Tommy Lee Jones, en la frontera del western
Tommy Lee Jones, director y actor en Deuda de sangre
Nebraska, 1855. El actor y director Tommy Lee Jones vuelve, tras Los tres entierros de Melquíades Estrada, al imaginario del western con Deuda de honor para narrar una odisea que va del medio Oeste a un pueblo de Iowa, del salvajismo a la civilización, de la intemperie al humanismo pasando por la voracidad capitalista. Junto a Jones, Hilary Swank, que se aleja de nuevo de los estereotipos femeninos del género.
En rigor, Deuda de honor es un western fronterizo que arranca evocando el mundo de John Ford para adentrarse en zonas más ambivalentes y devastadoras. La soltera, solitaria Mary Bee Cuddy es una mujer de sólida fe que trabaja su tierra adquirida en el medio Oeste, mantiene su hogar, toca música silenciosa en un falso piano y busca pretendiente (o socio conyugal) que haga su vida más fácil y próspera. Pragmática y decidida, es una mujer alejada por completo de los estereotipos femeninos del género, cuyo peso y credibilidad recaen en Hilary Swank, quien regresa a las pantallas en una de sus mejores intepretaciones, de nuevo bajo el aire de masculinidad que imprimía a su figura en Boys Don't Cry (1999) y Million Dollar Baby (2004). Estamos en Nebraska, año 1855, y Mary Bee recibe el encargo de la Iglesia de llevar al mundo civilizado (al este de la nación naciente) a tres mujeres que han perdido el juicio.
El trayecto queda establecido: del medio Oeste a un pueblo de Iowa, del salvajismo a la civilización, de la locura a la cordura, de la intemperie al humanismo pasando por la voracidad capitalista. En su misión para sortear los familiares peligros de la frontera -desierto, inclemencias climatológicas, indios y asaltantes-, en un carromato donde transporta a tres mujeres atrapadas en su demencia (Sonja Richer, Grace Gummer y Mirando Otto), Mary Bee salvará de la horca al delincuente y alcoholizado Briggs (Tommy Lee Jones) para que le acompañe en su odisea. Ella sola, al frente de ese carromato de mujeres, no podría sobrevivir. El escenario poético de la frontera, jalonado por súbitos estallidos mortíferos, es el propio del misterio. No podemos dejar de pensar en Valor de ley -la de Hathaway de 1969 y la de los Coen de 2010-, pero sobre todo no podemos dejar de pensar en Desapariciones (2003), de Ron Howard, en la que el personaje extraviado de Tommy Lee Jones también buscaba su redención a horcajadas del imposible heroísmo de una misión suicida junto a una mujer.
Los ecos trágicos del gen genocida, ese pecado original que gravita sobre toda la historia del western, y al que Tommy Lee Jones no ha dejado de remitirnos en sus coqueteos precedentes con el género, reaparecen con fuerza en Deuda de honor. "Desde el primer día de escuela -afirmaba el actor y director en Cannes-, a los niños americanos les enseñan que los valientes pioneros organizaron el oeste, con la implicación inherente de que era una tierra deshabitada antes de la llegada de los descendientes europeos, quienes supuestamente civilizaron y cristianizaron el salvajismo". La creencia en el asentamiento limpio, noble y esforzado, ignorando el planificado exterminio de pueblos aborígenes y los hogares largamente establecidos de numerosas tribus indias, con sus propias lenguas y culturas, a lo largo del territorio, es una certeza histórica aún sumergida que golpea con fuerza en la mente del cineasta. "En la película hay una invitación a considerar que todavía debemos pagar el precio de aquella deuda". Se trata de la energía trágica con la que el western extrae su misterio, esa perpetua colisión entre la historia y la poesía.
Expresiones crepusculares
Hilary Swank en una imagen de la película
Encontramos en Deuda de honor ideas bien sugerentes, incluso brillantes cuando cristalizan. Ofrece lo mejor de sí mismo en el territorio de la moral ambigua, en aquellas expresiones crepusculares y retorcidas del western de donde emana una ambivalencia que no solo confina en un mismo cuerpo al héroe y al canalla, sino que transita por esa línea divisoria donde las identidades contrapuestas acaban disolviéndose hasta manifestarse en una sola entidad. Cordura y demencia en perpetuo contacto. Es un filme que no le teme al riesgo, cuyas inyecciones de caos, humor, extrañeza, violencia y belleza imantan al espectador. A pesar de sus paisajes y situaciones familiares, no es una película que juega sobre seguro. Algo ocurre alcanzados los tres cuartos de metraje que, para quienes no conozcan la novela de Glendon Swarthout en la que se inspira el filme, tiene la capacidad de soprendernos y hasta de traumatizarnos, propulsando un tramo final enérgico, complejo y memorable.Uno de los atractivos del filme, que el propio director se resiste a encadenar a una etiqueta, descansa en su desdoblamiento. Durante la mayor parte, es la historia de Mary Bee. Ella es el cerebro y Brigs su músculo. Pero en determinado momento el título original, The Homesman, se carga de sentido, y el corazón y la emoción de la película se traslada al personaje masculino. Del bloque más extraño del filme, que transcurre en el hotel de irónico nombre Fairfield -"tierra justa"-, surge la infernal metáfora del asentamiento, la moral que vertebra la historia.
Deuda de honor es al mismo tiempo un western seductor y una devastadora crítica feminista al género más noble del séptimo arte. La aventura que emprenden Mary Bee y Briggs no es tanto una penetración en las tierras salvajes como un trayecto de aprendizaje hacia el horizonte de la civilización, donde caben el fracaso, el cinismo y la resignación de quienes confían en un poso de humanismo allí donde reina la crueldad de la superviviencia. Su regreso al género no es de carácter manierista, desacomplejado o lúdico como lo son otras "actualizaciones" del cine del Oeste en el nuevo siglo -como las empredendidas por Andrew Dominik, John Hillcoat, Quentin Tarantino o la reciente Slow West, del debutante John Maclean-, pero sin duda invoca las suficientes fantasmagorías en la pantalla como para embaucarnos en la aventura.
@carlosreviriego