El 1 de mayo se cumplieron 170 años del nacimiento de Santiago Ramón y Cajal, el científico más importante, más universal, de la historia de la ciencia española, el único que se puede codear –con los matices que cada uno quiera añadir– con los grandes de la ciencia de todos los tiempos.
Si algunos de los que leen estas líneas tienden a pensar que esto que digo es, al menos en parte, fruto de algún tipo de patriotismo tendente a la exageración, citaré una carta que el holandés Cornelius Ubbo Ariëns Kappers, director del Instituto de Investigación Neurológica de la Real Academia Holandesa de Ciencias, escribió (en francés) a Cajal el 23 de marzo de 1921: “Estimado y gran maestro: Su carta del 15 de marzo me ha producido una gran satisfacción, que le agradezco de todo corazón. Le estoy agradecido, además, por haberme enviado la admirable colección de sus ‘Trabajos’. No, no me falta ningún volumen y estoy orgulloso de que mi Instituto los haya recibido de usted mismo, el más grande neurólogo que ha existido y que probablemente jamás existirá”.
La contribución por la que Cajal es y será recordado trata de la estructura del sistema nervioso. La mayor parte de los neurólogos de su tiempo creían en la denominada “teoría reticular”, formulada inicialmente por el anatómico alemán Joseph von Gerlach, quien encontró en el italiano Camilo Golgi su principal defensor, el mismo Golgi que compartiría con Cajal el Premio Nobel de Medicina o Fisiología en 1906. Según esa teoría, todas las fibras del sistema nervioso se unirían y fundirían en la sustancia gris del cerebro, constituyendo una red o retículo por la que se transmitiría el impulso nervioso.
Los episodios de la vida de Ramón y Cajal se asemejan a un caleidoscopio que ofrece imágenes según giren
nuestras miradas
Pero Cajal, utilizando y mejorando el método de tinción celular que había introducido Golgi, demostró hacia 1888 que las células nerviosas son unidades independientes, que se relacionan entre sí mediante contactos entre sus dendritas (prolongaciones cortas de formas arbóreas que reciben los impulsos) con los axones (extensiones largas que conducen los impulsos nerviosos desde un cuerpo celular hacia otros) de otras células similares; esto es, frente a lo que defendían los reticularistas, el impulso nervioso pasa de una célula a otra por contacto, y no por continuidad, siendo una corriente eléctrica y algunos compuestos químicos los vehículos de esas conexiones.
Años más tarde, y con la ayuda de un helenista de Cambridge, Arthur Verrall, el fisiólogo Charles Scott Sherrington llamó “sinapsis” (procedente de los términos griegos syn, que significa “junto”, y haptein, “unir”) al punto de contacto entre “neuronas”, el neologismo introducido en 1891 por el patólogo germano Heinrich Wilhelm Gottfried Waldeyer para nombrar a la célula nerviosa. Se estima que el número de sinapsis que existen en el cerebro humano es de 1.000.000.000.000.000!
Si Ramón y Cajal ha superado el olvido asociado al paso del tiempo es, por supuesto, por su ciencia, pero su biografía, los episodios de su vida, sus muy variados intereses, las relaciones personales que mantuvo, se asemejan a un caleidoscopio que ofrece imágenes diferentes según “giren” nuestras miradas.
Para celebrar este aniversario, he escogido recordar un aspecto directamente relacionado con un asunto actualmente muy debatido: el escaso uso del español en la ciencia. Sé que, si es que alguna vez ocurre, pasará mucho tiempo antes de que el inglés decaiga como lengua franca de la ciencia, pero si hubiera alguna posibilidad de revertir semejante situación en favor del español, una condición inexorable –necesaria pero no suficiente– sería a través de contribuciones científicas extraordinarias, comparables, en el campo que fuese, a las de Cajal.
Citaré, en este sentido, una carta que el neurocientífico sueco Gustav Magnus Retzius –quien realizó contribuciones notables a la embriología, fisiología y anatomía descriptiva del sistema nervioso– escribió a Cajal el 14 de mayo de 1896 (en alemán en el original): “Querido colega y amigo: Acabo de recibir el volumen I de la Revista Trimestral Micrográfica, que me ha enviado y que agradezco cordialmente. Con esta nueva publicación veo que ha iniciado usted la edición de una nueva revista. Es una gran empresa con la que sin duda piensa dar un nuevo impulso a la ciencia española. Ha hecho usted otro gran servicio a su patria, por el que le felicito cordialmente. A nosotros, pobres extranjeros, nos plantea una cierta dificultad: poder leer correctamente el idioma español. Conociendo las lenguas latina y francesa que estudiamos en la escuela, no nos resulta imposible entender y estudiar también la española. Hace tiempo compré un diccionario español para leer sus trabajos. De vez en cuando se tropieza con dificultades, pero no son insuperables”.
Cajal, un ferviente patriota español, debió de sentirse muy satisfecho de que un gran científico como era Retzius se esforzase por aprender español (otro tanto sucedió con Albert Kölliker, el histólogo más notable de su época).
Pero era consciente de la decadencia del español en la ciencia, y en sus memorias, Recuerdos de mi vida (que Crítica reeditó en 2006), inmediatamente después de mencionar a Kölliker y Retzius, escribió: “Para España, la pérdida de algunos de los sabios precitados constituyó verdadero duelo nacional; porque eran precisamente los que se tomaban la molestia de estudiar el español y se interesaron benévola y a veces ardorosamente por los descubrimientos surgidos de nuestro laboratorio. Los biólogos actuales desconocen, en su inmensa mayoría, el idioma de Cervantes. No es, pues, de extrañar que, al consultar las obras más recientes de Neurología, reconozcamos, con pena, que las dos terceras partes de las aportaciones modernas de los españoles sean absolutamente desconocidas. Por donde una de las más urgentes tareas de nuestros jóvenes investigadores deberá consistir en traducir al inglés, francés o alemán lo más esencial de los hechos descubiertos en nuestro país, muchos de los cuales han sido redescubiertos, por autores exóticos desconocedores de nuestro idioma, diez, quince y hasta veinte años después de aparecidos en España”.
Ya no es necesario que se “redescubran” los logros –cuando, o si, se producen– de científicos españoles. Y ello por la sencilla razón de que escriben en inglés. Inevitable, sí, pero uno no puede dejar de sentir una cierta tristeza.