Mishima resucita en la pantalla
Ken Ogata interpreta al escritor Yukio Mishima
Hoy se reestrena Mishima, una vida en cuatro capítulos (1985), clásico de culto de Paul Schrader que reconstruye la biografía del excéntrico escritor japonés y que supuso el canto de sirena del "Nuevo Hollywood".
Quizá lo más sorprendente para los nuevos espectadores de Mishima, sea que fue producida por Francis Ford Coppola y George Lucas, para sus catastróficos y añorados Zoetrope Studios. ¡El director de La amenaza fantasma (1999) produciendo un filme de arte, sobre la vida y muerte de un escritor filofascista, homosexual y suicida nipón! Pero es que en aquellos años, no sólo Coppola, sino también Lucas, Kasdan y hasta el propio Spielberg, eran cineastas con pretensiones, fascinados por el cine japonés. Muchos de los nombres del mejor Hollywood de los 70 y 80 encontraron inspiración en el cine oriental, en aquel entonces menos accesible que hoy. El estilizado esteticismo, la sofisticada violencia visual y moral de directores como Scorsese, Cimino, De Palma, o, naturalmente, los propios Coppola, Lucas -hasta La guerra de las galaxias (1976) bebía de Kurosawa- y Schrader, estaba abiertamente influenciado no sólo por Kurosawa, Mizoguchi, Oshima, y otros habituales de Festivales, sino también por el cine de género, los ritualizados filmes de yakuzas, y directores casi ignorados entonces en Occidente como Suzuki, Masumura, Teshigahara, etc.
Revisar ahora Mishima es reconocer un error histórico: raros fueron los críticos -especialmente en nuestro país- que supieron entender la propuesta de Schrader en su justa medida. Hoy es evidente que pocos filmes biográficos poseen la profundidad, tanto literaria como visual, de este experimento que, sin llegar a agredir al espectador, le desafía a que penetre en el "Universo Mishima", combinando tanto pasajes de su vida, como fragmentos deliciosamente escenificados de algunas de sus obras más representativas, con una cuidadosa reconstrucción de sus últimas horas. Rindiendo homenaje a su amado cine japonés, Schrader nos da mucho más que un mero biopic. Nos obliga a compartir su pasión por un personaje tan complejo y excéntrico que, de no existir, hubiera parecido completamente imaginario. Así, desde la fascinación, desde el "interior" de su trágico protagonista, es como podemos comprender la cadena de hechos, ideas y obsesiones que le llevaron a su singular destino voluntario.
Pero recuperar este Mishima no es sólo admitir su cualidad casi de obra maestra como experimento cinematográfico, llevado a cabo con exquisito gusto por Schrader, con la colaboración de artistas como la diseñadora de vestuario Eiko Ishioka, el compositor Philip Glass o el director de fotografía John Bailey -cuyo impresionante trabajo es capaz de evocar todos los tonos y estilos, del blanco y negro al más onírico y saturado color, del cine nipón-, sino también recordar con nostalgia, no exenta de amargura, el tiempo en que Hollywood miraba al Japón. Cuando personajes hoy tan perdidos como Lucas y Spielberg arriesgaban nombre, prestigio y dinero, en un cine adulto, ambicioso y comprometido. Si lo piensas, casi dan ganas de hacerse el seppuku.