Atrapados por los agujeros negros
La detección de un agujero negro supermasivo por los observatorios LIGO y VIRGO lleva a reflexionar a Sánchez Ron sobre fenómenos del universo como la materia oscura o las ondas gravitacionales
21 septiembre, 2020 09:31He tratado varias veces en estas páginas de los agujeros negros, esos misteriosos sumideros de masa-energía que predice la teoría de la relatividad general que Einstein completó en 1915, y en los que muy pocos creían hasta que se identificaron. No me gusta repetirme, pero el anuncio de una nueva observación que protagonizan estos objetos cósmicos me anima a ocuparme de nuevo de ellos.
La observación en cuestión la han realizado los observatorios LIGO (Estados Unidos) y Virgo (Italia), construidos para detectar las ondas gravitacionales que se producen al verse alterado por alguna razón un objeto masivo, y que se transmiten a la velocidad de la luz por el espacio-tiempo. Puede que recuerden que, tras una tan larga como infructuosa búsqueda, el 14 de septiembre de 2015, científicos de esos mismos observatorios lograron identificar la radiación gravitacional producida por el choque de dos agujeros negros de masas 36 y 29 veces la de nuestro Sol. Debido a la necesidad de analizar e interpretar cuidadosamente las medidas realizadas –una tarea nada fácil–, el anuncio del descubrimiento no tuvo lugar hasta el 11 de febrero de 2016. Se produjo entonces una intensa repercusión mediática.
Lo que se ha detectado ahora es el choque de dos agujeros negros de 85 y 66 masas solares, colisión de la que surgió –hace 7.000 millones de años (la edad estimada del Universo es 13.700 millones)– un agujero negro unas 140 veces la masa del Sol, a lo que hay que sumar una gigantesca emisión de energía. Lo sorprendente de esta observación son los tamaños de estos agujeros negros. Se supone que estos cuerpos nacen cuando la masa de una estrella es tan grande –unas 3 o 4 veces la masa del Sol– que ni siquiera la fuerza repulsiva provocada por los procesos mecano-cuánticos que se producen cuando núcleos atómicos y partículas subatómicas se aproximan a escalas atómicas puede detener la contracción de la atracción gravitacional. Ahora bien, ¿existen estrellas de 85 y 66 masas solares? Por otra parte, tampoco se conocían agujeros negros de masas “intermedias” como es uno 140 veces más pesado que el Sol; sí los supermasivos agujeros de millones de masas solares que se han detectado en centros de galaxias. Conclusión, queda mucho por conocer; pero conoceremos más gracias a la interferometría de radiación gravitacional, que apenas tiene un lustro de existencia.
¿Existirán agujeros negros formados por la enigmática materia oscura? ¿será uno de ellos el detectado por LIGO y Virgo?
Por el momento lo único que cabe es especular. ¿Existirán agujeros negros formados por la enigmática materia oscura? ¿Será éste de 140 masas solares uno de ellos? La, por el momento aceptada, aparente e irreversible expansión del Universo, ¿se detendrá en un futuro lejano –ya no existirá por entonces el planeta Tierra– si los omnívoros agujeros negros se reúnen finalmente, en una siniestra ágora, formando uno de masa inimaginable capaz de vencer la fuerza expansiva? Y si ocurriese eso –sigamos imaginando, en esta particular y extravagante historia de ciencia-ficción– ¿podría encontrarse ahí un “sumidero”, una puerta hacia quién sabe qué, hacia otra historia cósmica?
Dije antes que los agujeros negros se deducen de la teoría de la relatividad general, pero en realidad su historia “genealógica” es más complicada. Y hoy quiero realizar un pequeño homenaje a uno de esos precursores, al astrofísico indio Subrahmanyan Chandrasekhar (1910-1995), que profundizó su educación en Cambridge (Inglaterra) y que desarrolló la mayor parte de su carrera en Chicago. Mientras investigaba en un campo de la astrofísica en boga a partir de la década de 1920 –la interacción entre la fuerza de contracción de la gravedad y la presión, en el sentido opuesto, debida a la radiación que emiten las estrellas–, Chandrasekhar se dio cuenta de que debía existir un límite superior a la masa de una estrella, y que se debía contemplar la posibilidad de un colapso gravitacional que condujera a lo que luego se denominarían agujeros negros. Aquella conclusión era inadmisible para Arthur Eddington (1882-1944), catedrático de Astronomía en la Universidad de Cambridge, científico muy prestigioso en el Reino Unido y el más activo defensor de la teoría de la relatividad general (fue uno de los que encabezaron la comprobación, en 1919, de una de las predicciones de esta teoría, la de que los rayos de luz se curvan en presencia de un campo gravitacional). En una reunión celebrada el 11 de enero de 1935 en la Royal Astronomical Society, y aprovechándose de su posición y prestigio, Eddington menospreció la tesis de Chandrasekhar, entonces solo un joven científico prometedor. Y su opinión prevaleció durante no poco tiempo. En la ciencia también suceden estas cosas, por mucho que sea el reino de la racionalidad.
Siento especial simpatía por Chandrasekhar. Asistí a un curso que dio en Italia, en Varenna, a orillas del lago de Como. Creo que fue en 1982 o 1983. En esa ocasión habló, precisamente, de los agujeros negros, de cuya existencia ya se tenían evidencias indirectas desde comienzos de la década de 1970. En 1983 Chandrasekhar obtuvo el Premio Nobel de Física “por sus estudios teóricos sobre los procesos físicos de importancia en la estructura y evolución de las estrellas”. Lo compartió con William Fowler, uno de los pioneros en el estudio de los procesos de formación de elementos en estrellas. Con la salvedad de los Premio Nobel por los descubrimientos del bosón de Higgs y de la radiación gravitacional (casos en los que era obvio el resultado), es la única vez que he acertado prediciendo quién iba a ganar ese año el premio Nobel de Física.