“Ni tú ni nadie sabe de manera positiva lo que pasa en el interior del Globo”. El profesor Lidenbrock se manifestaba así de categórico ante su sobrino y acompañante en Viaje al centro de la Tierra. “La ciencia es perfectible hasta lo infinito y toda teoría es incesantemente destruida por una nueva”, añadía el quijotesco personaje de Julio Verne antes de adentrarse en las entrañas del planeta a través del volcán islandés Sneffels.
La aventura científica del genio francés puede que resulte un exceso perdonable de la ciencia ficción pero en su insondable ruta (o gruta) encontramos la voluntad –además de buenas dosis de conocimientos muy solventes para haberse escrito en el siglo XIX– por llegar a uno de los lugares menos conocidos por el ser humano, siendo como es determinante para su habitabilidad, su desarrollo y, en definitiva, para su supervivencia.
¿Conocemos bien la evolución, la estructura, la composición y la densidad del núcleo de la Tierra? ¿Hemos superado, o estamos en fase de superar ya, su legendaria inaccesibilidad? En muchos aspectos tenemos más información de los fenómenos que mueven el universo que del comportamiento del interior del suelo que pisamos.
Hasta el momento, solo se han podido perforar los doce primeros kilómetros de la corteza del planeta
“Hay indicaciones muy fuertes sobre su composición, que debería ser de hierro y níquel. Sin embargo, hay muchas incertidumbres relativas a su temperatura, presión y densidad”, explica a El Cultural Andrea Donini (Roma, 1969), que desde el Instituto de Física Corpuscular (CSIC-Universidad de Valencia) ha realizado junto a su equipo un avanzado estudio de la densidad de la Tierra, publicado en Nature Physics, utilizando los neutrinos de alta energía detectados en el experimento IceCube de la Antártida.
Hasta el momento, solo se han podido perforar los doce primeros kilómetros de la corteza terrestre en un apartado lugar al oeste de Rusia. Se llama Pozo Superprofundo de Kola (o SG-3) y tiene todas las características para haberse convertido en escenario de adaptaciones cinematográficas como la que protagonizó James Mason en 1959 de la mano de Henry Levin. La prospección, iniciada en 1970, supone menos de un 1 % del radio de la Tierra. “Las condiciones de presión y temperatura dificultan que técnicamente podamos profundizar más”, puntualiza Ana Ruiz Constán (Granada, 1982), investigadora del instituto Geológico Minero de España que señala a las emisiones de los volcanes, los meteoritos o la propagación de las ondas sísmicas una fuente valiosísima para entender los resortes que mueven las profundidades de nuestro planeta.
En opinión de Maurizio Mattesini (Empoli, Florencia, 1970), catedrático de Física de la Tierra en la Complutense de Madrid e investigador del Instituto de Geociencias (CSIC-UCM), el centro de la Tierra es una de las partes más inaccesibles y enigmáticas: “Este cuerpo sólido, casi esférico, con un radio de 1.220 kilómetros, se ha desarrollado desde hace más de mil millones de años, lo que implica un lento proceso de cristalización del núcleo externo líquido”. Para Mattesini, desde el descubrimiento del núcleo interno de la Tierra por la sismóloga danesa Inge Lehmann en 1936, la idea de que el hierro fuera el componente principal (85 %) tuvo grandes evidencias “debido a las observaciones cosmoquímicas y geoquímicas, a los datos sísmicos, a la teoría de geomagnetismo y a los estudios de alta presión y temperatura”.
Además de los datos cosmoquímicos y de los estudios de meteoritos metálicos, siempre según el investigador italiano, se ha encontrado que el núcleo contiene cantidades de níquel (5 %) y, gracias a experimentos de comprensión del hierro en yunque de diamante, sabemos que puede contener hasta un 10 % de elementos ligeros como azufre, silicio y magnesio, entre otros.
No es fácil estudiar el centro de la Tierra. Su núcleo interno, situado a más de 5.000 kilómetros bajo nuestros pies, es el lugar más remoto. “Perforarlo resulta mucho más complicado que volar al espacio –añade Mattesini, que dedica sus investigaciones a analizar sus propiedades termo-elásticas–. No solo no tenemos muestras del núcleo sino que no hay expectativas de obtenerlas”.
El núcleo terrestre es el principal responsable de que nuestra mitológica Gea tenga un campo magnético o, lo que es lo mismo, un blindaje ante las embestidas del viento solar. “Se origina por el movimiento del hierro líquido en el núcleo externo y por la rotación del núcleo interno con menor velocidad que el manto –precisa la geóloga de Geoiberia Gloria Jódar (Jaén, 1967)–. Este campo genera un escudo protector, denominado magnetosfera, que evita que la mayoría de las partículas con carga (protones y electrones) que emite el Sol lleguen a la superficie terrestre. Algunas logran entrar a través de los polos y forman las auroras boreales. Sin la existencia de la magnetosfera, el viento solar destruiría la atmósfera y por tanto las moléculas orgánicas en superficie. Es decir, la vida tal como la conocemos”.
Según Jódar, la Tierra ha poseído campo magnético durante al menos los últimos tres mil millones de años, lo que ha favorecido que se den unas condiciones favorables para la vida en lo que respecta a la temperatura y las radiaciones que llegan a la superficie, entre otros factores: “Sin embargo, el campo magnético no es constante, ni en el espacio ni en el tiempo, y se producen anomalías en la intensidad de esa protección que pueden influir en el desarrollo de la vida”.
Verne, a través del profesor Lidenbrock, volcó muchos de los conocimientos de la época en su “viaje”. No conoció los trabajos de la mencionada Lehmann –que señaló en 1936 que existía otro límite dentro del núcleo, estableciendo su división en externo e interno–, ni la ecuación de L.H. Adams y E.D. Williamson en 1923 para medir la densidad de la Tierra, ni los estudios de Beno Gutenberg, que a principios del siglo XX definieron la localización del límite entre el manto y el núcleo terrestre en torno a los 2.900 kilómetros de profundidad.
Tampoco inoculó Verne en la vehemente sabiduría de Lidenbrock los estudios sobre la composición del núcleo externo líquido de Francis Birch y Adam Dziewonski en las décadas de los sesenta y setenta ni los hallazgos sobre la formación y evolución de nuestro plantea de Bruce Buffett y Stephane Labrosse. “Estudios recientes –señala Ruiz Constán– han apuntado a una nueva división dentro del núcleo interno debido a la existencia de anisotropía. La imagen del núcleo es cada vez más compleja según va ganando resolución y conocemos sus detalles”.
En 2013, el grupo de Mattesini, con participación australiana y sueca, publicó en Scientific Reports un trabajo en el que realizaba una imagen de un núcleo interno heterogéneo, con variaciones en la estructura y la mezcla de materiales, por el lado oriental más que por el occidental: “Las razones de estas diferencias en los hemisferios son inciertas, pero una explicación que parece prevalecer es que, tras el último gran impacto de un asteroide, el núcleo interno sufrió un impulso responsable de una deriva del material nuclear hacia el este. De esta forma, el lado frontal está continuamente en fusión mientras que el lado posterior está en gradual cristalización, manteniendo así el centro de gravedad de la esfera”. A este nuevo modelo de velocidad de propagación sísmica que ha permitido explicar el movimiento de masa en el núcleo interno de la Tierra se le ha bautizado con el sugerente nombre de “envoltorio de caramelo”.
Estos días se cumple un año desde que científicos de la Universidad de Tokio replicaran el ambiente del núcleo externo de la Tierra gracias, de nuevo, al yunque de diamante, un auténtico desafío tecnológico. El contenido del trabajo se plasmó en Physical Review Letters y demostraba que esta región es menos densa que el hierro líquido. El pasado mes de marzo otro equipo de la Universidad Nacional de Australia publicaba en Journal of Geophysical Research un artículo en el que se anunciaba el descubrimiento, gracias a un algoritmo, de una capa desconocida, “un núcleo interno más interno” producido por dos enfriamientos del planeta (y no uno como se pensaba hasta el momento).
Una pieza más para armar un rompecabezas al que se ha sumado otro grupo del Centro de Investigación Avanzada en Ciencia y Tecnología de Alta Presión de China, que hace varios meses señalaba en Nature Geoscience que el manto terrestre podría estar “electrificado” y albergar ríos de protones que fluyen a través de los materiales sólidos. Este fenómeno, propio de planetas más distantes como Urano o Neptuno, podría estar produciéndose también en la Tierra.
Nos jugamos mucho. Resulta esencial saber qué se “cuece” bajo nuestros pies. Para Donini, el campo magnético terrestre tiene un gran impacto sobre la vida de las plantas y los animales. En la misma línea se pronuncia Mattesini, para quien el sistema núcleo externo-interno constituye el motor de la dinamo terrestre, esencial para garantizar la vida en el planeta: “Cuando todo el hierro líquido del núcleo externo se haya solidificado, la dinamo terrestre se apagará y nuestro planeta morirá, convirtiéndose poco a poco en un planeta sin vida como Marte. Pero no hay que preocuparse, estamos más o menos a mitad de camino de que eso llegue a producirse. Es decir, que nos quedan 4.500 millones de años, que es la edad actual de la Tierra”.
Hasta que eso ocurra, y como diría el profesor Lidenbrock, “¡qué viaje, qué maravilloso viaje!” el que nos proporciona la ciencia. Aunque, como a él, la brújula nos siga desconcertando.