Matar a un niño
Escribí en el periódico hace unos días sobre Stig Dagerman (1923-1954), el brillante escritor sueco malogrado en plena juventud al quitarse la vida. Dejaba cuatro novelas de gran calidad, varias obras de teatro y unas decenas de cuentos extraordinarios. El reconocimiento del público y de la crítica y la certeza de un porvenir envidiable no fueron suficientes para aliviar su pesadumbre vital, su angustia existencial, las cicatrices causadas por la zozobra de su vida personal, marcada desde el principio por el abandono de sus padres.
Nórdica ha recogido 26 de sus mejores textos en El hombre desconocido. En su inmensa mayoría son cuentos, pero hay hasta tres relatos confesionales de un interés y fuerza inusitados, en los que Dagerman exhibe el pesado fardo de tribulaciones que soportaba desde su infancia.
Mencionaba yo un cuento excepcional, Matar a un niño, que pasa por ser uno de los mejores suyos, que podría formar parte de una antología de los mejores cuentos del siglo XX y que, como era de suponer, ha sido adaptado al cine en varias ocasiones.
Para glosarlo es ineludible revelar su desenlace. Pero eso es lo que su autor hace en la línea diez de su breve narración, apenas cuatro páginas. Es una de las singularidades del texto, esa revelación, y la posterior construcción y deriva de la trama. No importa conocer el final. Al contrario, el lector se estremece precisamente por conocerlo, y ésa es una habilidad magistral del escritor.
Una habilidad que, como han señalado los críticos, conecta con la moderna narrativa cinematográfica, no tan extendida, en 1948, cuando Dagerman escribió sus páginas. Como tampoco estaba tan extendido el modo simultaneísta de avanzar en la narración o, más precisamente, el modo de contar en paralelo dos historias –dos episodios triviales de la vida cotidiana- que van a confluir trágicamente en cuestión de minutos. En el horror que este cuento exuda se percibe la sombría y desesperanzada mirada de Dagerman hacia la vida.
Un hombre joven –“un hombre feliz”- y su pareja, a bordo de un automóvil, entran en una llanura soleada en una apacible mañana de domingo. Cuando el coche va a pasar por el primero de los tres pueblos, una madre, en el tercer pueblo, envía a su hijo a buscar azúcar a la casa de una vecina, al otro lado de la carretera. El coche avanza, el niño corre a hacer su encargo…
Escribe Dagerman hacia el final: “El tiempo no cura la herida de un niño muerto”.
Ciertamente. La muerte de un hijo, sabemos, es una tragedia insuperable. Matar a un niño por una incidencia cruel del azar o, si se quiere decir así, del destino, será una carga imposible de llevar. La felicidad despreocupada puede malograrse en un instante fatal. La culpa –junto al dolor- se abatirá para siempre sobre quienes –la madre, el conductor- no fueron culpables de una malhadada jugarreta de la casualidad. Y Dagerman, con extraordinaria economía de medios, dejó escrita para siempre una de las mayores tragedias estrictamente contemporáneas, la que une, en un segundo, el automóvil y la muerte con inusitada capacidad aniquilatoria.