No daba crédito. Durante páginas y páginas, no podía creer que En el jardín del ogro fuera de la misma autora de Canción dulce, que tanto me había gustado. Mientras leo, subrayo frases y pasajes y anoto comentarios en los márgenes. Hasta, por lo menos, la página 77, mis notas y mis subrayados han sido furiosos, imprecaciones contra la escritora y contra su personaje. ¿Qué era este libro que tenía entre manos?, ¿una novela aspirante a ser un best seller de calidad -sea esto lo que sea- entre burgueses ilustrados que, en posición de mirones, gustan de la literatura de sexo y lujo con coartada de buena escritura? Me gustó Elle, de Paul Verhoeven, y ya imaginaba, con reticencias, una película parecida, muy a la francesa -qualité más sexualité-, con Isabelle Huppert o Emmanuelle Seigner -o mejor, por la edad, Eva Green- como protagonista. Adèle, el personaje principal, periodista, tiene 35 años, está casada con Richard, médico de profesión, y tiene un hijo pequeño, Lucien. Adèle es una ninfómana que se tira a todo lo que se mueve.
No daba crédito, sí, pero el crédito -en otro sentido- es importante, y Leila Slimani (Rabat, 1981) tenía crédito para mí desde Canción dulce (2016), su segunda novela, inmediatamente posterior a En el jardín del ogro (2014), su primera novela, editada igualmente por Cabaret Voltaire con excelente traducción de Malika Embarek López. Varias veces estuve a punto de arrojar el libro a la papelera, pero ese crédito me contuvo. Hice bien. Antes de la página 100, anoté que la cosa cambiaba, tomaba otro sesgo, adquiría densidad, sentido, interés. Y ya no pude dejar de leer hasta el final, cerca de 300 páginas.
Digo todo esto porque no es frecuente que me pase algo así con una novela y, sobre todo, por avisar a un lector hipotético que pueda experimentar, como yo, idéntico rechazo inicial ante este libro. Y conste que la buena escritura de Slimani -que se adensa y va a más conforme la historia adquiere mayor sustancia dramática-, lejos de congraciarme con la novela, me irritaba, en sus inicios, todavía más: la trampa de un buen estilo, de un buen cocinado, para presentar y digerir un plato absurdo, venial, basura.
Pero no. Adèle es ninfómana, sí. Y lo sabe, y lo reconoce. Es una enferma. Su apetito sexual le supera, es incontrolable para ella. Sufre. Su vida (doble) es un lío de mentiras y traiciones compulsivas que le arruinan, que la dejan como un trapo, como un despojo. Luego dirá, y muy bien explicado, que ni siquiera le interesa la carne, el sexo con sus múltiples amantes -conocidos, desconocidos, de pago, también alguna mujer-, sino vivir las situaciones, asomarse al abismo, arder en un gozoso infierno breve: que la follen.
¡Ojo! No hay asomo de moralismo en la novela. En absoluto se trata de que el sufrimiento de Adèle sea un castigo ni un procedimiento de redención encubierto. Folla mucho, pero sufre mucho: ¡pobre Adèle, su dolorda importancia a la novela! No. Por ahí no van los tiros.
Slimani va ensanchando el campo, el contexto de la vida familiar -pareja, hijo, madre- y amistosa de Adèle. Y, conforme se ensancha el campo, lejos de adelgazarse la sustancia del libro, se intensifica. Y adquiere un alcance más universal.
No es que su ninfomanía esté causada, de forma unívoca y determinista, por la relación con su marido y con su hijo, pero estas relaciones apuntan a experiencias mucho más compartidas. Vamos sabiendo: Richard, el marido, es un buen tipo, quiere a Adèle, mira por ella, pero su trato es tan cariñoso como frío. Richard nunca estuvo muy interesado por el sexo, no tanto, desde luego, como por su profesión. Adèle quiere a Richard, que es imprescindible para ella, pero también se ahoga con él. Como con Lucien, su pequeño hijo, una carga para ella -lo reconoce-,y a quien también quiere mucho y cuida en la medida de sus posibilidades. La madre, Simone, es tremenda, siempre crítica y negativa con Adèle, áspera y dura, proclive al desencuentro y al encontronazo con ella. A Simone no le fue bien con su marido, el padre de Adèle. Insatisfecha permanente, sabe que los insatisfechos acaban por destruir todo lo que les rodea. Aunque lo amen a su modo, aunque les sea capital para su propia supervivencia.
Así pues, En el jardín del ogro va tomando peso y, desde luego, su trama va ofreciendo alternativas, expectativas, cambios de dirección. No las reseñaré aquí, claro. Bastará decir que, en el retrato social, se acaba viendo la conexión con el análisis de la pareja profesional acomodada que hay en Carne dulce y que, de alguna manera, la Adèle de esta novela no deja de estar vinculada -aun sin compartir estatus- a la Louise de Carne dulce.
En la excelente remontada de En el jardín del ogro, si se me admite el término deportivo, tienen también mucho que ver las estrategias narrativas -técnicas, estructurales- de Leila Slimani, que realiza saltos hacia adelante con buenas elipsis y saltos hacia atrás que no es que rompan, por romper, la linealidad del relato, sino que son aportaciones de riqueza y sentido. Y, desde luego, si la escritura era buena desde el principio, y cuando dejamos de pensar que Adèle es una imbécil intolerable, sin duda admiramos en todo su valor el notable conocimiento de la psicología, los sentimientos, el cuerpo y el deseo femeninos por parte de Slimani, su preciso saber sobre la familia y la vida moderna, su acumulación de frases cortas, sus quiebros, sus fogonazos deslumbrantes con las palabras. Y con las ideas.
En algún momento avanzado de la lectura llegué a pensar que En el jardín del ogro se estaba configurando como una especie de Madame Bovary del siglo XXI, al margen, claro, del estilo de ambas novelas. Adèle y Emma presentan, desde luego, algunas coincidencias. Finalmente, no creo que sea ésa la exacta intención de Slimani. Pero ya está dicho.
Voy a citar un pasaje que no tiene mucho que ver con la médula de la novela, pero que sí tiene una carga de profundidad muy importante, una de las varias que van dando hondura al libro. Richard quiere dejar París, trabajar en el campo, en alguna pequeña población que disponga de una clínica. Allí serán todos más felices. Ha seleccionado una bonita casa con huerto, jardín y frutales, y Adèle y él la acaban de visitar con detenimiento. Esto piensa Adèle de la casa y de su destino en ella con Richard: “Es una casa para envejecer, piensa Adèle. Una casa para gente sentimental. Hecha para los recuerdos, para los amigos que pasan de vez en cuando y para los que parten a la deriva. Es un arca, un cobijo, un refugio, un sarcófago. Una oportunidad para los fantasmas. Un decorado de teatro. ¿Han envejecido hasta ese extremo? ¿Es posible que sus sueños se detengan aquí?¿Les ha llegado la hora de morir?”.
Adèle, claro, también tiene, como cualquiera, la angustia del paso del tiempo, del envejecimiento. Retirarse a una bonita casa en el campo. ¿No es ése un “sueño” muy actual, muy frecuente? Pues Adèle piensa que es el final de los sueños. Una casa, un sarcófago. ¿Es que van a morir ya?