Cine

Humphrey Bogart, cien años

¿Quién fue ella, amigo?

24 enero, 1999 01:00

Cien años ya. Y la leyenda sigue intacta; y el cigarrillo no acaba de apagarse;y la sonrisa, la media sonrisa cínica y un poco abandonada de Humphrey Bogart, continúa, indeleble, fijada a su memoria. El actor más carismático de la historia del cine habría cumplido ayer cien años. Pero murió a los 57, víctima de una enfermedad que no atendía a razones. Mala suerte. La peor. Antonio Soler escribe hoy del hombre, del actor y de su historia. Del mito Humphrey Bogart, en fin: el más grande.

Una gabardina y la noche, un sombrero de ala corta y las sombras a su alrededor. Un Buick del 41 y una chica rubia de mirada lánguida, un cigarrillo colgando de la boca. Sam Spade o Philip Marlowe, los ojos de la tristeza. Una frase para resumir la amargura: ¿quién fue ella, amigo? El cine negro tiene un nombre, el nombre de Bogart. El cine, sin géneros, tiene un póquer de rostros, y uno de ellos es el de ese tipo nacido en Nueva York hace ahora cien años. Para quienes estuvimos huérfanos de preceptores y tuvimos que ir forjándonos nuestro propio santoral de devociones a fuerza de intuición y calle, Bogart fue uno de nuestros líderes espirituales. El mundo se podía venir abajo, los amigos emprender vuelo a tierras más cálidas, la niña de los ojos de almendra aparecer en un día de lluvia agarrada de la cintura de algún fulano tres o cuatro años mayor que nosotros, pero al final, en el blanco y negro en el que por entonces se nos fraguaba la mitad de los sueños, estaba Humphrey con su gabardina, caminando por las sombras con la espalda bien tiesa, no importaba cuántas derrotas llevase en el cuerpo. Lo habían achicharrado en la silla eléctrica, lo andaban apiolando en cada película, se había pasado la juventud haciendo como que vivía en el corredor de la muerte, pero allí estaba él, imperturbable y cínico, reconvertido en detective privado, en propietario de un garito, en borrachín perdido en medio de un río africano, mostrándonos siempre cuál era el código, el camino a seguir. Bogey emergía por encima de cualquiera de los personajes en los que lo metiesen. Para colmo, a su lado, derramándose por los quicios de las puertas y manchando de carmín negro las boquillas de todos los cigarrillos de Hollywood, andaba la flaca.
Los había que llevaban catecismo, otros estampas de futbolistas, patas de conejo, la efigie del Ché o cualquier amuleto con el que invocar a los dioses. Otros teníamos el talismán de los sueños imposibles, la esperanza rota de ser como aquel tipo de esmoquin blanco y rictus amargo. Estábamos al principio del camino y ya ansiábamos un pasado turbulento, el desgarro de amores pasados y esa melancolía que sólo en medio de la madrugada, ante un trago de whisky y la presencia callada de un amigo, afloraba en forma de monosílabo, de sonrisa triste. Bogey nos dijo quiénes queríamos ser. Su imagen era nuestro retrato de Dorian Gray, allí donde irían a depositarse todas nuestras pérdidas y pecados hasta formar aquel rostro y aquella personalidad que ya estaba de vuelta de todas las ingenuidades. Muchos años de secundario y medio fracasado lo llevaron arriba, cuatro matrimonios acabaron por conducirlo a los brazos de la flaca, aquella niña de ojos medio transparentes, la Bacall. Cuatro de-siertos habríamos cruzado nosotros por estar dentro de su pellejo.

Era un tipo al que por debajo del chaleco se le notaban los pálpitos que llevaba en el pecho, no importa que su voz fuese la voz, medio nasal, medio despótica, de aquel a quien ya nada le importa que le llenen el vientre de plomo, al final estaba la corteza de los sentimientos. Nos lo dejó bien claro cuando interpretó al dueño del Café Americain, Rick Blaine. Romántico, arriesgando la piel por una causa perdida, la República española, sacrificándose en secreto por alguien que representaba a los justos, a los idealistas, enamorado de una mujer y de un recuerdo, de una ciudad, el París de entreguerras. Sabía lo que era la lealtad, sin banderas ni laurel. Las medallas, el reconocimiento y la gratitud que se los dieran a otros, a él le quedaba París, un beso en la niebla de los aeropuertos, el destino de los solitarios. A la memoria del siglo XX le quedará la figura de aquel tipo andando entre las brumas de la noche, alumbrado por el parpadeo de un luminoso o por los faros de un automóvil que emprende la huida. A noso-tros, carne de calle y celuloide, siempre nos quedará Bogart.