El primer libro que recuerdo con nitidez haber leído fue las Aventuras de Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, en una edición, que aún conservo, publicada por la editorial Planeta en 1961 y que incluía a otros maestros ingleses: Geoffrey Chaucer, Walter Scott, Samuel Richardson y Jonathan Swift con sus Viajes de Gulliver, un libro éste que con sus aceradas parodias estoy seguro de que no pude comprender entonces (lo entendí muchos años después, cuando lo releí; en realidad, cuando lo leí verdaderamente). Pero estaba tratando de las Aventuras de Robinson Crusoe. Supongo que como la mayoría de los que han leído este libro, disfruté con él sobre todo porque, en el fondo, lo que hacía era plantearme la cuestión –y enfrentarme con el temor– de cómo podría sobrevivir desprovisto de los bienes que la civilización constantemente pone a mi disposición y que en su inmensa mayoría yo no sabría producir. En el caso de Robinson Crusoe semejante escenario no es completo ya que entre los restos del naufragio consigue unos pocos, muy valiosos, objetos para sobrevivir.
La senda de la novela de Defoe fue seguida por otros escritores. Es evidente, por ejemplo, en El Robinson suizo (1812) de Johann Wyss, novela en la que quien naufraga es una familia. Julio Verne fue otro de los admiradores del Robinson de Defoe, algo que queda patente en La isla misteriosa (1874), aunque en este caso no se trata de un naufragio sino de la caída de un globo aerostático. El protagonista principal de esta novela es Cyrus Smith, “un ingeniero, un sabio de primer orden”, que “a la agudeza de su ingenio, unía la mayor habilidad manual”. La extraordinaria polivalencia de sus conocimientos es la que permite a aquellos “náufragos del aire”, como los denominó Verne, sobrevivir. Son muchas las páginas de esta novela las dedicadas a mostrar, y explicar, la ciencia y técnica que Smith emplea para fabricar todo tipo de compuestos y utensilios, desde velas y jabón, hasta nitroglicerina y pólvora, pasando por objetos como vasos de vidrio, todo lo necesario para preparar y sostener cultivos agrícolas e, incluso, una fragua para producir metales. Posiblemente en ninguna otra de sus muchas novelas, Verne mostró de manera tan completa y exhaustiva su interés y conocimientos científico-tecnológicos; de hecho es posible leer La isla misteriosa como un buen resumen de cómo podrían sobrevivir un pequeño grupo de personas de mediados del siglo XIX, dejadas a su suerte, sin disponer de los recursos que ponía a su disposición la civilización. “Partían casi de cero”, salvo en los conocimientos que esa civilización había producido.
Nuestras Habilidades de Supervivencia se han atrofiado. Una gran parte de la humanidad sería incapaz de sustentarse
Pero desde que Verne escribió aquella novela, el arsenal de conocimientos y productos producidos por la humanidad ha experimentado un crecimiento exponencial, de tal forma que es difícil pensar en un Cyrus Smith con la sabiduría y habilidades del que imaginó Verne. Tampoco cabe ya pensar en islas desconocidas a las que pudieran llegar y permanecer náufragos, del mar o del aire. Sí somos, sin embargo, conscientes de la posibilidad de otros acontecimientos que podrían arrasar la práctica totalidad de la población de la Tierra. Una guerra nuclear es uno de esos sucesos. Todavía creo que la racionalidad humana –sobre todo, el temor de los humanos– hará que esto no llegue a suceder; no lo ha hecho y ya han transcurrido 74 años desde que se utilizaron bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, aunque últimamente la irracionalidad, disfrazada a menudo de egoísmo, de nacionalismo, combinada con la bravuconería, me hacen dudar. Estoy pensando especialmente –no es difícil adivinarlo– en un presidente, de cuyo nombre no quiero acordarme, cuya política exterior era calificada por Michelle Goldberg, en un artículo publicado recientemente en el New York Times, de “errática, amoral e incompetente”.
Existen otros posibles acontecimientos catastróficos sobre cuyo origen los humanos no tenemos ninguna responsabilidad, pero que podrían generar consecuencias letales para la vida. Así, una gran erupción solar, que al alcanzar la Tierra barriese, al menos, una gran parte de los sistemas electrónicos de los que tanto dependemos, tendría consecuencias terribles para la humanidad, aunque inicialmente sus efectos pudiesen no impedir la vida. Más espantoso sería que un cuerpo extraterrestre de grandes dimensiones chocase contra la Tierra, un suceso que ya tuvo lugar en el pasado y que, como es bien sabido, abocó a la desaparición de los dinosaurios hace 65 millones de años, cuando un asteroide de unos 15 kilómetros de ancho impactó contra la Tierra. A largo plazo, es bastante probable que colisiones de este tipo vuelvan a producirse, pero una buena pregunta es la de cómo afrontaría un pequeño grupo de humanos que hubiese sobrevivido al “invierno” que seguiría, en el que nubes de polvo producto del choque y de incendios generalizados cubriesen la atmósfera. ¿Qué conocimientos científicos y tecnológicos deberían poseer esas personas para subsistir y plantar las semillas de una nueva civilización? Estas son las cuestiones que aborda un fascinante libro titulado Abrir en caso de apocalipsis (Debate), de Lewis Dartnell, un, podríamos decir, nuevo Cyrus Smith. “A nivel individual”, escribe, “somos asombrosamente ignorantes hasta de los aspectos básicos de la producción de alimentos, alojamiento, ropa, medicinas, materiales o sustancias vitales. Nuestras habilidades de supervivencia se han atrofiado hasta el punto de que una gran parte de la humanidad sería incapaz de sustentarse si fallara el sistema de soporte vital de la civilización moderna”. Es evidente que Dartnell tiene razón, y su libro lo muestra con total claridad, al mismo tiempo que intenta suministrar los conocimientos mínimos –aunque no pequeños, ya que la base científico-tecnológica de nuestro mundo es gigantesca– para paliar semejante situación.
Por si acaso, lean y tengan a mano este libro.