Conocí la historia de Canción de atardecer (1932) gracias a Sunset Song (2015), la película del cineasta inglés Terence Davies, que respeta el título original de la novela del escritor escocés Lewis Grassic Gibbon (1931-1935). El filme de Davies me entusiasmó a su paso por la competición del Festival de Cine de San Sebastián, tanto que fue uno de mis favoritos a figurar en lo más alto del palmarés, cosa que, por supuesto, no ocurrió en absoluto. Davies llevaba casi quince años empeñado en adaptar la novela de Gibbon, desde después de llevar a la pantalla en el 2000 La casa de la alegría, de Edith Wharton, pero no lo consiguió hasta rodar The Deep Blue Sea (2010), otro de sus elegantes, hondos y atormentados melodramas.
Ahora Belvedere ha publicado Canción de atardecer con traducción de Raquel Herrera, que ha sorteado con brillantez las intersecciones y los juegos lingüísticos planteados por Gibbon entre el inglés y el escocés. Esta edición lleva al final un fuerte e interesante contingente de notas, y allí se nos informa de que Gibbon, sin ser nacionalista, tuvo un gran interés por la cultura de su país y que, de algún modo, formó parte del llamado Renacimiento escocés, movimiento cultural del período de entreguerras del siglo XX. También se nos dice que Canción de atardecer fue elegida en 2005 como la mejor novela escocesa de todos los tiempos, lo cual -exagerado o no- es razonable, pues el lector comprobará no sólo la enorme riqueza expresiva y literaria del libro, sino el gran y totalizador interés de los temas que toca: la tierra y sus duras faenas, el paisaje, las costumbres y ritos locales, la familia, la religión, el amor, el paso del tiempo, la guerra (la Primera Guerra Mundial), la muerte y un conjunto de tensiones que van desde los roces entre lo escocés y lo inglés, el catolicismo y el protestantismo, el autoritarismo y el progresismo, la tradición y la modernidad, las clases sociales, la ignorancia y la cultura, el pacifismo y el belicismo, todo ello y más en un eje temporal -la historia arranca hacia 1911- que representa un cambio de época, el crepúsculo de una época que el título de la novela sugiere.
La acción transcurre a lo largo de varios años en la ficticia región rural de Kinraddie -de la que se nos muestra un mapa dibujado al comienzo-, de anclaje celta, y que es un trasunto del histórico condado escocés de Kincardineshire, en el noroeste montañero y costero de Escocia. La novela, muy proteica y populosa, cuenta la historia de Chris Guthrie, una muchacha campesina, granjera, interesada por la instrucción y capacitada para una vida personal e independiente como maestra, pero destinada sucesivamente, sin dejar de trabajar la tierra, a vivir la dura lucha por la vida en el seno de una familia que conocerá muy trágicos sucesos bajo la bota de un padre despótico y violento -lo que incluye la depredación sexual- y a casarse después con Ewan Tavendale, un buen muchacho con el que tendrá un hijo, pero al que las trincheras de la guerra transformarán su carácter en un paso previo hacia un amargo y duro desenlace, en el que la mujer deberá seguir lidiando con su empeño por desenvolverse en un futuro al que desea sumarse. La escritura realista e igualmente lírica, que también acoge puntualmente el humor, cobija una sustancia melodramática que, entre otros motivos, no en balde atrajo la atención de Terence Davies, especialista, muy a su singular manera, en el género.
Canción del atardecer responde a una estructura de cierto sinfonismo musical, de suntuoso aliento, que se inicia con un Preludio -que sirve para situar los antecedentes y describir el lugar de la acción-, sigue con una extensa parte titulada La Canción -el grueso de la novela, dividido en cuatro capítulos- y termina con un Postludio conclusivo. Esta novela fue la primera entrega de una trilogía titulada A Scots Quair, en la que Lewis Grassic Gibbon siguió las vicisitudes de Chris Guthrie, de su tierra y de su tiempo. Me ha llamado la atención que el mencionado Preludio tiene un acentuado tono satírico y desenfadado, que luego se atempera muy considerablemente. La muerte prematura de Gibbon -a los 33 años, de una peritonitis- frustró la continuidad de la obra de un espléndido escritor.
La alusión hecha a la importancia de los temas tratados, a su carácter total por la concurrencia de asuntos históricos, sociales, culturales y políticos, necesita la matización, por si acaso, de que, en todo momento, la novela deslumbra, además de por sus acontecimientos, por su lenguaje, por el tratamiento de lo cotidiano, por la visión del paisaje, los objetos, las tareas, los oficios y las horas del día, por la expresión de los sentimientos y por la sólida construcción, con alcance coral, de los personajes: además de Chris, su terrible “padre padrone” y su desventurada madre, su vapuleado hermano Will, el infortunado Ewan y no pocos secundarios -el socialista Chae, por ejemplo, muy importante-, granjeros y vecinos de Kinraddie, que conforman una a veces desquiciada comunidad campesina y trabajadora, endurecida, brutalizada o superviviente en su integridad e ideales a una vida sin tregua y, en ocasiones, sin horizontes.
Escribe Gibbon: “En la época de Guillermo el León, cuando grifos y bestias similares aún recorrían el campo escocés, y la gente despertaba al oír gritar a los niños cuando una gran bestia lobuna entraba por el ventanuco y les desgarraba la garganta, se había hecho con las tierras de Kinraddie un caballero normando, Cospatric de Gondeshil. En Kinraddie tenía su guarida una bestia que, de día rondaba los bosques, y su hedor se extendía, terrible, por todo el campo, y en el ocaso la veía el pastor, con sus grandes alas medio dobladas sobre la descomunal panza, y la cabeza parecida a la de un enorme gallo, pero con las orejas de un león, observando desde un abeto. Y se comía a las ovejas, a los hombres y a las mujeres, y para todos era un gran terror, y el rey hizo proclamar a sus heraldos una recompensa que pusiera fin a los estragos de la bestia…”
He elegido para citar estas líneas, correspondientes al comienzo mismo de la novela, para hacer notar que, desde el principio, el lector va a comprender que se encuentra ante un gran relato, ante un relato de sobresalientes proporciones aquí marcadas por un potente registro literario que se asoma al telón histórico, legendario y mágico del siglo XII y pone en circulación a una bestia de expansivo hedor que, a no dudar, va a ser metáfora de personajes y sucesos que después saldrán a nuestro encuentro. Gran novela.