Las alfombras persas de Mario Camus
Érase una vez un tiempo en el que el gusto por las películas y los libros era la misma cosa, respondía a los mismos impulsos, deseos y necesidades. Se acudía a la sala de cine con un libro en el bolsillo para antes o para después, y en las tertulias de amigos se hablaba con idéntica pasión tanto de cine como de literatura. De la buena literatura.
Fernando Fernán-Gómez, Jaime de Armiñán, José Luis Borau, Carlos Saura, Gonzalo Suárez, Manuel Gutiérrez Aragón y José Luis Garci son algunos ejemplos desiguales y no estrictamente comparables de una doble dedicación, a la dirección de películas y a la narrativa literaria, que ha tenido significativa continuidad en Pedro Almodóvar, David Trueba, José Luis Cuerda, Fernando León de Aranoa, Alex de la Iglesia y, entre otros, Ángeles González-Sinde. Hay más nombres, algunos por decantar, y todos forman un conjunto irregular en persistencia y consistencia.
El más discreto y, sin embargo, uno de los más relevantes casos de esta doble militancia quizás sea Mario Camus (Santander, 1935), que fue amigo de destacados escritores realistas de la generación de los 50-60 como Ignacio Aldecoa y Daniel Sueiro, a quienes adaptó y con los que colaboró en sus primeras películas: Los farsantes (1963, Sueiro) y Young Sánchez (1963), Con el viento solano (1965), Los pájaros de Baden-Baden (1974), las tres últimas con o/y basadas en Aldecoa.
Aquellos títulos fueron conformando un sello que vinculaba el cine de Camus con la literatura, etiqueta que se revalidaría con los años al adaptar el cineasta espléndidamente a Cela (La colmena, 1982) y Delibes (Los santos inocentes, 1984) para la gran pantalla y a Galdós (Fortunata y Jacinta, 1979) y Barea (La forja de un rebelde, 1990) para la pequeña. Sirvan estos títulos de recordatorio de una mucho más amplia dedicación de Camus a la adaptación de nuestra literatura al cine y a la televisión, tarea que, por supuesto, incluye el teatro: el Calderón de El alcalde de Zalamea (1972) o el Lorca de La casa de Bernarda Alba (1987).
Pero hay más. El escritor Camus (llamémosle ya así) no es sólo autor en solitario o co-autor de casi la práctica totalidad de los guiones de las películas y series que ha dirigido, sino que ha sido reiteradamente solicitado desde sus comienzos para co-escribir los guiones de otras películas como Luces de bohemia (Miguel Angel Díez, 1984), Werther y Beltenebros (Pilar Miró, 1986 y 1991), y cito sólo estos títulos por estar basados, respectivamente, en piezas literarias de Valle-Inclán, Goethe y Muñoz Molina.
Esta larga y aun así incompleta introducción informativa que muestra, en el terreno de lo más evidente, la estrechísima relación entre el cine y la literatura en la obra cinematográfica de Camus, con resultados notabilísimos, todavía no desvela el intenso perfume literario que se desprende de otras películas del director santanderino no basadas en relatos precedentes conocidos. Me refiero a películas como Después del sueño (1991), Sombras de una batalla (1993), Amor propio (1994) y El color de las nubes (1997), que, a mi juicio y con alguna otra, forman un extraordinario ciclo que ha de ser reivindicado y que exige un estudio aparte. Todas ellas reúnen las características más puras del cine –silencios, espacios, miradas- y en todas ellas se percibe un fuerte aroma literario, no habiendo en ello contradicción alguna. Pero esto es algo muy debatido –en términos universales- en lo que no voy a entrar aquí.
Y ahora llegamos por fin a otra evidencia, aunque bastante más secreta, como secreto y discreto en muchos aspectos de su personalidad (incluida la creativa) es Mario Camus, que siempre ha optado por hablar, vivir y hacer en voz baja, fuera del jaleo y de las luces de los focos.
En 2010, la editorial Valnera recopiló en 29 relatos otras tantas narraciones cortas de Mario Camus publicadas antes en Un fuego oculto (2003) y Apuntes del natural (2007). Ahora, la misma editorial nos ofrece Quedaron estas cosas, doce historias breves e inéditas del escritor.
Desde el título (bello), el libro adelanta sus características: el espíritu melancólico de una mirada hacia el pasado para rescatar una docena de momentos (situaciones, personajes, sentimientos) que, lejos del ruido, la ostentación y la euforia, permiten atesorar una memoria suficiente de lo vivido. Mejor aún, permiten afirmar que vivir valió la pena sólo sea por el brillo modesto, pero impagable de aquellas experiencias.
Quedaron estas cosas: el miedo de un niño austriaco refugiado al ver los bombardeos que el NO-DO exhibe; la peripecia de un imprudente y glotón boxeador de lance; el estupor de una monja de clausura al ver su rostro en la pantalla después de muchos años sin espejos; la sabiduría de un humilde naturalista que sabe, contra todo pronóstico, cuando llegarán las bandadas de pájaros; la inasequibilidad al desaliento de un empleado de hotel que cifra su felicidad en la victoria de sus no siempre ganadores héroes deportivos; el misterio violento de una hermosa mujer que parece insinuarse desde la barra de un bar….Y varias más.
Camus ha escarbado en recuerdos personales, en pequeñas anécdotas a las que ha sabido dotar de una luz y una emoción, como es propio de un fabulador, que no siempre están a la vista de cualquiera. Algunos de esos recuerdos están expresamente relacionados con su trabajo como cineasta, pero no se hace énfasis en ello.
El énfasis es justo lo contrario al tono del Camus escritor, que cuenta, se mueve y avanza también con discreción, paladeando los tiempos, centrado en el pálpito suave de lo esencial, recreándose en el crecimiento de atmósferas y estados de ánimo, atento a los detalles ambientales que contribuyen a visualizar exteriormente lo que anida en el interior de sus personajes, escrupuloso con las palabras y parco en el subrayado de las emociones, si bien justamente son las emociones las que se abren paso con sigilo, emociones que, con delicadeza y contando con la inteligencia del lector, el escritor deja caer con alusiones y elusiones y que, con frecuencia, abandona a su suerte en sugerentes desenlaces con puntos suspensivos.
Hay algún relato muy próximo al humor, aunque, en general, esa melancolía que el título anuncia se extiende sobre lo contado y sobre unos personajes que, a la postre, están muy lejos del fulgor de los héroes y muy cercanos a la derrota o, cuanto menos, a las tenues sombras del anonimato sin laureles.
En el cuento Don Benito, Camus evoca un encuentro con el entonces todopoderoso productor y director Benito Perojo en sus fastuosas oficinas decoradas con una magnífica y roja alfombra persa. Años después, el magnate convoca de nuevo al narrador y, esta vez, ocupa un cuchitril en un edificio deprimente de la periferia. Terminada la entrevista, el narrador se las ingenia para volver al pobre despacho para hacer una comprobación: “Me había parecido que en aquella decadencia, un elemento sobresalía como alusión o recuerdo de lo que nuestro hombre había significado. Era el último vestigio de su anciana grandeza. Efectivamente: a sus pies, doblados los bordes porque era demasiado grande para aquel cuarto, se extendía, maravillosa, la roja alfombra persa sobre la que viajó en tiempos con todo su equipo. El esplendor perdido hablaba desde tan lejos con cierta brusquedad, pero también con un acento resistente e irónico que no es difícil de entender”.
Quizás Mario Camus nos quiera decir en Quedaron estas cosa que, pese a las derrotas, es preciso retener alguna “alfombra persa” que el pasado nos ha podido proporcionar para seguir disfrutándola –son muy certeras las palabras últimas del escritor- con resistencia e ironía. El escritor hace, en definitiva, que todas sus historias sean alfombras persas que sobreviven a los estragos del tiempo.