y prescindiendo por completo de cualquier aditamento digital. Junto a Fantástico Sr. Fox, bien podría representar Isla de perros la quintaescencia del cine "artesanal" andersoniano, pues incluso cuando filma a actores de carne y hueso también son personajes caricaturescos, más propios de un cartoon pop que de un relato de corte realista. El artificio es la marca de la casa del autor de Los Tennenbaum, que en la magnífica El Gran Hotel Budapest, su anterior película, se las ingenió para hibridar una aventura tintinesca bajo la línea clara de Hergé con la exquisitez literaria de Stefan Zweig y la filosofía política de Hannah Arendt.

Simetría y detallismo

El talento y la sensibilidad omnívora de Wes Anderson tiene el espectro muy amplio. Como tantas veces se ha dicho de Stanley Kubrick, cada plano en Isla de perros aspira a la perfección estética, como un cuadro con rúbrica que merece ser colgado en algún museo. Su expresividad plástica ejerce un impacto inmediato. La obsesión por la simetría y por el detallismo formal conceden una emoción o un estado de ánimo preciso a cada espacio, igual que un gesto o un trazo pueden abarcar un mundo. En la idiosincrática poética del artista norteamericano el posmodernismo ya pertenece a la prehistoria, la estética kitsch se convierte en una forma de estar en el mundo. En un proyecto de este tipo, óbice a las intervenciones de la realidad, el director puede realmente controlar cada esquina del plano y cada fase de su elaboración, puede encriptar los ritmos del gag y de la lágrima, esquivar los padecimientos de un rodaje convencional. Es por ello la película el destilado perfecto de un artista en la cumbre de su creatividad, el territorio al que habrá que volver para estudiar a un cineasta que trabaja como las manecillas de un reloj suizo.

La narrativa se manifiesta en su estética. Isla de perros pone en escena una encantadora y barroca distopía sobre un futuro inmediato o un presente fabulado, donde Japón es Japón pero no lo es, donde los perros son muñecos y son robots, donde el coraje de un niño y su amor por su cachorro pueden hacer caer un gobierno totalitario. En verdad, Isla de perros sitúa su tragicómica aventura veinte años en el futuro, en una isla de la costa imaginaria nipona donde todo perro viviente ha sido exiliado de por vida, pues supuestamente son transmisores de terribles enfermedades debido a una fiebre canina. Con los meses, el exilio en el vertedero se ha convertido en una forma de civilización basuril, un sálvese quien pueda en el que la comunidad perruna se ha organizado en clanes o manadas. Una de ellas está formada por perros que fueron domésticos y todos tienen aspiraciones de líder, como señalan sus nombres: Rex (Edward Norton), King (Bob Balaban), Boss (Bill Murray) y Duke (Jeff Goldblum). A ellos se suma un perro salvaje, Chief (Bryan Cranston), que será el motor del relato.

Humanismo sin complejos

Si con Viaje a Darjeeling hizo su película india y con El Gran Hotel Budapest su película centroeuropea -en las entreguerras del siglo pasado-, aquí ha realizado su película japonesa. El Akira Kurosawa de El ángel ebrio (1948), de El perro rabioso (1949) y de Vivir (1952) descansa en la inspiración de su tono, de su humanismo sin complejos. El personaje humano protagonista, Atari, un niño japonés que actúa bajo el código de honor de un samurái y la devoción por el sacrificio de un Mesías, concentra el paraíso de la infancia del autor de Moonrise Kingdom, aquella película en la que entendimos que en su universo los adultos son niños y viceversa. En esa posición, en esa plenitud emocional, es donde nos instala una vez más como espectadores, indecisos entre reír o llorar ante las miserias perrunas, entre sentir como un niño y pensar como un adulto. Isla de perros es la aventura moral de los desclasados y desposeídos, en esencia un gesto de compasión y afecto, pero también es la expresión más crudamente política de toda la filmografía de Anderson, casi como un editorial o un comentario social de un mundo acaso gobernado por sociópatas conspiranoides y perfectamente ocupado en levantar muros con discursos del odio.

En esta aventura íntima y épica los humanos hablan japonés y los perros "ladran" en inglés con las voces de un reparto estelar al que se suman Greta Gerwig, Harvey Keitel, Frances McDormand, Scarlett Johanson, F. Murray Abraham, Ken Watanabe, Tilda Swinton y ¡Yoko Ono! La dinámica vertiginosa del relato, el abigarramiento de los planos, la atención enfermiza al detalle, las capas linguísticas mediadas por una traductora que a su vez hace de narradora, amenazan con ensombrecer el núcleo moral de la fábula. No encontraremos en la sofisticación de Isla de perros el alma o la poesía del cuento de Roald Dahl que adaptó Anderson en su anterior experiencia animada en stop-motion, aunque un humor y una emoción comunes circula por ambas películas. Es la mirada perpleja y empática de este cineasta de Texas, el incorregible dandi del cine independiente americano, que vuelca una vez más en la pantalla toda la inteligencia y la energía que caracterizan su cine, y que a estas alturas ya pertenece al ineludible patrimonio de la cultura popular de nuestros tiempos.

@carlosreviriego