Schrader, desbocado y sin ataduras
Nicolas Cage y Williem Dafoe en Como perros salvajes
Perro come perro. Bajo esta premisa, Paul Schrader vuelve a las duras calles para contar la historia de unos ex presidiarios que aceptan un peligroso encargo. Nicolas Cage y Willem Dafoe encabezan el reparto de Como perros salvajes, un filme con el que el mítico guionista de Taxi Driver sortea el desconcierto del nuevo siglo siguiendo la estela de directores como Scorsese, Ferrara, Malick o Herzog.
En ese espejo se mira Willem Dafoe al principio del filme, en el baño de un dúplex de rosa y azul chillones donde su psicótico personaje asesinará a su novia y a la hija de ésta para que empiece la función. Porque la muerte, lúdica y caprichosa, arbitraria y enloquecida, también es el lugar de destino incontestable de Dog Eat Dog, basada en una novela de Edward Bunker. Seguramente no podía ser de otro modo, ahora que el cine de Schrader, que perdió tiempo atrás la fuerza de sus mejores trabajos -American Gigolo (1980), Posibilidad de escape (1991), Aflicción (1997)… y el guion de Taxi Driver (1976), claro-, ha optado por instalarse en el desconcierto y los excesos que le sugieren el presente lunático del nuevo siglo.
La historia es solo el pretexto para filmar la desesperación de tres ex presidarios de Cleveland. Tres criminales de poca monta en pos de ese gran trabajo que pueda cristalizar en su particular, psicótica visión del sueño americano: cocaína, prostitutas, sangre, dinero. Debemos encontrar un sentido literal a la decisión de que sea el propio Schrader quien interprete a El Greco, el gánster que les hace los encargos a Troy (Cage), Mad Dog McCain (Dafoe) y Diesel (Christopher Matthew Cook), y que, en un momento determinado, cuando las cosas realmente se tuercen -con un bebé de por medio, a cuyo destino la trama no muestra ningún interés en dar respuesta-, les deje colgados a su suerte. El personaje se convierte entonces en metáfora del cineasta como demiurgo de un relato cuya ética nadie pide que juzguemos.
Como Schrader, un buen número de cineastas que alumbró su cine en los años setenta se entrega en su tercera edad a los impulsos de la creación desbocada y sin ataduras. Sus películas parecen hechas desde la conciencia de que todo está perdido, de que el cine que les definió y que definieron naufragó en la tempestad del nuevo siglo (y el nuevo cine), y que acaso por ello ninguna barrera de contención se entromete en sus designios. Ejercen su oficio desde la barricada de la hipérbole y el hedonismo, de la violencia salvaje o la promiscuidad sexual, de la provocación y la experimentación, a partir de una radicalidad que no necesita pedir permiso a nadie (con un pie en la industria y el otro muy lejos de ella), poseídos por una clase de libertad y subversión moral que se reivindica a sí misma en primer plano. Los límites, cuando los hubo, desaparecieron. Las historias que ponen en escena con una energía contagiosa parecen responder a impulsos esencialmente viscerales, pero sobre todo a un sentimiento de desamparo respecto al futuro.
Una corriente mágnetica
Pongamos en relación los saltos al vacío de Francis Ford Coppola (Tetro, Twixt), de Werner Herzog (Teniente corrupto, Salt and Fire), de Abel Ferrara (Welcome to New York), de Martin Scorsese (El lobo de Wall Street, Vinyl), de William Friedkin (Bug, Killer Joe), de Monte Hellman (Road to Nowhere), de Terrence Malick (El árbol de la vida, Voyage of Time), de Brian de Palma (Passion)… Todos han cruzado ya la edad de jubilación, pero muchas de sus películas respiran una jovialidad y emiten una corriente magnética que ya quisieran para sí la mayoría de los directores debutantes.Si el academicismo y la mesura alguna vez fueron propiedad de la senectud, todos ellos han dado pruebas de que no serán carne de tópico. Incluso Bogdanovich y Woody Allen, cada uno en su territorio, han llevado al extremo sus propias concepciones de la comedia sofisticada con Lío en Broadway y Crisis in Six Scenes. El regreso a la dirección de Warren Beatty con Rules Don't Apply (próximamente en nuestras pantallas), dieciocho años después de Bulworth, también se ofrece como el destilado sin complejos de su concepcion del héroe más grande que la vida.
Cierto es que nunca fueron reaccionarios, pero el tiempo desde luego no ha logrado domeñarlos, y a día de hoy hasta Steven Spielberg, el más conservador de la generación del Nuevo Hollywood, se precipita por el gigantismo de sus fantasías. ¿Qué queda después de las ruinas, entonces? La única opción viable que un cineasta de las ideas como Schrader parece haber encontrado es la de tratar de dialogar con el presente bajo el paraguas de su pretérito. Y por esas grietas asoma un tema habitual en este cineasta que no se rinde: ¿de qué modo se transmite el mal? Cuando los hombres son perros, por ejemplo, y se devoran los unos a los otros. La pantalla es el paisaje detrás de las ruinas.
@carlosreviriego